martes, 31 de marzo de 2020

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,

LEÍDO POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ

Pepita, la nieta del general San Martín, a quien los franceses consideran heroína de guerra Durante la Primera Guerra Mundial, Josefa -la nieta del Padre de la Patria- hizo de su casa un hospital de campaña, donde atendía a heridos franceses y alemanes. Por eso, en Francia le otorgaron la Legión de Honor. Cuando murió y la Argentina quiso repatriar sus restos, desde París se negaron, porque querían que descansara en esa tierra.

Por Adrián Pignatelli
Josefa Dominga, la nieta preferida de San Martín.
Josefa Dominga Balcarce fue una de las nietas de José de San Martín y, curiosamente, por su papel en la asistencia de heridos durante la Primera Guerra Mundial, Francia le otorgó la Legión de Honor. Había transformado su casa en un asilo de ancianos y su acción filantrópica fue su sello distintivo.
En la noche del 13 de diciembre de 1832, en Chez Grignon, el restorán de moda de la burguesía parisina, todo era alegría. El general José de San Martín había invitado a una cena para celebrar el casamiento de su hija, Mercedes Tomasa, de 17 años con Mariano Severo Balcarce, de 24.
San Martín vivía con su hija en una casa de la calle Provence nº 32, en la ciudad capital. Cuando estalló una epidemia del cólera, estimaron conveniente tomar distancia y se establecieron en Montmorency, un pueblito de 1600 habitantes, a veinte kilómetros al norte de París. A pesar de todo, en marzo de 1832, Mercedes contrajo el cólera y San Martín, tres días después. Al mes, ambos estaban repuestos, pero a su papá lo atacó una enfermedad gástrica intestinal que lo tuvo a maltraer.
Mercedes, la hija de José de San Martín.
Quien los cuidó y se ocupó de los trámites fue Mariano Severo Balcarce, un joven argentino, hijo del general Antonio González Balcarce, que había fallecido en 1819. Mariano se desempeñaba en la legación argentina en París. Sobre su yerno -le contaba por carta a su amigo O’Higgins- que “su juiciosidad no guarda proporción con su edad de 24 años; amable, instruido, aplicado, ha sabido hacerse amar y respetar de cuantos lo han tratado”,
Mariano Balcarce, el yerno del Libertador.
Entre cuidados y atenciones nació el amor entre la pareja, se casaron y se embarcaron hacia Buenos Aires. El propio San Martín estuvo por acompañarlos, pero no se sentía del todo bien.
San Martín había abandonado Buenos Aires en compañía de su pequeña hija, a quien criaba su suegra Tomasa de la Quintanilla desde que había fallecido Remedios, y el 23 de abril de 1824 desembarcó en El Havre con ella. Como le encontraron paquetes de diarios anti monárquicos destinados a distintos amigos y conocidos que vivían en Europa, no lo dejaron ingresar, y debió seguir viaje a Inglaterra. En Londres, su hija permaneció como pupila primero en el Hampstead College y luego en un colegio de monjas, mientras su papá se estableció en Bélgica, donde escribiría en 1825 las famosas máximas para su hija.
Luego de un frustrado retorno a Buenos Aires en 1829, en el que no quiso desembarcar, volvió a Europa. En Francia adquirió una casa en la calle Provence nº32, donde vivió con su hija y con su fiel criado, Eusebio Soto. En 1834 adquirió una casa de campo de tres plantas en un terreno de una hectárea, en Gran Bourg, a treinta kilómetros de París. Allí solía pasar desde Semana Santa hasta el día de los difuntos.
La residencia que ocupó San Martín en Grand Bourg.
Pepita
En 1836 volvieron Mercedes y Mariano y el 14 de julio de ese mismo año nacería la protagonista de esta historia: Josefa Dominga. Su primer nombre fue en honor a su abuelo materno; el segundo, por su abuela paterna. En la familia le decían Pepita.
Desde el día mismo de su nacimiento, abuelo y nieta tuvieron un vínculo especial. Fue San Martín el que personalmente la inscribió en el registro civil de Evry-sur-Seine. Y quien la dejaba jugar, a gusto y placer, con las medallas que había ganado, en la época que combatía a Napoleón, en las filas del ejército español.
La revolución que estalló en 1848, que provocó la renuncia del rey Luis Felipe I y que dio paso a la Segunda República, lo convenció a San Martín de buscar ámbitos más tranquilos. Ese lugar fue Boulogne sur Mer, una población costera frente al Canal de la Mancha. Alquiló un segundo piso de una vivienda en el número 5 de la rue Grande en Boulogne-sur-Mer, propiedad de Henry Adolphe Gerard, abogado, periodista y además el biblotecario del pueblo. Se haría amigo de San Martín.
