Estoy en la ciudad lejos de mis fuegos o de mis cocinas a leña. Ya pasaron los calores abruptos del verano y un tibio sol de otoño anuncia el cambio de tiempo.
Creo que vivir en regiones donde el clima marca claramente la renovación de las estaciones da a la vida un sentido arraigo por la diversidad. Todo se va adaptando a estos cambios; en la casa aparecen las alfombras y chimeneas, el vestuario va lentamente agregando tibieza hasta el drástico invierno cuando nada parece dar suficiente abrigo.
En la cocina, cada época del año tiene sus tesoros de frutas y verduras, de animales -por parición o caza-, sin olvidar nueces, leguminosas o pesca.
Así, vivir aquella antelación de cada uno de los apreciados regalos estacionales con sus grandes influencias de inspiración nos hace vivir como si estuviéramos siempre enamorados, cortos de aire, efusivos, a la espera de cada abrazo dado y recibido.
Nunca viví en los trópicos, pero sí pasé largas temporadas sumido en playas, trabajando, cocinando entre soles, nadando en mares tibios, buscando la sombra de la siesta o el cobijo de las torrenciales lluvias. Encontré en ellas, siempre, una monotonía climática, una suerte de hastío estival.
Regreso de la terminal de colectivos de buscar una encomienda. Mi hermano me envió del Sur una caja de cartón con los primeros hongos boletus otoñales. Fui a buscarlos no únicamente con la ilusión del sabor, sino como una ofrenda de la niñez, un símbolo del tiempo. Saber que estaban en camino me creó una ansiosa anticipación a los hechos que culminó cuando Heloisa, con mirada absorta, a sus cuatro años, me miraba sacar estos bellos hongos que huelen a lluvias de lagos y a tierra negra.
Viajaron bien, los cosechó ayer de mañana, los guardo entre capas de papel madera y viajaron con la fresca de la noche. Ya en mi mesada de cocina, me encuentro en la tarea de pelarlos con un cuchillo de oficio, todavía tienen hojas y pastos. Aunque no están mojados, su piel se pega insistentemente en los dedos, tiñéndolos con un color oscuro difícil de lavar. Dentro de unas horas mis invitados de almuerzo sabrán de ellos, de su consistencia viscosa y su delicado sabor, que rociado con un albariño de las colinas los mantendrá en silencio mientras comen.
Una vez pelados, los corto en rodajas gruesas, me gusta sentir en la boca una generosidad de tamaño con la que se aprecia su consistencia -característica incomparable con otro alimento-, además del sabor. Pico unos dientes de ajo y mucho perejil.
Llegaron mis invitados. Los escucho hablar. Les serví un vino blanco de cosecha tardía helado con un poco de Campari. Comen unas nueces de Cachi, Salta, de mi amiga Adriana Barreda, que las produce a cuatro mil metros de altura, mujer heroica de las cimas cordilleranas. Me gusta embeberlas con muy poca miel, pimentón de Espelette y sal de mar y asarlas en el horno hasta que están muy crocantes. Aún tibias rebasan sabor. Los miro comer: unos lo hacen con delicadeza, otros engullen.
Me agacho para tomar una sartén, enciendo el fuego y comienza una vez más un habitual diálogo de cocina que es como una extensión de mis manos. Medio pan de manteca comienza a derretirse en el hierro de fundición, y allí van mis hongos viajeros que hicieron de una vez casi dos mil kilómetros de ruta para llegar a este abrazo de sartén.
Unas tostadas de pan de campo asadas en la chimenea reciben a los hongos untuosos con ajo y perejil. Ya servidos, los rocío con jugo de limón y sal de mar. Cada comensal recibe otro pequeño plato con una ensalada de berros de alcantarilla y una cucharada de queso blando de cabra. También en la mesa, una enorme y tibia fritata de espinacas espera el embate de estas alegres almas hambrientas.
F. M.
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