“Huimos de la lista negra de Rusia”: el aterrador escape de los últimos dos periodistas en Mariupol
Uno de los responsables de que se conociera, entre otras tragedias, el ataque a un hospital de maternidad relata el espanto y la desinformación que reinan en la cercada ciudad ucraniana
Mstyslav Chernov
MARIUPOL.– Los rusos nos estaban persiguiendo. Tenían una lista de nombres, entre ellos el nuestro, y se estaban acercando.
Éramos los únicos periodistas internacionales que quedaban en la ciudad ucraniana y llevábamos más de dos semanas documentando el asedio de las tropas rusas. Estábamos informando dentro del hospital cuando los hombres armados empezaron a acechar los pasillos. Los cirujanos nos dieron batas blancas para camuflarnos.
Al amanecer, una docena de soldados irrumpieron en el lugar: “¿Dónde están los periodistas?”.
Miré sus brazaletes, azules por Ucrania, y traté de calcular las probabilidades de que fueran rusos disfrazados. Me adelanté para identificarme. “Estamos aquí para sacarte”, dijeron. Las paredes del consultorio temblaban por el fuego de la artillería y las ametralladoras del exterior, y parecía más seguro quedarse adentro. Pero los soldados ucranianos tenían órdenes de llevarnos con ellos.
Salimos corriendo a la calle, abandonando a los médicos que nos habían cobijado, a las mujeres embarazadas que habían sido bombardeadas y a las personas que dormían en los pasillos y no tenían adónde ir. Me sentí pésimo al dejarlos.
Nueve minutos, quizá diez, una eternidad a través de caminos y edificios bombardeados. Cuando los proyectiles se estrellaban cerca, nos tirábamos al suelo. El tiempo se medía de un proyectil a otro. Una onda expansiva tras otra me sacudía el pecho y mis manos se enfriaban.
Los vehículos blindados nos llevaron a un sótano oscuro. Solo entonces supimos por un policía por qué los ucranianos habían arriesgado la vida de los soldados para sacarnos del hospital. “Si los agarran, los grabarán y les harán decir que todo lo que filmaron es mentira”, dijo. “Todos sus esfuerzos y todo lo que han hecho en Mariupol serán en vano”.
El oficial que antes nos había rogado que mostráramos al mundo su ciudad moribunda ahora nos suplicaba que nos fuéramos. Nos empujó hacia los miles de coches maltrechos que se preparaban para abandonar Mariupol. Era el 15 de marzo. No sabíamos si saldríamos vivos.
Camino a la guerra
Cuando era adolescente y crecía en la ciudad ucraniana de Kharkiv, a solo 32 kilómetros de la frontera rusa, aprendí a manejar un arma como parte del programa escolar. Parecía inútil. Ucrania, razoné, estaba rodeada de amigos.
Pero cuando los estadounidenses y luego los europeos evacuaron el personal de sus embajadas de la ciudad de Kiev este invierno, y cuando estudié detenidamente los mapas de la concentración de tropas rusas justo enfrente de mi ciudad, mi único pensamiento fue: “Mi pobre país”.
Sabía que las fuerzas rusas verían la ciudad portuaria oriental de Mariupol como un premio estratégico por su ubicación en el Mar de Azov. Así que la noche del 23 de febrero me dirigí allí con mi colega de toda la vida Evgeniy Maloletka, fotógrafo ucraniano de AP, en su camioneta Volkswagen blanca. Llegamos a Mariupol a las 3.30 a.m. La guerra comenzó una hora después.
Alrededor de una cuarta parte de los 430.000 habitantes de Mariupol se marcharon en esos primeros días, mientras pudieron. Pero poca gente creía que se avecinaba una guerra, y cuando la mayoría se dio cuenta de su error, ya era demasiado tarde.
Bomba tras bomba, los rusos cortaron la electricidad, el agua, el suhotel ministro de alimentos y, finalmente, las torres de telefonía móvil, radio y televisión. Los pocos periodistas que quedaban en la ciudad salieron antes de que desaparecieran las últimas conexiones y se estableciera un bloqueo total.
La ausencia de información en un bloqueo cumple dos objetivos. El primero es el caos. La gente no sabe lo que está pasando y entra en pánico. Al principio no podía entender por qué Mariupol se desmoronó tan rápidamente. Ahora sé que fue por la falta de comunicación.
La impunidad es el segundo objetivo. Sin información que salga de la ciudad, sin imágenes de edificios demolidos y niños moribundos, las fuerzas rusas podían hacer lo que quisieran. Si no fuera por nosotros, no habría nada.
Las muertes se sucedieron rápidamente. El 27 de febrero, vimos cómo un médico intentaba salvar a una niña alcanzada por la metralla. Las ambulancias dejaron de recoger a los heridos porque la gente no podía llamarlos sin señal, y no podían circular por las calles.
Los médicos nos rogaron que filmáramos a las familias que traían a sus propios muertos y heridos. Los bombardeos alcanzaron el hospital y las casas de los alrededores. Rompieron las ventanas de nuestra camioneta, hicieron un agujero en su lateral y pincharon una rueda. A veces salíamos corriendo a filmar una casa en llamas y volvíamos corriendo en medio de las explosiones.
