Aniversarios
La leyenda del indomable
El Torino cumplió 50 años. Fue el auto más potente, caro y deseado. También recibía escupidas y bulonazos. Historia de un desarrollo nacional.
A fines de los 80 yo salía con una chica que jugaba al cestoball (antes llamado pelota al cesto) en el Club Ciudad de Buenos Aires. Eso fue lo más cerca que estuve del deporte y me permitió entrar a “Muni” sin carnet de socio. Ahí me hice amigo de unos pibes del equipo de waterpolo. Uno de ellos andaba en una cupé Torino blanca que era del viejo. Varias veces me subí a ese auto. Sonaba como ningún otro, y te dabas cuenta de que, aunque había dejado de fabricarse hacía ya varios años, la gente todavía lo contemplaba con admiración.
Cierta vez, el flaco levantó el capó y pude ver el nombre del motor estampado sobre el metal: Tornado. Hasta entonces, para mí, Tornado era el caballo del Zorro. Pero ahora la palabra adquiría una nueva fortaleza. Un nuevo eco. Impactaba. Sin ser fierrero, sin saber siquiera manejar (nunca aprendí), en ese instante supe que estaba ante una leyenda.
¿Por qué me emocioné aquel día? ¿Por qué me emociono ahora, cuando escucho que acaban de cumplirse los 50 años del Torino? Supongo que tiene que ver con la educación sentimental de los que fuimos chicos en los 70, cuando el garage y el taller mecánico eran ámbitos de socialización de los varones, tanto como el bar, el club o la peluquería. Mi viejo iba al garage y al taller como cliente, pero siempre terminaba haciéndose de amigos y conocidos. Cuando lo acompañaba, yo me comía unos emboles pavorosos porque se quedaba hablando de carburadores, bujías, correas, amortiguadores y pastillas de freno. Cosas que jamás comprendí. Por suerte, para distraerme, estaban los almanaques de gomería.
Como una cosa llevaba a la otra, los grandes hablaban mucho de automovilismo. Pero mucho. Hasta el hartazgo. Porque claro, en la Fórmula 1 corría Reutemann. Y después estaba el Turismo Carretera (TC), y otras categorías locales. Alguna vez me llevaron al Autódromo. Aún siento el estruendo de los motores en la panza.
A partir de los 90 algo cambió. Se masificaron los motores a inyección dominados por la electrónica. Los coches “talleristas” se convirtieron en una excepción. Los debates eternos sobre tal “ruidito” dejaron de tener sentido. Ahora, al auto lo conectan a una computadora y salta el problema. “Hay que cambiar la zaraza de la zarangonga; son ocho lucas.” Andá a discutirle.
Por el contrario, en los 70, los referentes masculinos de cualquier familia sabían de motores. Podían arreglar algunos desperfectos. ¿Eran todos de la ENET? ¿Veían Telescuela Técnica? No, arriesgo dos explicaciones posibles para tanta devoción por ensuciarse hasta los codos. Una, los coches eran territorios donde podía “meterse mano” porque pertenecían al orden de lo artesanal. Se fabricaban en líneas de montaje donde los robots todavía no habían entrado. Dos, las automotrices estaban lanzadas a una carrera para vender autos en función de un atributo casi excluyente: la potencia, que –como todos sabemos– era cosa de machos. A nadie se le ocurría que algún día los coches se venderían apuntando a las mujeres y usando, como principal argumento, que por una orden de voz el sistema de a bordo puede llamar a la depiladora luego de acordar una cita con “Fran Boliche”, como ocurre en una publicidad actual.
En las charlas bizantinas junto a la fosa o el surtidor (porque los garages tenían expendio de combustible), el Torino aparecía como un auto que había alcanzado cierta hazaña en un circuito alemán tan difícil de recorrer como de pronunciar. Era el coche anhelado. Imposible. Carísimo. También era denostado porque gastaba mucho y lo preferían los nuevos ricos, los matarifes y los carniceros, lo cual lo tornaba supuestamente grasa. Pero los pibes de mi generación nos meábamos cuando veíamos y escuchábamos un Torino. Si alguno se detenía en la cuadra, nos tirábamos encima y podíamos pasarnos horas mirando el interior, la ñata contra el vidrio. Eso y un cohete de la NASA eran lo mismo. Después rellenábamos de masilla un coche de plástico, le poníamos una cucharita y corríamos por el cordón de la vereda.

