viernes, 6 de mayo de 2016

AMY WINEHOUSE...RÁFAGA


Sucedió todo tan aprisa. Como el destello de un relámpago en plena noche. Como quien precisa devorarse el mundo de un bocado. Como quien huye de sus propios demonios sin mirar atrás. La música fue para ella el modo de aferrarse a la vida. Escribió canciones de una sinceridad descarnada, el vivo retrato de sus miedos y sus demonios. Hay que atravesar la envolvente seducción que ejerce su voz -una expresión honda y lacerante, una herida abierta y sangrante como no se escuchaba, quizá, desde los viejos días de Billie Holiday- para asomarse a esas historias confesionales sobre el amor, el deseo y la pérdida. El miedo está ahí, dentro de ese cuerpo frágil y vulnerable, carcomiéndola toda, haciendo metástasis.


Amy Winehouse murió a los 27 años, el 23 de julio de 2011. Fue en su tiempo una de las voces más deslumbrantes en el territorio del soul y el jazz. Su corazón y su cuerpo no resistieron la extenuante sucesión de maltratos a los que los sometió desde que era una adolescente.
Descubrió la música escuchando discos de ese gran pianista que fue Thelonious Monk, y después llegaron ellas, Sarah Vaughan y Dinah Washington, dos negras fabulosas que, junto a la doliente Billie, habían llevado la interpretación femenina de jazz a una dimensión celestial. Amy no tardó en triunfar en un certamen que procuraba cazar talentos, y desde entonces todo se aceleró. Su voz inesperadamente madura ("es una muchacha habitada por un alma vieja", dijo alguien sobre ella) comenzó a conquistar legiones de oyentes que escucharon conmovidos sus historias. Eran historias escritas con las tripas. Amy las cantaba en la hoguera de los escenarios entregándose a un desgarrador striptease emocional.



Amy era una brasa encendida. El triunfo artístico, la aprobación de la industria y el aplauso del público la dejaron a solas con sus heridas. Abandonó los pequeños clubes de jazz, en cuya intimidad se sentía más cómoda, para presentarse ante grandes auditorios. Sufrió el acoso miserable de la prensa amarillista y consumió todo lo que tuvo a su alcance. Cuando llegó a una de las primeras (y fugaces) sesiones de rehabilitación, los médicos dijeron que habían encontrado en sangre un cóctel de alcohol, cocaína, heroína y crack. Cierta noche conoció en un bar a Blake Fielder y se enamoraron. Jugaron fuerte: vivieron el amor a su manera, dos desesperados, el abrazo de dos soledades bajo una montaña sofocante de anfetaminas y alcohol.



"El amor me está matando, de alguna manera", dice ella -sensible, quebradiza- en un pasaje de Amy, el documental que la muestra en carne viva que en pocas semanas competirá por el Oscar al mejor documental, dirigido por Asif Kapadia, que en estos días se puede ver en HBO. "Escribo canciones porque estoy mal de la cabeza. Tengo que hacerlo canción para sentirme bien", confiesa. La película abunda en filmaciones de sus presentaciones, videos hogareños y grabaciones encontradas. En sus momentos más difíciles, las cámaras la hostigan: las del periodismo inglés más cruel (los flashes de los fotógrafos restallando cada vez que sale a la luz pública, a la manera de Lady Di) y las que lleva su padre, el controvertido Mitch, a un retiro adonde quienes rodean a la estrella pretenden brindarle refugio y alguna serenidad.




Amy era jazz, pero rockeaba su dolor. Hizo cumbre en el mundo de la música con "Rehab", la bandera que plantó en esa cima y una ironía acerca de los intentos que muchos hicieron para que se recuperara. Ganó un Grammy con su álbum Back to Black. Y todo se precipitó. La industria quiso más, y allí fue Amy a Serbia para ofrecer un concierto al que se negó durante semanas. Salió a escena, el cuerpo empezó a temblar. El aullido de la multitud se transformó en un coro de reprobación.




Antes había logrado reunirse artísticamente con Tony Bennett, uno de sus ídolos de la infancia. Se encontraron en un estudio para grabar "Body and Soul". Amy interrumpió la primera toma, sintió que no estaba a la altura. Bennett la cobijó como quizá nadie lo había hecho antes.Cuando se enteró de su muerte, el viejo maestro le hizo justicia: "Fue una de las cantantes de jazz más auténticas que conocí -sentenció-, merece el mismo tratamiento que Ella Fitzgerald o Billie Holiday. Tenía un don extraordinario. Si estuviera viva, le habría dicho: no te apures, Amy, eres demasiado importante. La vida misma te enseña cómo vivirla cuando vivís lo suficiente"

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