Boulogne sur Mer, el último lugar donde vivió el Libertador y su familia.
El general, nacido en Yapeyú moriría allí el sábado 17 de agosto de 1850, a las 15 horas.
El Petit Chateau
Cuatro años más tarde, Mariano Balcarce adquirió, en el pueblo de Brunoy, a veinte kilómetros de París, una mansión que había pertenecido, entre otros, al conde de Provenza, hermano de Luis XVI y quien luego sería el rey Luis XVIII. Desde tiempos inmemoriales, era el “Petit Chateau”. A lo largo del tiempo, había sufrido varias modificaciones, especialmente cuando fue parcialmente destruida durante la Revolución Francesa.
En 1861, a los 27 años, murió la otra nieta de San Martín, María Mercedes. La sepultaron en una bóveda en el cementerio de Brunoy y también llevaron los restos de su abuelo. Ese mismo año, Josefa se casó con Eduardo María de los Dolores Gutiérrez de Estrada y Gómez de la Cortina, embajador de México en Francia. No tendrían hijos.
Mercedes, la hija de San Martín, que había nacido en Mendoza en 1816 cuando su papá era gobernador de Cuyo, que fue testigo de la enfermedad y agonía de su mamá Remedios y que fuera cariñosamente malcriada por su abuela, falleció en 1875; su esposo Mariano lo haría diez años después.
La memoria de San Martín
Josefa y su marido estuvieron el 21 de abril de 1880 en El Havre, despidiendo los restos del Libertador, que el vapor Villarino llevaría a Buenos Aires. Lo primero que hizo Josefa fue donar la valiosa correspondencia de su abuelo a Bartolomé Mitre, y cedió el mobiliario que le había pertenecido al Museo Histórico Nacional. Lo hizo junto con un croquis, en el que detallaba la disposición de los muebles de la habitación donde había fallecido. Eso permitió recrear el ambiente, tal como se lo puede contemplar en la actualidad.
El Petit Chateau, en una pintura de la época en la que pertenecía a la realeza francesa.
Un hospital para la guerra
Cuando Josefa enviudó en 1904, modificó el Petit Chateau, donde vivía. Había creado, a fines del año anterior, la “Fundación Balcarce y Gutiérrez de Estrada”, que llevaría adelante un hogar de ancianos y un centro asistencial para los más necesitados. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, transformó su casa y asilo en un hospital. La asistieron en esta tarea las hermanas de la Congregación de la Sagresse.
Trabajaba a la par que todos. Hablaba varios idiomas, como el inglés, italiano, alemán, griego y latín. Y por supuesto el español, a pesar de que nunca conocería Argentina, al que se refería como “nuestro amado país”.
La dirección médica de lo que durante la guerra fue el Hospital Auxiliar Nº 89, empezó a funcionar el 14 de octubre de 1914, y estuvo a cargo del cirujano jefe Dr. Jules León Ladroitte.
Constaba de 50 camas, dos modernos quirófanos, y salas de esterilización, laboratorio y radiología. Por la proximidad con el frente de batalla, atendían tanto a heridos franceses como alemanes. Lo único que Josefa preguntaba era “¿Están heridos? Entonces, ¡éntrelos!”
El problema fue cuando Alemania inició la segunda gran ofensiva del Marne, entre julio y agosto de 1918. Los franceses evacuaron toda el área, que comprendía a Brunoy. Aun así, Josefa no quiso irse.
Cuando la guerra terminó, recibió del gobierno francés la condecoración de la Legión de Honor y además fue distinguida por la Cruz Roja. Se había ganado la admiración de los soldados que se habían atendido en ese hospital, que volvió a ser asilo de ancianos. En su testamento, lo cedió a la Sociedad Filantrópica de París.
Daguerrotipo de San Martín, tomado un par de años antes de su muerte.
La casa de su bisabuelo, que estaba en la esquina de las actuales Perón y San Martín en el microcentro porteño, la donó al Patronato de la Infancia. Josefa murió en Brunoy el 17 de abril de 1924. Tenía 87 años. Tanto ella como su abuelo son ciudadanos ilustres de la ciudad y una calle lleva el nombre de ella.
Cuando se trasladaron los restos de sus padres y hermana a Mendoza, en 1951, el gobierno francés se negó a la repatriación de los de Josefa. Porque ellos consideran que es un heroína nacional que merece descansar en la tierra en la que nació y vivió. Ese mismo suelo que había sido refugio de su ilustre abuelo que, de chica, la dejaba jugar con sus medallas.