En los últimos años, el Torino fue revisitado desde la producción cultural. Están los documentales Torino, de Agustín Rolandelli, y La misión argentina, de Adrián Jaime, más el cortometraje Toro o nada, de Ariel Guntern, emitido dentro del ciclo Fronteras, por TNT. Entre los libros, uno que aparece siempre citado como fuente es El Torino, de Franco Cipolla. Lleva agotadas tres ediciones. En 2016, la editorial Lenguaje claro –una rara avis que publica tomos enfocados en la industria nacional y el desarrollo, con títulos sobre el avión Pulqui, el Proyecto Huemul, los ferrocarriles argentinos o Torcuato Di Tella, entre otros– sacó una cuarta edición especial del trabajo de Cipolla, a propósito del 50 aniversario del Torino. Oreste Berta, el preparador de motores, cuenta en el prólogo que en el 67 o 68 andaba por las rutas, entre el tránsito, con un Torino preparado que tenía un tanque de 200 litros. Lo llenaba de nafta de avión y se la fumaba toda, pedal a fondo, en un viaje de Buenos Aires a Córdoba. O sea, en 700 kilómetros. ¿Gases del efecto invernadero? ¿Qué era eso?
Para hablar del Torino hay que retrotraerse a Henry Kaiser, un magnate estereotipado (gordo y pelado) que había amasado su fortuna construyendo barcos y otras maquinarias para los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Terminada la contienda, se volcó a la producción de autos y buscó expandirse a Latinoamérica. Hacia fines del segundo gobierno peronista se asoció con Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado (IAME) para fundar Industrias Kaiser Argentina (IKA), con una planta fabril que se levantó de cero en el barrio Santa Isabel de Córdoba. La firma construyó vehículos como el Jeep IKA, la Estanciera, el Kaiser Carabela o el Bergantín (este último, bajo licencia de Alfa Romeo). A principios de los 60, comenzó a fabricar un auto por acuerdo con la Renault (el Dauphine) y otro por convenio con la American Motors Corporation (el Rambler).
En 1964, para competir con autos “compactos” de esa época, como el Ford Falcon, el Chevrolet 400 o el Valiant, IKA comenzó a trabajar en el “Proyecto Vehículo X”, usando como base el Rambler American (un modelo que no se vendió acá). En Santa Isabel se desarrollaron soluciones de motorización, transmisión, suspensión, circuito eléctrico y comportamiento dinámico. El diseño exterior e interior o styling fue encomendado a Giovani “Pinin” Farina, famoso carrocero de Turín, Italia, que venía de trabajar para Ferrari. Farina aceptó el encargo porque se lo pidió el quíntuple campeón mundial de Fórmula 1, Juan Manuel Fangio, quien era miembro del directorio de IKA. El concepto era lanzar un coche de aspecto más europeo que norteamericano, porque eso era lo que aparecía como clamor en los estudios de mercado.

El motor Tornado ya estaba presente en el Rambler y en otros vehículos, pero para el Torino se hizo un rediseño propio que concluyó en el Tornado Interceptor. Cuando ya estaban craneando la campaña publicitaria se dieron cuenta de que el “Vehículo X” no tenía nombre, y hubo que buscarlo de urgencia. Entre la correspondencia que venía de Italia apareció el escudo de Turín, o Torino, en la lengua original. Tomaron ese emblema, que incluía a un toro rampante con los testículos visibles. Lo castraron, le dieron un nuevo look y le conservaron la corona encima. Los esfuerzos por mostrar el nombre y el “escudo de armas” como un símbolo del Viejo Continente fracasaron. La gente compró la idea de que era un “auto argentino” y asoció al Torino con “el toro de las Pampas”. Eunuco, pero toro en su rodeo y torazo en rodeo ajeno, como se vería después.
En el desarrollo intervino un ejército de ingenieros y técnicos argentinos encabezados por directivos de origen estadounidense. Los principales fueron James McCloud, presidente de IKA, y George Harbert, jefe de ingeniería de producto. A Harbert, de hecho, se lo conoce como “el padre del Torino”, pero no llegó a disfrutar los éxitos de su creación porque se mató en un accidente de auto en marzo de 1967, cuando hacía apenas dos meses se había vendido la primera unidad. Alcohólico, tuvo la delicadeza de pegarse el palo con un auto que no era el recién lanzado al mercado. Se lo dio con su coche personal, un Rambler Ambassador que quedó enroscado a un árbol, por caminos de Córdoba.
La presentación oficial del Torino se hizo el 30 de noviembre de 1966 en el Autódromo Municipal de Buenos Aires. Además de Fangio, tuvieron oportunidad de “pisarlo” y hablar bien de él famosos corredores como Juan Manuel Bordeau, Luis Rubén Di Palma, Carlos Pairetti y Jorge Cupeiro. El auto salió originalmente en tres versiones. La estrella fue la cupé 380W, que podía alcanzar casi 200 kilómetros por hora con el motor alimentado por tres carburadores de doble boca. La crisis del petróleo de 1973 lo tornaría prohibitivo, pero mientras tanto brindaría satisfacciones a sus dueños.
Inmediatamente después del lanzamiento, IKA decidió competir con un equipo oficial en el TC. Con la preparación mecánica de Oreste Berta y diseños de carrocería de Heriberto Pronello, el debut fue en La Vuelta de San Pedro, en 1967, donde el Torino ganó con un neumático en llanta y el caño de escape arrastrado por el piso durante seis vueltas.
