Mi infancia en el campo había tocado a su fin. Trasplantado a la ciudad de Buenos Aires a los 6 años, mi espacio de naturaleza se había reducido a un patio exiguo y encajonado en el que había un cantero de calas, una vasta hiedra en la pared más sombría y una parra de uva chinche en el lado opuesto.
Es raro. Cuando uno es chico no se fija tanto en lo que ha perdido, sino en lo que todavía conserva. Luego, cuando crecemos, nos extraviamos en expectativas y ambiciones. Cierto, ya no tenía ni mi ciruelo ni mis correrías por esos pastos que, en la geografía de un niño, no conocían fin. El aire no olía a verde, sino a combustible, y los ruidos me perturbaban a diario. Pero al menos tenía mi parra, mi hiedra, mi cantero con calas y mi pedacito de cielo.
El silencio, en cambio, me eludía. Pasó bastante tiempo hasta que lo descubrí agazapado en el alba y, a contramano de una familia de noctámbulos, empecé a madrugar. Las clases se habían terminado y tenía todas las mañanas para familiarizarme con la tímida paz urbana.
No necesitaba despertador. Ese primer año en la ciudad había sido no sólo para estudiar los palotes y la cerosa aritmética, sino también para ubicar a mis viejos amigos. Algunos, como los benteveos, eran estentóreos y vistosos y di con ellos enseguida. Los gorriones también fueron fáciles, por su número. Al atardecer, la algarabía era atronadora. Cada tanto aplaudía con fuerza y los gorriones se callaban durante unos segundos; era, sentía, una forma de comunicarme con ellos. A los benteveos les imitaba el canto. No sé si alguna vez me respondieron, pero allí estaban, y me bastaba oírlos entre sueños para despertarme.
Entonces me vestía, salía al patio y me acostaba panza arriba sobre la mesa a ver pasar las sigilosas nubes y a respirar esa hebra de aire puro que se permite una metrópolis como Buenos Aires.
Tenía, por entonces, otra pasión: el flan. El desvergonzado flan casero con 12 huevos y mucha cobertura de caramelo. Una mañana, cuando mis pájaros me reclamaron, sentí un fuerte olor a azúcar quemada. Salté de la cama. ¿Quién se había puesto a cocinar un flan? La casa estaba oscura y en silencio. ¿Acaso mi abuelo? No. Mi abuelo estaría a esas horas barriendo la vereda y después abriría su bazar.
En pijama, corrí al patio. El olor a azúcar quemada inundaba el aire. Me quedé ahí, perplejo, tratando de calcular a cuántos flanes podía ser equivalente todo ese caramelo. Cientos. ¡Miles! Qué maravilla. Quizás en las grandes ciudades había una enorme Máquina de Hacer Flanes. ¿Cómo saberlo? Todo era descomunal aquí.
Entonces levanté la vista y vi los copos negros. Caían como una nieve maligna, una cellisca apocalíptica y ominosa. Descendían por doquier, lentos y pausados, y fue ésa la aurora más alucinante que me ha tocado vivir.
Al rato, mi padre abrió la puerta del patio y me encontró de pie, hipnotizado por ese cielo pálido del que caía la perezosa nieve negra. Me imagino que para él también fue una visión desconcertante, porque se quedó observándome un rato.
Luego me dijo:
-¿Vamos a ver el incendio?
-¿Cuál incendio, papá?
Esa madrugada, a unas pocas cuadras de casa, había ardido un enorme depósito de azúcar. Cuando llegamos, se esforzaban allí los bomberos, cuyas sirenas habían despertado a mi familia y habían acarreado a muchos vecinos hasta el siniestro. Para mí, en cambio, esa cacofonía no había tenido ningún significado.
Era la primera vez que presenciaba un incendio. El aire caliente elevaba los copos de azúcar carbonizada y la brisa de la mañana los dispersaba por el barrio. Con pena, durante varias horas, hasta que me explicaron lo que había ocurrido, supuse que aquella retorcida ruina humeante era todo lo que quedaba de mi imaginaria Máquina de Hacer Flanes. Pero no. Ni eso tenían en la gran ciudad.
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