UN BELLO PASEO POR LOS MUSEOS DEL MUNDO

Las páginas oficiales de los museos y galerías de todo el mundo y el portal de Google Arts & Culture permiten realizar visitas virtuales y exhibiciones online. 
La cultura no se detiene: 10 museos para visitar mientras estás en casa
Museo del Prado / Brian Snelson
Una de las mejores maneras de superar el confinamiento en casa a causa de la crisis por el coronavirus es aprovechar el tiempo con las visitas virtuales a algunos de los museos más interesantes del mundo. Estos son museos que ofrecen recorridos virtuales o que ponen sus colecciones en línea, que albergan obras maestras.
Las páginas oficiales de los museos y galerías de todo el mundo y el portal de Google Arts & Culture permiten realizar visitas virtuales y exhibiciones online.
Desde el Museo del Prado, al Británico de Londres o el Guggenheim de Nueva York.
British Museum, Londres (Reino Unido)Ham / CC BY-SA
Hermitage, San Petersburgo (Rusia)randreu / CC BY
Museo del Louvre, París (Francia)Benh LIEU SONG (Flickr) / CC BY-SA
Museo Arqueológico de Atenas (Grecia)English: Taken by the uploader, w:es:Usuario:BarcexEspañol: Tomada por w:es:Usuario:Barcex / CC BY-SA
Pinacoteca di Brera, Milán (Italia)Stefano Stabile / CC BY-SA
Museo del Prado, Madrid (España)Brian Snelson / CC BY
National Gallery of Art, Washington (EEUU)AgnosticPreachersKid / CC BY-SA
Metropolitan Museum, New York (EEUU)Sracer357 / CC BY-SA
Galeria Uffizi, Florencia (Italia)Michelle Maria / CC BY
Museo Vaticano, Ciudad del Vaticano

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Asignación justa de recursos médicos escasos en tiempos de COVID–19
COVID–19 es oficialmente una pandemia. Es una nueva infección con manifestaciones clínicas graves, incluida la muerte, y ha alcanzado al menos países y territorios. Aunque el curso nal y el impacto de Covid-19 son inciertos, no solo es posible sino probable que la enfermedad produzca su ciente enfermedad grave como para abrumar la infraestructura de atención médica. Las pandemias virales emergentes “pueden colocar demandas extraordinarias y sostenidas en los sistemas de salud pública y de salud y en los proveedores de servicios comunitarios esenciales”. Tales demandas crearán la necesidad de racionar equipos e intervenciones médicas.
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AUTORA Y LECTURAS RECOMENDADAS,


La realidad quiebra el espejo del relato
Un hecho editorial para celebrar: la publicación a. c. (antes del coronavirus, claro) de un libro que tiene en cuenta el análisis del discurso desde la doble y valiosísima perspectiva de una especialista en los saberes filosóficos sobre la materia, que además entiende el periodismo porque lo ha practicado (única manera, por otra parte, de conocer cabalmente este oficio; un periodista con diploma, pero sin experiencia en una redacción, acaso sea lo más parecido a un médico que nunca pisó un hospital ni tuvo que curar a ningún paciente).
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En
Había una vez algo real (Mardulce), Ivana Costa, doctora en Filosofía y periodista cultural, afirma, por ejemplo -y ya desde el prólogo- cosas como esta: "El giro lingüístico -la visión de que los hechos reales no son sino construcciones del lenguaje y de que no hay realidad que no se reduzca, en última instancia, a discurso, a relato- nos sorprende con su agudeza, y resulta convincente dentro del aula o en la torre de cristal de la teoría, pero no nos deja completamente satisfechos. En cuanto salimos de ese marco seguro que proporciona la academia, en todos los demás aspectos de la vida los hechos y la realidad reaparecen: relatados, sí, pero también con una fuerza de convicción que vuelve a hacer patente su naturaleza extralingüística. Por eso todavía buscamos narrativas fiables sobre los hechos: para interpretarlos, comprenderlos, transformarlos, aunque inevitablemente debamos hacerlo dentro de una esfera lingüística".
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Para el lector de a pie, esto puede parecer una verdad tan clara y evidente que no merece discusión. Sin embargo, quien haya intentado alguna vez articular los saberes prácticos del ejercicio periodístico con algunos supuestos saberes teóricos que se prodigan en claustros universitarios, reconocerá en aquel relativismo (a veces propalado de manera ingenua; otras, malintencionada) el vitriolo con el que se quiere corroer la labor de prensa. Lo explica Costa: "Una de las consecuencias más penosas de reducir todo a relato es que convierte la tarea periodística en algo ilegítimo".
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Lo que sigue es una recorrida tan erudita como didáctica (la autora es docente de Historia de la Filosofía Antigua en la UBA), y siempre apasionante, por "la manera en que históricamente se fueron conformando las narrativas" cuyo objeto son los hechos reales; desde la Grecia presocrática hasta el presente infestado por el virus imparable de las fake news . La obra es, también, una indagación acerca de lo que la humanidad ha ido entendiendo por "ficción" y "realidad".
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Hacia el final del libro Costa propone un "antídoto contra el escepticismo" y la desconfianza que a menudo despiertan en el mundo actual las "narrativas de sucesos reales": básicamente consiste en que quienes las practican adhieran abiertamente a "criterios de verdad y a normas de objetividad que permiten grados crecientes de certidumbre". Y concluye: "Una frase tan embustera como 'la objetividad no existe' posiblemente solo se escuche en algunos claustros de ciencias sociales o humanidades, o en algunas escuelas de periodismo. Es una gran ingenuidad teórica, cuyos perjuicios debe asumir luego la práctica. Las ciencias no tienen complejo de inferioridad respecto de la verdad y de la objetividad (esto es, la realidad a la que humanamente accedemos), de lo que surge de procedimientos controlados por la metodología".
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Indagación, puesta a prueba, comprobación, conjetura que no pretende ser traficada como conclusión necesaria, opinión informada, basada en el conocimiento y en el razonamiento hecho de buena fe, seguirán siendo herramientas fundamentales para cultivar con nobleza las "narrativas de sucesos reales" o, más modestamente en lo que nos concierne, el periodismo.

