Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina. Carolina Arenes y Astrid Pikielny. Sudamericana
La historia de la hija de un general de alto rango durante la dictadura fue el origen de Hijos de los 70. Hasta el día de hoy, cada foto, cada documental sobre aquellos años le produce un sobresalto: sabe que en algún momento, en medio de los rostros emblemáticos del régimen militar, también descubrirá el de su padre. El relato de su dolor, del difícil camino que la llevó de la negación a poder sentarse frente a él con las preguntas más difíciles ("¿Había matado? ¿Había estado alguna vez en los centros clandestinos? ¿Tenía información sobre los niños apropiados?"), nos reveló algo que no conocíamos y nos puso, sin saberlo entonces, en el camino de este libro: una indagación sobre las marcas que había dejado la peor tragedia política argentina del siglo XX en la generación siguiente, la de los hijos. Y no sólo en los hijos de las víctimas de la dictadura y de la Triple A, sino también en los hijos de quienes habían formado parte de la represión ilegal y en los hijos de otras víctimas, las de las organizaciones armadas.
Hijos de hombres y mujeres atravesados por la violencia política de los años 70, antes y después del golpe de Estado del que el mes próximo se cumplen 40 años. Hijos que defienden las razones de sus padres, hijos avergonzados, hijos que idealizan, hijos que rompen lazos, hijos que los visitan en prisión, hijos heridos por la muerte, hijos marcados por los rigores de infancias clandestinas, hijos que sostienen la palabra paterna, hijos que han pedido explicaciones.
¿Es posible tomar distancia de lo que hicieron los padres sin traicionarlos? ¿Es posible no hacerlo sin traicionarse a uno mismo? ¿Hasta dónde se siente autorizado un hijo a poner en discusión la verdad familiar?
La pregunta sobre el vínculo de esos hijos con sus padres encierra una clave que es singular -una suerte de diario íntimo de padres e hijos- pero que remite también a la clave más amplia de la memoria social. Historias mínimas de una historia nacional que aún produce "un pasado que duele". Lo que estos hijos pudieron hacer con el legado que les tocó en suerte es parte de lo que aparece en sus testimonios. Por detrás de las coordenadas políticas e ideológicas que estas memorias actualizan, algo de la transmisión entre las generaciones se pone en juego, el modo en que cada hijo, cada generación, toma la posta de las anteriores. En algunos casos para continuarla; en otros, para rechazarla o ponerla en discusión.
A Luciana Ogando, nacida en la maternidad clandestina del Hospital de Campo de Mayo durante el cautiverio de su madre e hija de un combatiente montonero fusilado por sus propios compañeros, le llevó mucho tiempo atreverse a preguntar. Temía lastimar a su madre. Hasta que entendió que no saber la estaba matando a ella.
Pero era un camino delicado. Luciana sabe que en el silencio de su madre hay algo más que la huella de un trauma, hay un gesto político: su madre teme que otros tomen su testimonio para dañar la memoria de la militancia (una memoria anclada muchas veces en el recuerdo idealizado de sus mejores rasgos -el compromiso, la entrega, los sueños colectivos- y no siempre dispuesta a revisar sus excesos de intolerancia y autoritarismo). Teme que su testimonio sea usado como un tiro por elevación contra los juicios. "Es un disparate -dice-. Nada le quita responsabilidad a lo que hicieron los militares." E intenta que esa prevención no le impida desmarcarse de la fidelidad que aún guarda su madre por sus ideales de la juventud.
Hijos con experiencias diversas que expresan matices de una historia frecuentemente pensada en blanco y negro. Hijos con posiciones muchas veces antagónicas, incluso irreconciliables, que sin embargo aceptaron un encuentro textual y, en ocasiones, mostraron disposición para escuchar otras razones sin ponerlas bajo sospecha por origen o filiación.
El escritor Félix Bruzzone, hijo de dos militantes del ERP desaparecidos, llega hasta el penal de Marcos Paz en el auto de Aníbal Guevara, vocero de la autodenominada agrupación "Hijos y nietos de presos políticos" al que había entrevistado para la revista Anfibia por una nota sobre hijos de militares y policías involucrados en la represión ilegal. Félix está trabajando en un libro sobre los condenados por lesa humanidad y Aníbal, que denuncia ilegalidad en los juicios y, en muchos casos, como en el de su padre, desvíos procesales que violan garantías constitucionales, oficia de guía e interlocutor en ese recorrido. Aníbal impugna los juicios; Félix, que impulsa la investigación de la Justicia para saber qué pasó con sus padres, los defiende, aunque acepta que en algún caso pueda haber arbitrariedades. No se obligan a ponerse de acuerdo, pero se escuchan, discuten y se asoman al dolor del otro lado.
