A tono con los colores de La Boca
Desde el tercer piso del Museo Benito Quinquela Martín se respiran el espíritu del barrio que lo vio crecer y la cercanía de un artista que creía en el impulso colectivo
Puede ocurrir que uno sea afortunado y le toque estar allí en el instante previo al crepúsculo. Entonces, mientras del otro lado de los cristales el cielo vira hacia un rojo profundo y todo se sumerge en un resplandor entre cobrizo y bermellón, sobreviene algo muy parecido a la alegría. E irrumpe el pensamiento: “Ahora entiendo por qué pintaba así”.
Porque no se trata de cualquier cielo, sino del específico tramo del firmamento que se extiende sobre el barrio de La Boca. Más exactamente, el que se divisa desde los amplios ventanales de la casa de Benito Quinquela Martín, la que habitó a fines de la década del 40, la que hoy es una casamuseo emplazada en el tercer piso de un edificio que alberga, en el segundo piso, la colección del Museo de Bellas Artes Quinquela Martín y, en la planta baja, la escuela primaria Pedro de Mendoza, donde los niños comparten aula con enormes pinturas del artista.

Del carbón a la fama
Hijo adoptivo de un carbonero, hombre fogueado en la dureza de los trabajos humildes, apenas conoció el bienestar material encontró la manera de que esa opulencia tuviera ojos de futuro. En 1938, Quinquela compró un terreno en un lugar clave de La Boca y lo donó al Consejo Nacional de Educación. Allí el Estado construyó la escuela, el museo y las dependencias del tercer piso que se convertirían en atelier y vivienda.
Por eso, un gesto obligado en cualquier visita a esta casa es el de asomarse al balcón que da sobre la Avenida Pedro de Mendoza. Desde allí se puede ver el fruto de otras de las donaciones hechas por el artista: el Teatro de la Ribera, un centro de primera infancia, un instituto odontológico infantil, una escuela técnica.
Quinquela fue autodidacta.

Supo del peso de las bolsas de carbón sobre la espalda tanto como de la discreta felicidad de los que solo dependen de su trabajo y del orgullo que de eso emana. Pero algo había en los cuadros portuarios del hijo del carbonero, y uno de los que supo verlo fue el artista Pío Collivadino, nombrado director de la Academia Nacional de Bellas Artes en 1908. De la mano de Collivadino, Quinquela ingresó en el circuito de las grandes galerías, alcanzó prestigio, cruzó las fronteras del barrio primero, las del país después. Brasil, España, Italia, Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos: viajaron sus obras, viajó él. Hasta que decidió detenerse, rechazó invitaciones que le llegaban incluso de Japón y volvió a un origen del que, en realidad, nunca se había ido.

La casa de Quinquela es una casa de ventanales abiertos a La Boca y al río que alguna vez, allí mismo, también fue puerto.
Es una casa de colores que replican a los del barrio que la rodea. Cada uno de los ambientes tiene, en la pintura de paredes y muebles, un no sé qué de impulso infantil. El autor de las llamaradas feroces de Incendio en La Boca dedicó mansas pinceladas –celeste, verde, rosa, azul– al mobiliario de su cocina, de su habitación, de su discreto taller. Parece no haber objeto, ni siquiera el teléfono, que no haya sido intervenido por sus pinceles.

A través de la cocina se puede acceder a la terraza donde se exhiben algunas esculturas. O subir al mirador ubicado en lo más alto del edificio. Y otra vez La Boca, el río, los colores de un barrio vibrante, difícil, nutrido de historia, alegre, duro. Si en una casa realmente aletea el hechizo de quien alguna vez la habitó, en lo que fuera el hogar de Quinquela, junto a las numerosas pinturas que se despliegan sobre algunas paredes, lo que nos toca es el vínculo, necesario y nutricio, del artista con el lugar que lo vio crecer.
D. F. I.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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