V. CH.

NADA MEJOR QUE UN BELLO CUENTO


Los Cuentos Mágicos de la Abuela Eli
Abuela Eli cuenta la historia sobre el amor, la confianza y la amistad llena de magia.
https://www.youtube.com/watch?v=HX_L2fgq4o0&t=11s
La historia de una niña huérfana que siguiendo a su corazón, logra una vida llena de amor, confianza y amistad.


YOUTUBE.COM
Los Cuentos Mágicos de la Abuela Eli - Clara y el orfanato
Más información

HISTORIAS DE ARTE Y ARTISTAS,


Ian Cheng, el artista que crea obras vivas con inteligencia artificial
Detalle de Emisarios, trilogía de Ian Cheng
Una comunidad arcaica vive en armonía al pie de un volcán, hasta que la Tierra comienza a temblar. El cráter en erupción despide una piedra que golpea la cabeza de una niña, y ella asume la misión de convencer al resto de evacuar el territorio para no morir.

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Así comienza Emisarios , trilogía del artista estadounidense Ian Cheng comprada por el MoMA . Una obra viva , en constante cambio, poblada de personajes con inteligencia artificial . Una videoinstalación imprevisible e infinita, que permite observar cómo se modifica el comportamiento cuando lo familiar choca con lo desconocido.
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"Tomé muchas drogas psicodélicas, y eso fue importante para mi trabajo como artista. El LSD me abrió una nueva manera de ver el mundo, una visión sensorial sin categorías, como la de un bebe. Me permitió explorar los límites, otras formas de ser", dijo Cheng semanas atrás en Madrid ante decenas de coleccionistas, cuando la Fundación Sandretto Re Rebaudengo y el prestigioso curador Hans-Ulrich Obrist presentaron los tres videos en paralelo a la 39a edición de ARCO . De ahí surge, explicó, su deseo de concretar un proyecto aún más audaz: "fabricar drogas para explorar espacios neurológicos".

Nacido en Los Ángeles en 1984, de chico solía ver varias películas por día. Tras estudiar Arte y Ciencias cognitivas, se dedicó a la animación y llegó a integrar el estudio de efectos especiales de George Lucas. Pero algo faltaba. En su afán de aportarle vitalidad a un trabajo que no dejaba lugar a la improvisación, decidió abandonar toda voluntad de control y crear "videojuegos que se jugaran a sí mismos".
En 2012, comenzó a realizar simulaciones de realidades en permanente cambio. Luego le agregó narrativa, con la intención de aportarle algún sentido al caos. No solo fue el origen de la mencionada trilogía, sino también de BOB (iniciales en inglés de bolsa de creencias), una criatura virtual que evoluciona a medida que interactúa con su audiencia a través de una aplicación.
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Cheng comparó con Pinocho a este Tamagotchi con forma de serpiente, presentado como "arte con un sistema nervioso" en la Serpentine Gallery de Londres y en la neoyorquina Gladstone. "El arte puede ser el portal que nos permita enamorarnos de la complejidad", dice el artista, admirador de BTS . "Me inspiran porque aluden en sus canciones a las teorías de Jung", señaló sobre la banda de K-Pop que conecta la música con la psicología y el arte contemporáneo, en un mundo cada vez más parecido a la ciencia ficción.

