La ilusión inflacionaria argentina
En la superación de ese síndrome se juega nuestro destino: o la clase dirigente es capaz de modificar lo que devino sentido común, o los núcleos corporativos reaccionarios nos imponen convivir con este lastre
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Jorge Ossona
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Desde hace casi tres cuartos de siglo, la inflación argentina constituye, salvo durante situaciones transitorias en las que solo se soterró para retornar con más fuerza, un fenómeno irresoluble. Los economistas se dividen en torno de dos explicaciones clásicas: para los ortodoxos, se trata de problema monetario; para los estructuralistas, el resultado de una puja distributiva. Pero la perennidad de la anomalía invita a una mirada histórica más abarcativa.
Su partida de nacimiento se registra durante la segunda posguerra, cuando el gobierno peronista le inyectó al proteccionismo reforzado desde la crisis de 1930 un componente redistributivo que configuró una nueva economía política destinada a producir una indeleble torsión sociocultural. Por entonces, los términos de intercambio excepcionales de nuestras exportaciones alimentarias alumbraron la ilusión de un feliz retorno a nuestra inserción en la economía mundial desde las últimas décadas del siglo XIX.
El estrangulamiento externo motivado por la caída terrenal de los precios de nuestras exportaciones había impulsado durante los quince años anteriores el desarrollo ingenuo de un conjunto de actividades manufactureras muy intensivas en mano de obra y demandantes de materias primas de producción local.
La Segunda Guerra Mundial reforzó el estímulo proteccionista aunque a costa de la productividad de todas las actividades.
En ese contexto, la redistribución peronista infló la demanda atizada por una política cambiaria conservadora. Al calor de un mundo escaso de los insumos requeridos para renovar el utillaje industrial, este ofrecía la contrapartida de las condiciones de desahogo externo cuyo timing se exageró suponiendo la inminencia de una nueva conflagración entre EE.UU. y la URSS.
Pero el estímulo de la demanda requirió del subsidio financiero, cambiario y arancelario a las industrias sustitutivas de importaciones, que, simultáneamente, se diversificaron hacia ramas más complejas como la metalmecánica, de fuerte impacto simbólico en la vida cotidiana de las masas aunque más exigentes de insumos y tecnología sobre nuestro balance comercial. El diagnóstico de 1945-46 resultó finalmente desacertado y 3 años más tarde se yuxtapusieron problemas viejos a otros nuevos. El acceso de la potencia comunista a la tecnología nuclear desmintió la inexorabilidad de una tercera guerra. Durante ese trienio febril las reservas acumuladas desde 1945 se consumieron en la compra de rezagos de guerra o de matrices obsoletas y en la nacionalización de diversos servicios públicos.
Por último, la recaída de los precios internacionales de nuestras exportaciones corroboró el carácter estructural del proteccionismo europeo inaugurado por la Gran Depresión aunque ya latente desde la primera posguerra. La inflación emergió por añadidura suscitando la preocupación oficial. Perón intento remitirla desde 1950 mediante un mix de medidas ortodoxas y burocráticas. Por las primeras, restringió el gasto bajo la consigna “consumir menos y producir más”. Luego, la acometió a través de controles cuya novedad ofreció cierta eficacia aunque a costa del desabastecimiento y del mercado negro. Así, hasta su derrocamiento en 1955.
Sus sucesores solo pudieron sojuzgarla mediante políticas ortodoxas aunque con las concesiones heterodoxas propias del contexto mundial. Pero su discontinuidad a raíz de la crisis de la legitimidad del sistema político solo ofreció resultados de corta duración entre 1959 y 1961, 1967 y 1970; y en los meses iniciales de la restauración peronista de 1973. Luego de brutal ajuste cambiario y tarifario del gobierno de Isabel Perón dos años más tarde, se espiraló y hasta 1991 no pudo perforar nunca el piso del 100% anual.
Luego del “final a toda orquesta” hiperinflacionario de 1989-90 y pulverizada por la convertibilidad inaugurada un año más tarde, permaneció latente al compás de un déficit fiscal pertinaz y en ascenso financiado por un endeudamiento inconsistente respecto del crecimiento impulsado por la modernización registrada en esa década. Su fantasma reapareció tras la devaluación masiva de 2002, controlada durante los cuatro años siguientes merced a una ingeniosa macroeconomía de metas articuladas con tipo el de cambio y endeudamiento interno. Abandonada esta estrategia desde 2006, volvió por sus fueros de un promedio del 25% anual entre 2007 y 2013; experimentando, luego, un nuevo curso ascendente que la duplicó hasta posarla al día de hoy en un holgado 50%.
