El miedo a Cristina Kirchner, clave de la impunidad

Héctor M. Guyot
La Corte Suprema fue presa del "síndrome Alberto": ayer dije una cosa, hoy digo la contraria. Lo que antes valía, ya no; lo que era definitivo, ahora es transitorio. A la mayoría peronista del Alto Tribunal le llevó más de un mes y 95 fojas dar semejante voltereta, pero la dio. Quedó patas para arriba, como el país. Los cortesanos dibujaron sesudos argumentos para correr a plazo fijo y con disimulo a dos camaristas cuyo pecado es aplicar la ley en las causas de corrupción que se le siguen a la vicepresidenta. En ese trámite culposo alteraron principios jurídicos esenciales. Con esas fintas y ese fallo, los encargados de velar por la casa de todos abrieron las puertas de la Justicia al asedio kirchnerista y al operativo impunidad, pero también sembraron graves incertezas sobre la estabilidad de los jueces, lo que debilita aún más al Poder Judicial ante la voracidad del Gobierno.


La suerte del país se juega en la disputa entre la verdad de los hechos y la verdad del relato, y quien debe definir la contienda es la Corte. Por eso el fallo del martes dejó a la sociedad argentina en estado de orfandad: la mayoría de los cortesanos se decidieron por el relato y abrieron un interrogante de vértigo sobre la capacidad del Tribunal de actuar como último recurso ante los que atentan contra la división de poderes para alcanzar una hegemonía autoritaria que garantice impunidad. Lejos de eso, les dedicaron un guiño: avancen, nomás (y a los jueces, otro guiño: el que investiga, pierde). Para hacerlo, violentaron un ramillete de presupuestos jurídicos, como señaló el constitucionalista Daniel Sabsay. Entre ellos, la cosa juzgada, la inamovilidad de los jueces, el principio del juez natural y la irretroactividad de la ley.
Si querían cambiar el régimen de los traslados, una costumbre discutible asentada durante 70 años, podrían haberlo hecho de aquí en más, sin afectar derechos adquiridos y sin producir un descalabro en la administración de justicia. La sociedad, por otra parte, tiene derecho a que actos gravísimos de corrupción de los que fue víctima sean juzgados por jueces imparciales. Sin embargo, la vicepresidenta necesita que la juzguen militantes vestidos de jueces y la Corte se allana ante semejante pretensión. Anteayer, con un nuevo fallo, la mayoría extendió lo decidido en el caso de los camaristas Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi al juez Germán Castelli, integrante del tribunal oral que debe juzgar a la vicepresidenta por la causa de los cuadernos de las coimas, una radiografía feroz de la matriz corporativa que la bulimia de los Kirchner llevó al límite (y que ahora el Gobierno busca dinamitar cuestionando la figura del arrepentido).
Además de los tres jueces en cuestión, de una valentía ejemplar, quien no siguió el juego habitual fue el presidente de la Corte Suprema. Carlos Rosenkrantz comprendió la gravedad institucional del caso y en su fallo mantuvo con coherencia la posición que el Tribunal había adoptado dos años atrás: votó en soledad por la permanencia de los jueces en sus cargos, subrayando la garantía de inamovilidad establecida por la Constitución. En un contexto adverso, de fuertes presiones, hizo lo que debía hacer. Votó de acuerdo a la ley.
Allí reside su ejemplaridad.

La resistencia más fuerte y decidida de la república viene de la calle. Cada uno de los banderazos es un reclamo no solo al Gobierno, sino también a aquellos que todavía conservan alguna cuota de poder en la Argentina. Les exigen que, antes de que sea demasiado tarde y venciendo el miedo, lo pongan al servicio de la verdad y la democracia republicana por las que velan los que marchan.
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