
Calificarme de patadura es un eufemismo impertinente. Llamarme tronco es calumnioso para los árboles. Un algarrobo jugaría al fútbol mucho mejor. Recuerdo mi primer partido. Metí un gol. En contra. Al tenis jugué una vez. Con una consola de videojuegos de esas que detectan el movimiento. Me lesioné. El handball me resultó siempre críptico. Lo mismo que el voleibol.
Debido a esta limitación -llamémosla así, por pudor- atravesé varias trifulcas en la primaria. Había adoptado la costumbre de llevarme un libro para pasar el rato, mientras mis compañeros se dedicaban al fulbito de la hora libre, y muy a pesar del evidente regocijo que dicho deporte les proporcionaba, mi indiferencia hacia arcos y gambetas les parecía un desplante.
Solía terminar en la oficina del director, acusado de usar mi libro como objeto contundente para defenderme de lo que hoy llamaríamos bullying. A fuerza de lomos y tapas duras, escarmentaron bastante rápido, y mis lecturas al margen del bullicioso patio se volvieron rutina.

Al llegar la escuela secundaria, aguardaba con afán la extinción de tales pleitos. Existía una materia denominada Actividad Física (o algo por el estilo), pero no figuraba, para mi alivio, el nombre de ningún deporte. De modo que, luego de esmerarme con flexiones, lagartijas, abdominales, sentadillas y cortos trechos al trote, buscaba mi libro, apoyaba la espalda contra alguna de las añosas tipas del perímetro del campo de deportes y me ponía a leer. Mis compañeros nunca me molestaron, pero, cada tanto, alguno reiteraba una pregunta que, dadas las circunstancias, resultaba innecesaria o retórica:
-¿En serio no te gusta el fútbol?

Tampoco es que me disgustara. Simplemente, no lo entendía. Descubrí, en cambio, que me entusiasmaba el atletismo; sobre todo, correr. Mis problemas sólo comenzaban cuando se incorporaba a la ecuación una pelota, cualesquiera que fuesen sus características. Por eso, mis jornadas pacíficas de gimnasia y lectura se terminaron en tercer año, cuando el nuevo profesor insistió en que debía dedicarme a algún deporte para aprobar la materia. Sin discusión.
El arrebato le duró poco, hay que decirlo. Luego de observarme en el handball, el fútbol y el voleibol, una mañana fresca al final del otoño me llevó aparte, nos sentamos en el césped y me dijo, resignado:

-Es verdad. No te gustan los deportes.

-Ni un poco.
-Pero tenés que practicar alguno para aprobar.
-Si es con una pelota, no voy a aprobar. No me sale.
Se quedó pensando. Unos 30 segundos. Entonces sacó un inesperado as de la manga.
-Si corrés 12 minutos alrededor de la cancha, te pongo la nota que necesitás para aprobar.
-¿Cada trimestre?
-Cada trimestre.
-Trato hecho.
Su apellido era Díaz y, contra todas las apuestas, fue uno de los profesores que más admiré en el colegio. Me enseñó cómo correr, cómo respirar, cómo aguantar la puñalada en el costado al cambiar de aire, y, no menos importante, honró nuestro acuerdo. Durante los siguientes 4 años, mi boletín reflejó una sospechosa uniformidad numérica en su asignatura.
Ocurrió luego algo más, por completo imprevisto. Al principio, dando vueltas solo, era un poco el hazmerreír del colegio. Nadie se burlaba abiertamente, pero solían reunirse varios, sobre todo de los últimos años, a observar el insólito espectáculo del corredor solitario y silencioso. Pero un día me encontré dando el examen con otro alumno. Luego apareció otro. Y otro más. En los años siguientes llegamos a ser una decena trotando alrededor de la cancha.
Hace 40 años no se usaba la palabra nerd, pero Díaz se las había ingeniado para entrenarnos y evaluarnos sin vulnerar nuestra naturaleza. Tampoco se usaba la palabra running. Pero nosotros ya estábamos empezando a tomarle el gusto a eso de salir a correr.
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