En un automovilismo monopolizado por la eterna lucha entre Ford y Chevrolet, las llamadas “Liebres” de Torino generaron resistencia. Los fanáticos de las otras marcas los escupían y les tiraban piedras y bulones. Sobraban motivos. Entre el 67 y el 71, el Toro ganó cinco campeonatos de TC, más un total de ocho campeonatos de Sport Prototipo, Fórmula 1 Nacional y Turismo Clase C. Desairadas, la marca del óvalo y El Chivo ejercieron múltiples presiones. La Asociación de Corredores de Turismo de Carretera (ACTC) modificó el reglamento cuantas veces quiso. El equipo Torino interpretó que le ponían obstáculos y se retiró del TC.

En 1969, Fangio encabezó, como guía espiritual, la delegación argentina que participó de la Maratón de la Ruta, en el circuito de Nürburgring, Alemania. Fue una competencia de 84 horas. Cada auto tenía tres pilotos que se turnaban para conducir día y noche durante tres días y medio. Buena parte de la carrera se llevó a cabo bajo un diluvio.
De tres Torinos inscriptos, sólo uno pudo terminar (los otros dos tuvieron accidentes). Fue el coche número tres, conducido por Eduardo Copello, Oscar Mauricio Franco y Alberto “Larry” Rodríguez Larreta, el que completó la proeza y dio la mayor cantidad de vueltas a la pista, aunque por cuestiones reglamentarias terminó cuarto en la clasificación. ¿Qué le objetaron al crédito sudaca? Lo penalizaron por una rotura del silenciador del caño de escape, que derivó en la emisión de ruidos en niveles superiores a los tolerados por una ordenanza municipal. Hubo que hacer una reparación de urgencia onda “lo atamos con alambre”. Literal.
El resultado se vivió como un triunfo en la Argentina, donde buena parte de la población (y las líneas de producción de las automotrices en particular) se paralizaron para seguir por radio los momentos decisivos de la carrera. Cuando el equipo volvió, hubo caravanas de motos y coches que lo fueron a buscar al aeropuerto de Ezeiza. En Córdoba, el recibimiento fue una guasada más grande. Y la patriada en Nürburgring (una arriesgada maniobra publicitaria que salió bien) dio sus frutos. Entre 1970 y 1976, el Torino fue el auto de alta gama más vendido. Lo curioso es que, mientras esto ocurría, IKA enfrentaba un proceso de venta progresiva de acciones a Renault, a partir de 1967. La compañía se llamó IKA-Renault hasta 1975, y después, Renault Argentina. Por eso los últimos modelos del Torino ya no tuvieron el toro rampante esterilizado en la parrilla, sino el más insulso rombo galo.
En 1973, los franceses que controlaban la firma ya tenían muy avanzado un proyecto para abandonar el Torino y transformarlo en el Renault 40. Como gran novedad, iba a tener motor a inyección, pero todo quedó en la nada cuando el presidente de IKA-Renault, Yvon Lavaud, murió en un accidente de avión cerca de París.Con distintos cambios, el Torino siguió fabricándose hasta 1981. Renault ocupó esa franja con el Renault 18 y su cupé Fuego (símbolo del tío solterón y putañero). Hoy, el auto nacional sigue vivo a través de clubes de dueños, coleccionistas y reuniones donde a Berta le gritan “¡mago!”.
Al leer el libro de Franco Cipolla, asombra saber que el Torino se convirtió en mito con menos de 100.000 unidades vendidas en quince años de producción. Es una cifra desdeñable en comparación con el Falcon, del que se comercializaron casi medio millón de unidades en tres décadas.
Cipolla sorprende con muchos otros datos. Cuenta, por ejemplo, que Fidel Castro, Leonid Brezhnev, Muamar Kadafi y Charles de Gaulle, entre otros, recibieron un Torino. Que el presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse llegó a ordenar que los autos de las embajadas argentinas fuesen Torinos. Que hubo una serie de patrulleros Torino para la Policía Federal con techo corredizo en la parte trasera (para que el tirador asomara con prontitud; signo de la violencia setentista). Que algunas concesionarias sacaron Torinos customizados descapotables, rurales, tuneados con faros de Mercedes Benz, con bar, radioteléfono, etc. Que, en la guerra automotriz por la potencia (donde intervinieron también el Ford Fairlane, el Chevy, el Peugeot 504 y el Dodge Polara), Chrysler usó datos falsos para jurar en vano que la cupé Dodge GTX entregaba más caballos de fuerza que el Torino.
¿Se entiende por qué, aunque no lo sienta como propio, me emociona este universo? Porque me lleva de nuevo junto a la fosa o el surtidor. A esas charlas sin sentido. A la infancia.
Todas las ilustraciones pertenecen al libro “El Torino”, de Franco Cipolla.
J. M.
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