La carrera de la polenta
Albardilla. ¿Cuántos años hace que no usaba ni recordaba esa palabra? ¿Cómo llegué a conocerla? En primer año del Nacional Buenos Aires, el profesor Antonio Pagés Larraya nos hacía leer libros argentinos, españoles y también norteamericanos (Hemingway). Por cada libro, teníamos que hacer un vocabulario de, por lo menos, doscientas palabras. Mientras leía no sé qué autor español o argentino di con “albardilla”. Jamás oída ni leída. El diccionario decía; “loncha de tocino gordo que se pone por encima a las aves para asarlas”. Aún hoy, esa línea me hace agua la boca. Yo había comido aves en albardilla sin saber su nombre.

En Filottrano, la pequeña ciudad donde mi padre había nacido, sus parientes y amigos nos invitaban a almorzar todos los días para celebrar su temporario regreso. Una de las últimas invitaciones fue la de un matrimonio, Giacomo y Elena, más o menos de la misma edad de mis padres. Tenían una hija quizá un poco mayor que yo, Isabella, muy linda y simpática.

Maledetto chi ha inventato la polenta! La gran pobreza que existía en Italia en tiempos de paz se incrementó de un modo dramático durante la guerra. Muchos campesinos comían polenta tres veces al día. Era el único alimento al que tenían acceso. Muchos enfermaron de pelagra por la carencia de vitaminas y proteínas en la dieta. Elena comprendió que “l’americana” había pedido esa extravagancia, porque no había vivido la guerra. Se resignó: “Está bien, Aida, le haré la polenta”.
Giacomo y Elena volvieron a la cocina y regresaron con sendas cacerolas bien calientes. En una, había perdices bañadas en una salsa a la cazadora en la que se confundían las fragancias y los sabores de las hierbas del bosque Montepolesco; en la otra, también había una salsa, pero las aves estaban envueltas en lonchas de panceta gorda, es decir en aquello a lo que, años más tarde, iba a poder darle un nombre: la albardilla. Distribuyó las presas Las perdices eran las primeras del año porque días antes se había abierto la temporada de caza. El maíz de la polenta había sido cosechado hacía apenas diez días. Un lujo. Nunca más volví a comer una polenta con perdices de esa calidad y con ese protocolo. Nunca me divertí tanto en un almuerzo porque me gané la comida en carrera con los otros comensales. Nos azuzábamos a los gritos, entre risas. La trágica polenta se había convertido por el arte y la tradición de aquel matrimonio en una fiesta inolvidable.
Era el único alimento que tenían. Muchos enfermaron de pelagra por la carencia de vitaminas y proteínas
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