Hasta aquí la crónica. Los monetaristas aciertan en atribuirla al desopilante déficit fiscal. Aunque también es dable recordar que dada nuestra arquitectura económica, demográfica y social el déficit también subyace a la impotencia del Estado frente a las demandas cruzadas de exportadores y el bloque de intereses urbanos en torno de nuestras industrias protegidas hasta fines de los 70; y de los subsidios a los servicios públicos metropolitanos desde 2002. Hemos ahí el conflicto que la política no ha sabido resolver durante los últimos setenta años.
Llegados a este punto conviene explorar su génesis en ciertos datos anteriores a su emergencia, remitiéndonos a nuestra formación nacional desde la segunda mitad del siglo XIX. El artefacto estatal regido por el sistema federal de la Constitución nacional determinó una crónica transferencia de recursos desde las nuevas regiones ricas del Litoral hacia a las provincias tributarias de la extraviada minería colonial desde la Emancipación. Esta dinámica requirió de una administración fiscal delicadísima de márgenes muy estrechos. Así lo demostró la crisis de 1890, a solo diez años de inaugurado un orden público nacional.
Tras una revuelta en la Capital que le costó el cargo al presidente Juárez Celman y en medio de una amenaza de default, su sucesor, Carlos Pellegrini, rectificó los desequilibrios mediante una severa austeridad y una pedagogía rigurosa institucionalizada en la Caja de Conversión. El aprendizaje duró medio siglo, en cuyo transcurso nos fue posible explotar las ventajas competitivas de nuestras exportaciones, convertirnos en una sociedad próspera y capear con singular éxito las estrecheces deparadas por la depresión de los años 30. Hasta que ese conjunto explosivo desde la segunda posguerra nos hizo perder la brújula y la imaginación en un contexto internacional contrario al de aquellas utilidades primigenias.
La inflación representa la ilusión fantasmagórica de los ingresos propios de una etapa extractiva relativamente sencilla agotada hace 90 años y el resentimiento colectivo de su frustración luego de su restauración breve, pero intensa durante la segunda posguerra. Los discursos nacionalistas achacan esta torsión a la conspiración paranoica de enemigos de la patria. Sus resultados fueron una sucesión de políticas públicas incongruentes con un crecimiento mediocre, espasmódico y subsidiado por un Estado insolvente. Es en la superación de ese síndrome histórico que se jugará nuestro destino durante las próximas décadas. Si la clase dirigente, mediante un conjunto de reformas impostergables, confluye en una explicación capaz de modificar esa colección de supuestos devenidos sentido común, o si los núcleos corporativos reaccionarios que la usufructúan nos imponen convivir con este lastre a costa de la miseria social y de la fuga de nuestras mejores inteligencias.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos
En ese contexto, la redistribución peronista infló la demanda atizada por una política cambiaria conservadora. Al calor de un mundo escaso de los insumos requeridos para renovar el utillaje industrial, este ofrecía la contrapartida de las condiciones de desahogo externo cuyo timing se exageró suponiendo la inminencia de una nueva conflagración entre EE.UU. y la URSS.
Pero el estímulo de la demanda requirió del subsidio financiero, cambiario y arancelario a las industrias sustitutivas de importaciones, que, simultáneamente, se diversificaron hacia ramas más complejas como la metalmecánica, de fuerte impacto simbólico en la vida cotidiana de las masas aunque más exigentes de insumos y tecnología sobre nuestro balance comercial. El diagnóstico de 1945-46 resultó finalmente desacertado y 3 años más tarde se yuxtapusieron problemas viejos a otros nuevos. El acceso de la potencia comunista a la tecnología nuclear desmintió la inexorabilidad de una tercera guerra. Durante ese trienio febril las reservas acumuladas desde 1945 se consumieron en la compra de rezagos de guerra o de matrices obsoletas y en la nacionalización de diversos servicios públicos.