C. CH.

CONSEJOS TECNOLÓGICOS


Distanciamiento, clases virtuales, el retorno del teletrabajo y un poco de nostalgia geek
De la pandeia podríamos salir fortalecidos, pero también cambiados; en la imagen, un clásico de clásicos que ahora es software libre: Micropolis. Vintage, pero sigue siendo genial
Hasta ahora, el distanciamiento social no me viene causando demasiados trastornos. Un poco por suerte y otro poco porque tocaba, había hecho una compra preventiva poco antes de que se dictara el aislamiento. Preventiva no contra la pandemia , sino contra la inflación. Ya saben. Pocos instrumentos financieros más eficientes que el aceite, por poner un ejemplo. O el alcohol, ya que estamos.
A eso debo sumarle una biblioteca vasta, mi huerta, mi cocina, la música, que aquí suena prácticamente todo el tiempo, y alguna que otra película, aunque prefiero leer. ¿Jueguitos? No me alcanza el tiempo para tanto, incluso estando así guardado, pero debo decir que descubrí Micropolis en la tienda de aplicaciones de Ubuntu .
Es el primer SimCity -ataque de nostalgia inminente, prepárense-, cuyo código fuente la compañía Maxis donó en enero de 2008 bajo la Licencia Pública General (lo convirtió en software libre, en otras palabras), en especial para que se usara en el programa One Laptop Per Child . Esta simulación de una ciudad fue obra del genial Will Wright, autor también de Los Sims y del incomparable SimEarth. SimCity fue lanzado en 1989, para que se den una idea de lo viejo que es esto, y sin embargo me enganché sin poder evitarlo durante un buen rato.
Porque Murphy nunca falla -lo que es de por sí una contradicción o una paradoja-, justo cuando más la necesitábamos, se nos murió la placa de video de la computadora con la que vemos películas y series, situación que nunca había experimentado antes . He visto romperse discos duros (externos e internos), placas de sonido y hasta monitores. Mi primer pantalla, hace muchos, pero muchos años, fabricada por la que entonces era una segunda marca (a mucha honra) y hoy es un gigante de la industria, duró solo 10 minutos. Luego de eso, produjo un estampido sordo y empezó a echar humo por la parte de atrás. Era mi primera computadora personal. Eso es empezar con el pie izquierdo (aunque me lo cambiaron al día siguiente).
En fin, nunca me había fallado una placa de video. Cierto es que esta pobre soportó durante tanto tiempo un régimen de trabajo tan feroz que estaba pasada de vida útil. Antes de que lo pregunten, no, no fue el ventilador. Seguía rotando sin problema. Tampoco era el slot, el enchufe donde van las placas de expansión en una PC (ya sé, esta jerga suena a 1995); dado el aislamiento, fui a mi desván tecno, rebusqué en los cajones, y encontré otra tarjeta compatible. Funcionó.
Sí es cierto que el aislamiento me hizo atravesar algunas nuevas experiencias, con suerte desigual. Estamos trabajando mucho de forma remota, pero los periodistas nos adaptamos muy rápido a las circunstancias extraordinarias; básicamente, porque las circunstancias extraordinarias son lo que en un diario llamamos "noticias". Así que los diversos equipos nos alineamos en un santiamén y entre WhatsApp y herramientas especiales de trabajo a distancia seguimos haciendo nuestra labor . A la vez, y estoy seguro de que nos viene pasando a todos, echo de menos estar en la Redacción. Me crié en un diario, como ya he contado, y por lo tanto este vínculo afectivo no es ni caprichoso ni inesperado. Ni tampoco trivial.
Donde me sentí un poco extraviado fue con eso de impartir clases virtuales en la universidad . Al principio, confieso, me resistí a capa y espada, pero una conversación oportuna con una persona muy inteligente me hizo cambiar de opinión. O, para ponerlo más claro, recular en chancletas. Y allí fui al aula virtual, una plataforma web que funcionó más que bien.
En este caso, hay cosas que se pierden, pero también otras que se ganan. Le voy a dedicar, cuando haya dado más clases (y espero que no sean muchas, porque prefiero toda la vida el aula real), algunas reflexiones. Para no dejar esto tan inconcluso, diré que la experiencia fue mucho mejor que la que había esperado. Lo que me lleva a otra cuestión sobre la que estuve meditando.
Por obvias razones, el aislamiento es un dolor de espalda desde todo punto de vista, excepto el más importante en este momento, el de contener la pandemia. Así que quédense en sus casas hasta que pase la tormenta, no es broma . Pero el parate va a tener consecuencias muy fuertes en la economía. Aquí, un excelente análisis de José Del Río al respecto .
Además, y aunque no lo notemos en el corto plazo, también va a reubicar muchas piezas en el tablero. El teletrabajo, una práctica muy común en las multinacionales, posiblemente vaya a extenderse más allá de la pandemia . Hasta ahora estaba mal visto en unos cuantos ámbitos (y es impracticable en otros), pero lo cierto es que durante estos diez días en que no he salido de casa evité manejar más de 550 kilómetros.
Eso me hizo consumir menos nafta (algo así como 38 litros), lo que constituye un ahorro para mí, pero es nocivo, a gran escala, para la industria del combustible. Ahora bien, más importante es que evité casi dos horas por día (promedio; depende del día) de traslados. De pronto obtuve 14 horas de tiempo libre o de productividad, elijan lo que más les guste. Estoy dejando afuera tres jornadas del fin de semana, incluida la de hoy. Catorce horas es mucho; casi dos jornadas laborales completas.
¿Vieron todo eso que uno nunca hace porque no tiene tiempo? Bueno, advertí muy pronto que gran parte de ese tiempo está en los traslados. Para muchas personas estos números son todavía más grandes.
De modo que, en mi opinión, y como me decía el otro día mi médico (por teléfono), vamos a salir fortalecidos de la pandemia, pero también -agrego- vamos a salir cambiados. Eso, si nos comportamos como ciudadanos responsables.

