viernes, 8 de marzo de 2019

HISTORIAS PARA RECORDAR,


Un avión derribado, una aldea holandesa y el arte de recordar
Durante 75 años, los pobladores de Opijnen mantuvieron viva la memoria de ocho aviadores norteamericanos que perdieron la vida al ser abatidos allí por las fuerzas alemanas
Texto Richard B. Woodward Rene koster Las lápidas de los ocho aviadores norteamericanos abatidos en el cielo de Holanda durante la Segunda Guerra Mundial
La aldea de Opijnen, en la provincia holandesa de Gelderland, es una comunidad rural de 1200 habitantes y callecitas angostas donde las ovejas, las vacas y las cabras superan en número a los humanos y los automóviles tienen que hacerse a un lado para dejar pasar a los tractores que vienen en sentido contrario. La localidad es tan pequeña que no hay comercios, pero sí una iglesia cuyas campanas anuncian discretamente el paso de las horas, así que cuesta imaginar el shock que habrán sufrido sus habitantes hace 75 años cuando el ritmo cansino y telúrico del pueblo se vio súbitamente interrumpido por una atronadora explosión.
El 30 de julio de 1943, en bombardero norteamericano B-17F que volaba de regreso a su base en Inglaterra tras una incursión aérea sobre Kassel, en Alemania, fue derribado por las fuerzas del Reich y se estrelló en un sembrado de Opijnen. Los vecinos se asomaron y vieron hombres cayendo del cielo
“Alrededor de las 11 de la mañana del 30 de julio de 1943, los fieles de mi parroquia se sobresaltaron por un terrible estruendo y un par de minutos después escuchamos el ruido de un choque espantoso. Yo estaba en el edificio de la alcaldía y corrí afuera a mirar y vi, a la derecha, una enorme columna de humo que se alzaba hacia el cielo. Me subí a mi bicicleta y pedaleé a toda velocidad hasta el lugar, donde encontré una aeronave en llamas, cuyas ametralladoras seguían disparando”, escribió Bart Formijne, el joven alcalde de Opijnen, en una carta de 1945 a la familia de unos de los tripulantes de ese avión, que, según se enteró más tarde, había sido bautizado Man-O-War. “En el cielo vimos dos objetos blancos que descendían lentamente. Eran paracaídas. Mientras tanto, dos sucios aviones alemanes seguían sobrevolando en círculos la aeronave en llamas”.
Uno de los aviadores norteamericanos había sido expulsado del avión sin paracaídas y había atravesado el techo de paja de una granja. El alcalde Formijne lo encontró sobre un pajar: “No podía hablar, seguía gimiendo”, escribió. Llamaron de inmediato al médico local, pero no pudo hacer nada.
Cuando se aplacaron las llamas del avión, Formijne se acercó. “Debajo del fuselaje, vi los cuerpos de dos soldados norteamericanos –relataba el joven alcalde en su carta–. Y alrededor encontré otros cinco cuerpos sin vida. Después de esa imagen tan luctuosa, volví a casa a pedir ayuda para transportar los ocho cuerpos hasta la morgue”.
Dos vecinos habían visto aterrizar a salvo a un paracaidista: era el piloto del avión, y lo llevaron a la casa del alcalde Formijne, escoltado por casi todos los vecinos del pueblo. “Se quedaron parados frente a mi casa para saludarlo y preguntarle qué iba a pasar”. No tardaron en enterarse. “No habían pasado cinco minutos cuando los alemanes llegaron y rodearon la vivienda”. Otro de los norteamericanos, el copiloto, también había saltado en paracaídas y aterrizado a salvo en otro lugar, pero los alemanes no tardaron en capturarlo.
Los cuerpos de los ocho aviadores fueron guardados en la morgue bajo custodia de un soldado alemán, un “bruto” que no permitió que el piloto pasara a ver a sus compañeros de armas caídos. Dos días después, en una notable muestra de generosidad y valentía, el pueblo decidió realizar el funeral de los norteamericanos muertos y enterrarlos en el cementerio de la iglesia local. Los alemanes ordenaron que nadie, excepto Formijne, estuviese presente durante el responso. “Sin embargo, el pueblo entero se congregó afuera, incluidos algunos amigos de los nazis –escribió Formijne–. Era obvio que esos habían venido a ver si yo decía algo contra los alemanes en mi discurso, y por supuesto que yo no les di el gusto”. Después del entierro, la gente desafió a los alemanes, ingresó al cementerio y desfiló junto a las tumbas; “de pronto, todos empezaron a ayudar a los sepultureros y cuando terminaron, pusieron flores, enormes coronas y grandes ramos, y hasta los niños llevaron pequeños ramilletes. Era un mar de flores”.