Por último, la recaída de los precios internacionales de nuestras exportaciones corroboró el carácter estructural del proteccionismo europeo inaugurado por la Gran Depresión aunque ya latente desde la primera posguerra. La inflación emergió por añadidura suscitando la preocupación oficial. Perón intento remitirla desde 1950 mediante un mix de medidas ortodoxas y burocráticas. Por las primeras, restringió el gasto bajo la consigna “consumir menos y producir más”. Luego, la acometió a través de controles cuya novedad ofreció cierta eficacia aunque a costa del desabastecimiento y del mercado negro. Así, hasta su derrocamiento en 1955.
Sus sucesores solo pudieron sojuzgarla mediante políticas ortodoxas aunque con las concesiones heterodoxas propias del contexto mundial. Pero su discontinuidad a raíz de la crisis de la legitimidad del sistema político solo ofreció resultados de corta duración entre 1959 y 1961, 1967 y 1970; y en los meses iniciales de la restauración peronista de 1973. Luego de brutal ajuste cambiario y tarifario del gobierno de Isabel Perón dos años más tarde, se espiraló y hasta 1991 no pudo perforar nunca el piso del 100% anual.
Luego del “final a toda orquesta” hiperinflacionario de 1989-90 y pulverizada por la convertibilidad inaugurada un año más tarde, permaneció latente al compás de un déficit fiscal pertinaz y en ascenso financiado por un endeudamiento inconsistente respecto del crecimiento impulsado por la modernización registrada en esa década. Su fantasma reapareció tras la devaluación masiva de 2002, controlada durante los cuatro años siguientes merced a una ingeniosa macroeconomía de metas articuladas con tipo el de cambio y endeudamiento interno. Abandonada esta estrategia desde 2006, volvió por sus fueros de un promedio del 25% anual entre 2007 y 2013; experimentando, luego, un nuevo curso ascendente que la duplicó hasta posarla al día de hoy en un holgado 50%.
Hasta aquí la crónica. Los monetaristas aciertan en atribuirla al desopilante déficit fiscal. Aunque también es dable recordar que dada nuestra arquitectura económica, demográfica y social el déficit también subyace a la impotencia del Estado frente a las demandas cruzadas de exportadores y el bloque de intereses urbanos en torno de nuestras industrias protegidas hasta fines de los 70; y de los subsidios a los servicios públicos metropolitanos desde 2002. Hemos ahí el conflicto que la política no ha sabido resolver durante los últimos setenta años.
Llegados a este punto conviene explorar su génesis en ciertos datos anteriores a su emergencia, remitiéndonos a nuestra formación nacional desde la segunda mitad del siglo XIX. El artefacto estatal regido por el sistema federal de la Constitución nacional determinó una crónica transferencia de recursos desde las nuevas regiones ricas del Litoral hacia a las provincias tributarias de la extraviada minería colonial desde la Emancipación. Esta dinámica requirió de una administración fiscal delicadísima de márgenes muy estrechos. Así lo demostró la crisis de 1890, a solo diez años de inaugurado un orden público nacional.
Tras una revuelta en la Capital que le costó el cargo al presidente Juárez Celman y en medio de una amenaza de default, su sucesor, Carlos Pellegrini, rectificó los desequilibrios mediante una severa austeridad y una pedagogía rigurosa institucionalizada en la Caja de Conversión. El aprendizaje duró medio siglo, en cuyo transcurso nos fue posible explotar las ventajas competitivas de nuestras exportaciones, convertirnos en una sociedad próspera y capear con singular éxito las estrecheces deparadas por la depresión de los años 30. Hasta que ese conjunto explosivo desde la segunda posguerra nos hizo perder la brújula y la imaginación en un contexto internacional contrario al de aquellas utilidades primigenias.
La inflación representa la ilusión fantasmagórica de los ingresos propios de una etapa extractiva relativamente sencilla agotada hace 90 años y el resentimiento colectivo de su frustración luego de su restauración breve, pero intensa durante la segunda posguerra. Los discursos nacionalistas achacan esta torsión a la conspiración paranoica de enemigos de la patria. Sus resultados fueron una sucesión de políticas públicas incongruentes con un crecimiento mediocre, espasmódico y subsidiado por un Estado insolvente. Es en la superación de ese síndrome histórico que se jugará nuestro destino durante las próximas décadas. Si la clase dirigente, mediante un conjunto de reformas impostergables, confluye en una explicación capaz de modificar esa colección de supuestos devenidos sentido común, o si los núcleos corporativos reaccionarios que la usufructúan nos imponen convivir con este lastre a costa de la miseria social y de la fuga de nuestras mejores inteligencias.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos
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