A. T.

MIEDO Y SOLIDARIDAD


De los temores más profundos al coraje de la solidaridad
Al ser invisible y viajar en el cuerpo del prójimo, el coronavirus activa un sentimiento de incertidumbre que despierta miedos hondos y atávicos
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Le tememos a lo desconocido. Es decir, a casi todo. Sabemos algo de la Tierra que habitamos y del tiempo que nos es dado pasar en ella. Más allá de los márgenes de ese tiempo, lo desconocemos todo. No sabemos de dónde venimos al nacer, si es que hay un antes, y no sabemos adónde iremos en caso de que haya un después. La inmensidad de lo desconocido, tal como esa oscuridad absoluta que no podíamos soportar de chicos, representa una amenaza, un riesgo. Sin embargo, el riesgo es una condición esencial de la existencia. Vivir es estar expuesto. Somos vulnerables. Aunque a veces, subidos a la suficiencia del poder tecnológico, lo olvidemos. De allí que los miedos, en sus distintas formas, sean algo así como una segunda naturaleza que aflora cada vez que algo externo a nosotros pone en jaque nuestra integridad o nuestra supervivencia. En estos días, la humanidad entera está recorrida al unísono por este sentimiento del que no habría por qué avergonzarse, pues bien encauzado, utilizado como parte del sistema defensivo (individual y de la especie, dos caras de una sola moneda), permite ofrecer una reacción lúcida ante la amenaza que se presenta.
Además de ser una emoción que se suele ocultar, acaso confundiéndola con la cobardía, el miedo puede llevar a la parálisis. También, a una reacción diametralmente opuesta. Las largas colas de changuitos repletos en los supermercados y las peleas desesperadas por quedarse con los paquetes de papel higiénico o los frascos de alcohol en gel, junto con la imagen de las góndolas vacías, se repitieron en decenas de países. En esos casos, quizá como un reflejo atávico, el miedo viró en pánico. Y, emancipado de la realidad, el pánico convocó el fantasma del apocalipsis y anuló así toda posibilidad de respuesta racional y efectiva.
Miedo y angustia no son lo mismo. Los filósofos Charlotte Casiraghi y Robert Maggiori establecen las diferencias: "Ambas están sostenidas por la inquietud, pero se diferencian por el carácter indeterminado de la amenaza en la angustia, cuya causa cuesta elucidar, porque nos demora en la reflexión de nuestros temores y deseos, mientras que el miedo enfrenta un peligro que juzgamos inminente, pues la amenaza es clara y real, aunque incierto su resultado", escriben en Archipiélago de pasiones. El virus que mantiene en vilo al mundo es tan claro como real, especialmente para los de mayor edad, pues su contagio en estos casos puede resultar letal. Pero también, al ser invisible y viajar de incógnito en el cuerpo del prójimo, al propagarse en una pandemia silenciosa de alcances todavía desconocidos, activa en la gente un sentimiento de incertidumbre que provoca un temor más indeterminado y corrosivo.
Ese desasosiego por la fisonomía inasible del mal, y el miedo que despierta su avance, viajan también a través del sistema mediático de la Web, con las redes sociales al rojo. La necesidad de dar cifra y rostro a la amenaza mediante relatos y versiones particulares, autorizadas o no, provoca una suerte de gran catarsis colectiva que busca, precisamente, conjurar el miedo. Sin embargo, el ida y vuelta que la gente establece desde las redes con las noticias e historias que publica la prensa se convierte al mismo tiempo en una usina de temores que, en lugar de esclarecer, muchas veces enturbia la realidad. La cultura digital no tolera el vacío. Hoy el vacío que dejan muchas preguntas que aún no tienen respuesta se llenan con rumores y conjeturas de imposible verificación, cuando no con fake news deliberadas. Así, la suma de "relatos" que se multiplican en progresión geométrica como un virus impactan ya no en el universo inmaterial y despersonalizado de la Web, sino en el orden real de nuestros propios cuerpos físicos, inoculándoles más miedo. Pero todo tiene otra cara: la velocidad a la que hoy viaja la información permite tener una dimensión de la pandemia en tiempo real, y en consecuencia los distintos gobiernos pueden tomar medidas de prevención con los últimos datos disponibles a nivel global y a la luz de la experiencia de otros países.