La señal de internet se desvaneció el 3 de marzo. Durante días, el único vínculo con el mundo exterior era un teléfono por satélite. Y el único lugar donde ese teléfono funcionaba era al aire libre, justo al lado de un cráter de proyectil. Me hacía pequeño y trataba de captar la conexión.
Todo el mundo preguntaba, “por favor, dinos cuándo acabará la guerra”. Yo no tenía respuesta.
Bombardeo de la maternidad
Para entonces había presenciado muertes en el hospital, cadáveres en las calles, decenas de cuerpos metidos en una fosa común. Había visto tanta muerte que estaba filmando casi sin asimilarla.
El 9 de marzo, dos ataques aéreos destrozaron el plástico que cubría las ventanillas de nuestra furgoneta. Vi la bola de fuego antes de que el dolor me perforara el oído interno, la piel, la cara. Vimos cómo salía humo de un hospital de maternidad. Cuando llegamos, los rescatistas seguían sacando a mujeres embarazadas ensangrentadas de entre las ruinas.
Nuestras baterías estaban casi agotadas y no teníamos conexión para enviar las imágenes. Faltaban minutos para el toque de queda. Un agente de policía nos oyó hablar de cómo difundir la noticia del atentado. “Esto cambiará el curso de la guerra”, dijo. Nos llevó a una fuente de energía y a una conexión a internet. Habíamos grabado muchos muertos y niños muertos, una fila interminable. No entendía por qué pensaba que más muertes podían cambiar algo. Estaba equivocado.
En la oscuridad, enviamos las imágenes alineando tres teléfonos móviles con el archivo de video dividido en tres partes para acelerar el proceso. Nos llevó horas, mucho más allá del toque de queda.
Entonces, nuestro vínculo con el mundo fuera de Mariupol se cortó de nuevo. Volvimos al sótano de un vacío. En nuestro aislamiento, no sabíamos nada de la creciente campaña de desinformación rusa para desacreditar nuestro trabajo.
La embajada rusa en Londres publicó dos tuits en los que calificaba de falsas las fotos de AP y afirmaba que una mujer embarazada era una actriz. El embajador ruso mostró copias de las fotos en una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU y repitió las mentiras sobre el ataque a la maternidad.
Mientras tanto, en Mariupol, nos inundaba la gente que nos pedía las últimas noticias de la guerra.
En ese momento, ninguna señal de radio o televisión ucraniana funcionaba en Mariupol. La única radio que se podía captar emitía retorcidas mentiras rusas: que los ucranianos tenían a Mariupol como rehén, que disparaban a los edificios, que desarrollaban armas químicas. El mensaje se repetía constantemente, al estilo soviético: “Mariupol está rodeada. Entreguen las armas”.
El 11 de marzo, en una breve llamada, nuestro editor nos preguntó si podíamos encontrar a las mujeres que sobrevivieron al ataque aéreo al hospital de maternidad para demostrar su existencia. Me di cuenta de que las imágenes debían ser lo suficientemente impactantes como para provocar una respuesta del gobierno ruso. Las encontramos en un hospital de la línea del frente, algunas con bebés y otras de parto. También supimos que una mujer había perdido a su bebé y luego su vida.
Subimos a la séptima planta para enviar el video desde el tenue enlace de internet. Desde allí, vi cómo un tanque tras otro se acercaban al recinto del hospital. Estábamos rodeados: decenas de médicos, cientos de pacientes y nosotros.
Los soldados ucranianos que habían estado protegiendo el hospital habían desaparecido. Y el camino hacia nuestra camioneta, con nuestra comida, agua y equipo, estaba cubierto por un francotirador ruso que ya había abatido a un médico que se aventuró a salir.
Las horas pasaron en la oscuridad, mientras escuchábamos las explosiones en el exterior. Fue entonces cuando los soldados vinieron a buscarnos, gritando en ucraniano.
No parecía un rescate. Parecía que nos trasladaban de un peligro a otro. Para entonces, ningún lugar de Mariupol era seguro y no había alivio. Podías morir en cualquier momento.
Nos metimos en un Hyundai con una familia de tres personas y entramos en un atasco de 5 kilómetros para salir de la ciudad. Alrededor de 30.000 personas salieron de Mariupol ese día.
La gente estaba nerviosa. A cada minuto pasaba un avión o había un ataque aéreo. El suelo temblaba. Cruzamos 15 puestos de control rusos. En cada uno de ellos, la madre sentada en la parte delantera de nuestro coche rezaba furiosa, como para que la oyéramos.
A medida que atravesábamos cada puesto –el tercero, el décimo, el decimoquinto, todos con soldados con armas pesadas–, mis esperanzas de que Mariupol sobreviviera se desvanecían.
Al atardecer, llegamos a un puente destruido por los ucranianos para detener el avance ruso. Un convoy de la Cruz Roja de unos 20 coches ya estaba atascado allí. Todos juntos nos desviamos de la carretera hacia las carreteras secundarias.
Al llegar al decimosexto puesto de control, oímos voces. Voces ucranianas. Sentí un alivio abrumador. La madre que iba delante del coche rompió a llorar. Habíamos salido.
Éramos los últimos periodistas en Mariupol. Ahora no hay ninguno.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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