Muchas de estas historias no se conocen. Hay poco registro del modo en que se miran y se piensan los hijos de los 70, los más jóvenes, miembros de una generación crecida y educada ya en democracia. Desde hace algunos años, se encuentran y se ven las caras en los recintos de la Justicia o en los pasillos de la política. Se ven celebrar un fallo o romper en llanto al escucharlo. Coinciden como padres de los grupos escolares de sus hijos. A la nieta de un empresario asesinado por la guerrilla de OCPO, en Córdoba, le toca entrevistar para un trabajo de la facultad a un hijo de padres desaparecidos, ex miembros de OCPO. El hijo de un militar acusado por delitos de lesa humanidad se levanta durante una de las audiencias para saludar con un apretón de manos al hijo de una víctima. Quería agradecerle, dijo, que nunca había alentado la hostilidad contra los familiares de los acusados.
Las historias de este libro conforman una memoria plural, polifónica, aunque se trate muchas veces de memorias en conflicto y, siempre, de una memoria inacabada. Un contrapunto de voces que en muchos casos corren los límites de lo que se puede decir sobre el horror de los años 70. Como si aquello que no se debe olvidar -los centros clandestinos de detención, la sistematización de la tortura, los desaparecidos, los niños apropiados, el crimen clandestino perpetrado desde el Estado- pudiera hacer lugar también, 40 años después, a nuevas preguntas. Las vivencias de algunos de estos hijos hacen visibles inquietudes poco conocidas, opacadas por la barbarie del terrorismo de Estado. Hijos que hablan del poco lugar que tienen en el discurso público y en las políticas de la memoria las víctimas de las organizaciones armadas. Hijos que hablan de la responsabilidad de la guerrilla. Hijos que hablan de la violencia oligárquica que reprimió a las mayorías populares y llevó al estallido de los años 70. Hijos que hablan de infancias expuestas a la violencia. Hijos que hablan del silencio de la sociedad, cuando no de la complicidad flagrante. Hijos que se preguntan si su padre torturó y si la crueldad puede ser hereditaria. Hijos que se han quedado muy solos por preguntar. Hijos que hablan de juicios sesgados por un interés político. Hijos que protegen a sus padres, y no al revés. Hijos que hablan de "reconciliación". Hijos que hablan de cómo se puede pedir "reconciliación" cuando todavía se oculta información sobre las víctimas.
Mientras tanto, la generación que heredó la tragedia convive con las heridas, a menudo se hace cargo de ellas y, muchas veces, da pelea en nombre de sus padres. En septiembre de 2010, en los comentarios on line de un diario de Mendoza, otra hija mostró el peso de esa herencia: "Hace tiempo me vengo preguntando dónde están los que, como yo, somos hijos de militares que si bien no participaron directamente en las situaciones de secuestro, tortura, apropiación de bienes y de bebés, han seguido apostando y trabajando para el Ejército en aquellos terribles años como si no pasara nada. Así vivimos y así retornó a nuestras vidas lo traumático de aquellos años, teniendo que pagar una deuda paterna que cargamos sobre nuestros hombros sólo por ser hijos de militares, y me pregunto: ¿por qué ese hombre bueno e inteligente que era mi papá, que nunca tuvo plata, que me enseñó a ser honrada, que me dejó estudiar psicología en la UBA, ¿por qué no se fue del ejército?"
Era esperable que los fantasmas del horror poblaran las noches de los hijos de las víctimas. Pero como un búmeran, o como el retorno de lo reprimido, los fantasmas de los desaparecidos pueblan también las noches de muchos hijos de militares, policías y civiles que aceptaron actuar al margen de la ley.

Y pueblan todavía las noches y los días de la sociedad argentina, 40 años después.