El virus viaja de una persona a la otra y eso despierta el miedo al otro. Ese temor natural se adivina en la incomodidad que se interpone en las relaciones presenciales cotidianas que, aunque restringidas por el distanciamiento, se mantienen por fuerza mayor. Sin embargo, que el virus se transmita como lo hace sugiere que todos somos un solo cuerpo o partes interdependientes de un solo cuerpo (incluso en el sentido más literal: globalización mediante, el hombre que come murciélagos en China los come por todos).
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 A causa de la pandemia, estas partes ahora tienen que tomar distancia, separarse, para evitar el contagio y la propagación del mal. Deben aprender a estar solas. En tiempos de conexión virtual, el virus nos obliga a estar desconectados en la dimensión real. Cuando la vida y el comportamiento humano se han automatizado mediante el frío compás que imponen los algoritmos, en una conexión mecánica y sin alma centrada en el consumo, el aislamiento forzado es una oportunidad para revalorizar la empatía y el calor de un abrazo real, ese que ahora falta. La otra cara: esa conexión virtual es también la que nos permite estar cerca de aquellos que queremos y están lejos; en días de cuarentena, además, ofrece la posibilidad de seguir adelante con nuestras tareas.
Hay otra causa profunda del miedo en estos días. Más allá de sus efectos concretos, el virus se ha transformado en la representación de aquello que más tememos: la muerte. Desconocemos ese gran misterio y solemos darle la espalda, negándolo. La confianza ciega en el poder del hombre y su técnica ha despertado la absurda ambición de suprimirlo. Algunos lo intentan entregándose a los estímulos epidérmicos del presente instantáneo. Otros, como algunos gurúes de Silicon Valley, apuestan a la tecnología para alcanzar la fórmula de la inmortalidad, reactualizando así algunas lecturas del mito de Prometeo, aquel que quiso robar el fuego sagrado de los dioses para dárselo a los hombres. El virus le recuerda al hombre su condición vulnerable. También, que es parte, y no dueño o amo, de algo que está por encima de él y lo contiene acaso como una especie más, en un delicado equilibrio que no debe romper.
A los miedos se los vence enfrentándolos. Al mismo tiempo que hacemos lo posible para preservar y salvar vidas -desde quienes respetan el distanciamiento y la cuarentena hasta los trabajadores de la salud que luchan en la trinchera-, no está mal recordar nuestra condición de huéspedes del tiempo. Al menos, es un antídoto contra la soberbia y la megalomanía. "Un hombre libre no piensa en nada menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida", escribió Baruch Spinoza. En esta apuesta por la vida, que no niega la muerte, está la clave para afrontar ese miedo mayor.
Más acá, la buena información es otra clave para evitar el pánico. Conocer, dar rostro y contexto a las cosas, ayuda a mantener a raya los desvaríos de la imaginación. Lo hizo por ejemplo el periodista y científico Javier Sampedro en un análisis publicado en el diario El País, donde recordó una regla que manejan los epidemiólogos en esta crisis: 80/15/5. Puede que el 80% de la población se infecte, señala Sampedro. "Para ellos, la enfermedad será tan leve que ni le prestarán atención más allá de un ocasional paracetamol . El 15% puede sufrir neumonía y necesitará tratamiento. Y el otro 5% tendrá que ingresar en la unidad de cuidados intensivos". El objetivo es aplanar la curva de contagio para evitar que ese 5% necesite ayuda en un período concentrado de tiempo, lo que desbordaría el sistema sanitario. "Tu aislamiento no es para ti, sino para los demás. Pórtate bien", interpela Sampedro a todos.
Hay que evitar el contagio del pánico. Y al miedo, hay que responderle con el coraje de la solidaridad.