Salvo por el inmenso cementerio del Ejército de los Estados Unidos que hay en el sur de los Países Bajos, el pequeño camposanto de la iglesia de Opijnen es el único otro lugar del país donde los aviadores norteamericanos que perdieron la vida juntos, como tripulación, durante la Segunda Guerra Mundial fueron enterrados como murieron: uno al lado del otro. Durante los últimos tres cuartos de siglo, los habitantes de Opijnen cuidan ocho tumbas de perfectos desconocidos. Desde 1949, todos los años, casi sin excepciones, se celebra un servicio religioso en honor de esos hombres, durante el que se elevan plegarias, se entonan himnos y canciones norteamericanas como “God Bless America”, para concluir con la colocación de una ofrenda floral sobre las tumbas.
Pero la devastación personal que la Segunda Guerra Mundial les infligió a combatientes y no combatientes por igual alrededor del planeta –se estiman 80 millones de muertos– ahora llega como un eco, y cada vez más lejano, año a año. En 2016, el Departamento de Asuntos de Veteranos de los EE.UU. estimó que entre 1941 y 1945 murieron en combate 362 norteamericanos por día. Pero lo destacable de los vecinos de Opijnen es que, a pesar de la creciente distancia con los hechos, hayan logrado mantener viva, con dignidad y modestia, la memoria de aquellos ocho soldados.
Antes de visitar Opijnen, consulté por mail si quedaba alguien con vida de aquella época, pero me informaron que el único testigo presencial de aquel suceso de 1943 que aún sigue vivo “piensa que él ganó la guerra”. Mi guía es Ton Jansen, un setentón que se jubiló en 2005 después de desempeñarse durante 18 años como alcalde de Opijnen y de otras 10 aldeas del municipio de Neerijnen.
Jansen me organiza un encuentro en el salón de la iglesia con tres parejas locales de mediana edad: Joke y Frans van Dam, Hennie y Jan Burggraaf, y Ties y Nelda van Tujil. Aunque nacidos muchos años después del final de la guerra, todos ellos han participado desde chicos de la ceremonia recordatoria que se realiza anualmente en mayo y siguen activos en la transmisión de la memoria de la guerra a las nuevas generaciones.
“Todos nosotros escuchamos las historias de la guerra que nos contaban nuestros padres”, dice Jan Burggraaf, y recuerda cuando colocaba flores sobre esas tumbas y recibía caramelos de los norteamericanos que asistían. “Había mucho respeto por los norteamericanos, por lo que habían hecho por nosotros y por los sacrificios que hicieron”, dice Jensen.
Pero cuando esos padres que estaban vipaldas vos el 30 de julio de 1943 empezaron a morir, también lo hizo el recuerdo de los eventos de guerra. Hacia principios del actual milenio, la necesidad de hacer una ceremonia en honor a ocho norteamericanos era difícil de justificar. La venían sosteniendo desde hacía más de 50 años, pero en 2006, Jensen se jubiló y dejó su cargo, y en 2010 la nueva alcaldesa dio de baja esa tradición. “Dijo que había pasado hace mucho tiempo y que ya no le interesaba a nadie –comenta Burggraaf con amargura–. Los discutimos y decidimos retomar la tradición, pero combinada con el recordatorio de todos los muertos en todas las guerras”. Así que en 2014 volvió a cumplirse con la tradición y desde entonces no para de ganar adeptos. La ceremonia de mayo pasado tal vez haya sido la más concurrida de la historia: 100 personas colmaron la capacidad de la iglesia y otras 200 se sumaron afuera para la ofrenda floral. “Había jovencitos de la edad de los pilotos –dice Burggraaf–. Y viene más gente que hace 10 años porque ahora sabemos que la paz no está garantizada. El mundo está en llamas, por todas partes. Actualmente sentimos que el mundo es un lugar más peligroso.”