FRAGMENTOS
Félix Bruzzone. Viaje al mundo del otro lado
Ahí estaba él, flaquito como es, sus rulos, sus grandes ojos verdes, su sonrisa nerviosa. Uno más en la fila de las visitas para entrar al penal de Marcos Paz, al pabellón de lesa humanidad. Sólo que, a diferencia de los otros, Félix Bruzzone no estaba ahí para visitar a un familiar detenido sino para preguntarles a esos hombres, presos por violaciones a los derechos humanos, qué sabían sobre su madre y su padre. Aunque en realidad, ésa no era la pregunta inicial que lo había llevado hasta allí. No era eso lo que se dijo a sí mismo cuando empezó a hacer los trámites previos a la visita.
Hasta ese momento estaba seguro de que la ida al penal no tenía que ver con su condición de hijo de desaparecidos, de huérfano, sino con un nuevo proyecto de escritura. Después de las novelas Los topos, Barrefondo, Las chanchas, los cuentos reunidos en su libro 76 y en diversas antologías, Félix se acercó al mundo del otro lado, al de los otros hijos de los años 70 cuando, en mayo de 2014, a pedido de la revista Anfibia escribió, junto con el antropólogo Máximo Badaró, una nota sobre los hijos de detenidos por violaciones a los derechos humanos que se tituló "Hijos de militares, 30.000 quilombos". Uno de sus entrevistados fue Aníbal Guevara, vocero de la agrupación Hijos y Nietos de Presos Políticos e hijo del ex teniente coronel (RE) Aníbal Alberto Guevara, preso en Marcos Paz. De aquel encuentro para la revista Anfibia surgió en Félix esa idea de libro que lo terminaría dejando en el pabellón de lesa humanidad. Piensa en escribir un relato que reúna anécdotas de los juicios, polaroids de ese universo de hombres condenados.
La visita a Marcos Paz se concretó un lunes. Félix pasó el fin de semana previo como si no tuviera enfrente ese lunes extraño, fuera de cuadro. "Me estuve haciendo el boludo todo el fin de semana", escribió en su perfil de Facebook. No leyó, no tomó notas, no preparó la entrevista. Fue desnudo a ver qué pasaba.
Llegó a Marcos Paz en el auto de Aníbal Guevara. Después de la requisa, esperaron juntos el micro interno que los trasladaría al pabellón de lesa humanidad y fue Aníbal quien lo guió para hacer los trámites y quien lo iba presentando a los otros visitantes: "Él es Félix Bruzzone, sus papás están desaparecidos". Un saludo respetuoso, un abrazo fuerte, una disculpa. Sí, un hombre le pide perdón. Es Carlos Enrique Alsina, ex teniente coronel del Ejército (RE), le dice Aníbal. Está allí para visitar a su hermano, Gustavo Adolfo Alsina. Los ojos de Félix se ponen más redondos que de costumbre, la risita nerviosa otra vez. Gustavo Adolfo Alsina tuvo algo que ver con su padre, no sabe muy bien qué, pero de pronto se siente en estado de alerta. Conmovido y alerta.
Luis Quijano. La historia en primer plano
El abuelo gatea en la sala de su casa de Córdoba. Sobre su espalda ríe a carcajadas una de sus nietas y él, lleno de ternura, también sonríe. Ese hombre flaco, menudo, entrado en años y un tanto desgarbado que ahora hace las delicias de la nieta es Luis Alberto Cayetano Quijano, alias "Ángel", oficial de gendarmería nacional especializado en Inteligencia, integrante de los Grupos de Tareas del centro clandestino La Perla e imputado por 416 delitos: 158 privaciones ilegítimas de la libertad agravadas, 154 imposiciones de tormentos agravadas, 98 homicidios calificados, 5 imposiciones de tormentos seguidas de muerte y la sustracción de un menor de 10 años durante la represión ilegal en Córdoba.
Su padre gateando sobre la alfombra, entregado como un chico más al juego que hace feliz a la pequeña. Ésa parece ser la única imagen tierna que recuerda de ese padre Luis Quijano. De su infancia como hijo no le ha quedado nada. Nada bueno. Hoy sólo hay rabia y dolor. No porque considere que su padre haya sido un preso político del kirchnerismo o la víctima inocente de una política de derechos humanos arbitraria y vengativa, como creen tantos hijos de procesados por delitos de lesa humanidad. Todo lo contrario. Luis Alberto Quijano sabe de sobra que su padre fue un represor. Y dice que también fue un bandido, un delincuente, un pistolero que secuestró, torturó, asesinó y saqueó a sus víctimas durante la última dictadura militar.