H. M. G.

EL HOMENAJE DE ALFREDO SÁBAT


La credibilidad necesaria para hacer brotar una carcajada con un dibujo
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Alfredo Sábat

Alos 8 años conocí a Astérix. En las páginas de la revista Anteojito anunciaron la colección “Nueva Historieta” y su primer lanzamiento, el libro La Hoz de Oro. Para entonces yo venía con tinta en las venas de fábrica y ya había arrancado con los libros de Mafalda y Tintín. Así que entré en la historia de unos antiguos galos que resistían al Imperio Romano con astucia, porrazos y mucho humor.
Con Astérix descubrí algo nuevo: que la carcajada podía venir de un dibujo rico, detallado, expresivo y hasta históricamente documentado. Los dibujos de Astérix y Obélix (a diferencia de los de Lucky Luke o Iznogud, otros lanzamientos de la misma colección que tenían el mismo guionista) nunca representaban un personaje equis en un lugar intercambiable: eran personajes creíbles en un sitio específico. Era, por ejemplo, Gracus Pleindastus, igualito a charles Laughton. Era Roma, con sus mármoles veteados. Era la antigua París, o Lutecia, con embotellamientos aún 50 años antes de cristo. Podemos discutir, como con el huevo o la gallina, qué vino primero en esa risa, si el texto de René Goscinny o el dibujo de Albert Uderzo. Juntos llegaron a niveles de genialidad que, con la desaparición de Goscinny, en 1977, ya no se repitieron. Pero la credibilidad necesaria para esa risa la dio Uderzo. A eso sumémosle un don para la narración visual que en muchos casos era el remate del chiste, o mejor todavía, el chiste en sí mismo.
Los estudiosos dirán cuánta influencia hay de Walt Disney o hasta de Patoruzú en esos dibujos (dicen que el grandote y panzón Obélix es una referencia a Upa, a quien Goscinny conoció en su juventud en Buenos Aires). Lo que es seguro es que muchos de sus cuadritos se grabaron en mi memoria y me influyen al día de hoy: cleopatra llegando de visita “informal” en una carroza con forma de esfinge arrastrada por cientos de esclavos, cada uno con su expresión individual (a todo esto, cuando los egipcios hablaban, sus globitos eran jeroglíficos). Astérix pegando un mamporro a un romano, cuyas sandalias quedaban en el piso mientras el romano entraba en órbita. Obélix comiéndose un jabalí entero como si fuera una galletita, dejando los huesos pelados en el plato.
Ayer nos enteramos de que Albert Uderzo, el autor de esos recuerdos, nos dejó a los 92 años. Ya lo sabemos: quien deja una obra vence a la muerte. Quien lo hace y además deja una carcajada, también vence a la tristeza.

AUTOR Y LECTURA RECOMENDADA,


El colgajo, de Philippe Lançon
Sobrevivir a la masacre de Charlie Hebdo
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"Nada de lo que te dicen es, cuando entras en un mundo en el que lo que es no puede en verdad decirse", afirma en El colgajo Philippe Lançon (Vanves, 1963), uno de los sobrevivientes del atentado contra el semanario satírico Charlie Hebdo , que se produjo en París el 7 de enero de 2015 y causó la muerte de doce personas. Esta frase enigmática intenta expresar la dificultad de narrar la terrible experiencia vivida. Su crónica, que se inicia con el ataque, abarca una larga y penosa estadía en el hospital. A lo largo de unos dos años el autor fue sometido a diecisiete operaciones para reconstruirle el maxilar inferior, que había sido despedazado.
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Pasó casi más de un mes antes de que pudiera volver a hablar y dos meses para que pudiera usar de nuevo la boca para comer. Hasta entonces se había alimentado exclusivamente por una sonda gástrica. Para la reconstrucción del maxilar le extrajeron un peroné y se lo insertaron en lo que quedaba de mandíbula, además de trasplantarle una vena, un trozo de arteria y piel de la pantorrilla.
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El escritor y periodista francés cuenta todo esto con un estoicismo prolijo y paciente. En su lenta recuperación lo acompañan la literatura, el cine y la música de Bach como bálsamos espirituales. El parte médico -junto con las sensaciones físicas y los vaivenes emocionales- ocupa el centro del relato, y las reflexiones socioculturales sobre el atentado son pocas ("No soporto los discursos antimusulmanes ni tampoco los discursos promusulmanes", se queja en un momento).

Habla del vínculo fundamental que establece con su cirujana y del apoyo afectivo de los suyos. Describe también los conflictos con una novia que tiene problemas de dinero y le dice ante su cara desfigurada: "¡Tus problemas solo son estéticos!".
El colgajo no busca transmitir el optimismo desmesurado de ciertos libros de autoayuda. La sobria entereza de Lançon contrasta con el voluntarismo vociferante de aquellos sobrevivientes "modélicos" -según su propia definición- que transforman "la superación de una desgracia en un show evangélico". Su testimonio es mucho más afín a la sensibilidad de Kafka, inspirador "de una forma de modestia y de sumisión irónica a la angustia". Precisamente de él cita, como si fuera una contraseña para iniciados, esta conclusión: "Solo en la muerte puede lo vivo conciliarse con la nostalgia".

EL COLGAJO
Por Philippe Lançon
Anagrama. Trad.: Juan De Sola. Anagrama. 443 páginas. $ 1950
F. F. 

lunes, 30 de marzo de 2020

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