Pocos metros separan el salón de la iglesia del cementerio anexo. Un cerco vivo bajo, en forma de U, rodea las ocho tumbas y las protege de la vista de los pasantes: están de es El a la calle, como para resguardar aún más la privacidad de los soldados. Originalmente, fueron enterrados bajo una sencilla cruz de madera, pero el deterioro del tiempo hizo que en 1962 fuesen reemplazadas por lápidas de mármol, como las que hay en los cementerios militares norteamericanos.
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Las tumbas están alienadas, sin seguir un orden alfabético ni por rango militar. Allí descansan George Richard Krueger, Mike Anthony Perrotta, Daniel Victor Ohman, Hermon Daines Poling, Harold Royce Sparks, Robert Urquhart Duggan, Douglas Victor Blackwood y Americo Cianfichi. Leer sus lugares de nacimiento –Dakota del Norte, Pensilvania, Minnesota, Ohio, California, Nueva York, Rhode Island, Wisconsin– permite entrever la amplitud étnica y geográfica del Ejército norteamericano que combatió en la Segunda Guerra Mundial. Pero lo más doloroso de ver es la edad de los caídos, calculada sobre la base de la fecha de nacimiento y muerte: respectivamente, tenían 25, 22, 25, 21, 21, 21, 24 y 27 años.
Jansen me lleva luego hasta el campo donde había caído el avión. El lugar sigue siendo un terreno de cultivo y la granja que atravesó uno de los aviadores al caer sin paracaídas sigue siendo una granja de techo de paja pintada a la cal. ¿Cuántos paisajes de Estados Unidos o de Europa, me pregunto yo, están idénticos que hace 75 años?
El tributo más visible del pueblo de Opijnen a las vidas de esos ocho aviadores es un grupo de viviendas nuevas a corta distancia de la iglesia. En uno de sus últimos y más ambiciosos proyectos como alcalde, Jensen propuso la construcción de 86 unidades en Opijnen. Su plan contó con el apoyo del Club de Mujeres Norteamericanas de Amsterdam, y se decidió que las calles del flamante barrio llevarían los nombres de la tripulación caída en 1943. El complejo habitacional fue oficialmente inaugurado en 2006.
Hay un pequeño parque que está en el centro del complejo se llama McCammonplein, en honor al piloto sobreviviente, el subteniente Keene C. McCammon. A partir de 1980, McCammon y su copiloto, el subteniente John Bruce, solían viajar con sus familias a Opijnen para la ceremonia del Día de los Caídos. McCammon murió en 2003 a los 87 años, sin llegar a ver el parque que sería bautizado en su honor. John Bruce, que luego tuvo una destacada carrera en la Fuerza Aérea de Estados Unidos, vivió hasta 2007. En una carta que le envió en 2004 a la entonces presidenta del Club de Mujeres Norteamericanas de Amsterdam, Bruce escribió: “Últimamente me emociono con ciertas cosas y nada me emociona más que los detalles de lo ocurrido aquel día. Hacía apenas cuatro meses que conocía a esos muchachos y no sabía nada de sus vidas personales, pero los llevo por siempre en mi corazón”. Durante las ceremonias por el Día de los Caídos en Opijnen en 2006, Bruce tuvo la suerte de poder visitar el complejo habitacional, caminar por la calle Brucestraat y expresar en un discurso su gratitud y su amor por el pueblo de Opijnen, que durante tantos años honró a sus hombres y al avión en que volaban. “Eran jóvenes con historias y vidas muy distintas –recordó Bruce en su discurso–, que respondieron al llamado del deber para luchar contra una despiadada máquina de guerra”.
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Difícil saber si esa conexión con el pasado de la gente de Opijnen puede garantizarse indefinidamente a futuro, pero Peter den Tek, historiador amateur holandés que investiga y diserta sobre las batallas aéreas de 1940 y 1945, no cree que vaya a ser un problema. “Opijnen es una muestra acabada de lo que significa el reconocimiento –dice Tek–. Esos hombres están enterrados ahí, a pasos de donde murieron. Eso ha creado un lazo casi intemporal entre los holandeses y los norteamericanos”.
Las tumbas están alineadas, sin seguir un orden alfabético ni por rango militar
Difícil saber si esa conexión con el pasado de la gente de Opijnen se mantendrá en el futuro

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