No se lo contó nadie. No supo de esos crímenes a través de los testimonios que se conocieron en los juicios por la megacausa La Perla, en el Tribunal Oral Federal Nº 1 de Córdoba, a los que su padre sólo estuvo eximido de asistir cuando su salud ya se había deteriorado en serio. Nadie se lo contó. Luis Quijano, el hijo, asegura que él lo sabía desde antes, mucho antes, porque el gendarme hablaba de sus actividades en la mesa, mientras comían -hoy maté a uno, hoy maté a dos-, y porque, además, lo vivió en carne propia.
Cuando el hijo cumplió 15 años, el gendarme Quijano decidió que sería bueno para la formación del adolescente empezar a trabajar. Y qué mejor que hacerlo cerca de su papá. Así fue como lo sumó al Destacamento de Inteligencia 141 de Córdoba. (...) Era la mascota del grupo, recuerda el hijo, el único muchachito inexperto entre esos hombres envilecidos por la impunidad. Entre 1976 y 1977 el adolescente Quijano participó de cuatro operativos -iba armado, hacía de campana cuidando los coches- y pasó centenares de horas con una picadora de papel destruyendo documentación que la patota levantaba de las casas de sus víctimas: pasaportes, títulos universitarios, panfletos, documentos de identidad, fotografías, propaganda, títulos de propiedades, literatura "subversiva" de los militantes, parte de la cual el hijo rescató y todavía conserva.
Delia Lozano. La muerte que no encuentra lugar
Todos los caminos del recuerdo la conducen al mismo dolor: la muerte de su padre y el hecho de que no tenga lugar en las políticas públicas sobre la memoria. "Tanto dañaron los hijos de puta de los militares, tanto dañaron, que ni siquiera lo que la guerrilla me hizo a mí, a mi padre, a mi familia, puede encontrar un lugar."
Ésa es la herida persistente de la que habla: que la memoria de hoy se acomode a un rompecabezas hecho a medida de los militantes. Que no haya dónde ubicar las piezas que faltan, las que hablan del dolor que generaron las organizaciones armadas. A Delia la subleva que esa mujer, a la que está segura de haber reconocido en la pantalla, siga narrándose a sí misma sólo como la chica idealista que seguramente también fue, pero que no pueda reconocer públicamente que estuvo dispuesta a matar. "Si yo la hubiera escuchado decir al menos que fue una época de terror en la que hizo cosas que le dolió hacer, no me hubiera molestado tanto como esto." Lo que la indigna, vuelve a decir, es que a esta mujer hoy se la recuerde sólo como víctima. Que ella misma sólo hable de esa única parte de la verdad. "Es espantoso lo que le hicieron, no se lo merecía, nadie merece algo así; ella se hubiera merecido un juicio y un rótulo: asesina. No este no juicio y sólo este otro rótulo, víctima", vuelve a decir Delia, como olvidando que sí hubo un juicio en los meses que siguieron al crimen y que los mismos jueces de la dictadura no encontraron elementos para probar la participación de esa mujer en el asesinato. A veces fantasea con un encuentro improbable. Cree que le gustaría tener una conversación con esa mujer. Quizás imagina que tanto tiempo después y ya con más de 50 años, con una vida bien vivida pese a todo y madre de dos hijas, tendría la templanza necesaria para mirarla a los ojos sin odio. Aún tiene una enorme necesidad de entender cómo fue que aquella muchacha pudo matar sin remordimientos. ¿O tuvo remordimientos? Esas cosas le gustaría saber. No quiere silenciar su testimonio de víctima, pero le exige que pueda hablar del dolor que ella también generó. [(...]) "¿Quién le hizo la cabeza para que a los 20 años estuviera dispuesta a hacer algo así?"; "Matar a mi padre, ¿no le dolió, no sintió nada al matar a un hombre?". Eso le gustaría preguntarle. Incluso aunque no se arrepienta. Le alcanza con que no lo niegue más. Con que sume al rompecabezas de la violencia setentista esa pieza escamoteada en la que ella no era la víctima sino que había aceptado ser, en nombre de sus convicciones, victimaria de otros. De todo eso le gustaría hablar con esa mujer.

Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina. Carolina Arenes y Astrid Pikielny. Sudamericana
C. A. Y A. P
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