La resistencia a la ley destruye la convivencia democrática
El autor advierte sobre los riesgos de naturalizar conductas como la que promueve Cristina Kirchner ante el pedido de condena en su contra en el juicio de Vialidad
Ricardo Lafferriere
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MADRID.- Podría decirse que poco cabe agregar a lo ya dicho con respecto al juicio contra la expresidenta (y vicepresidenta en ejercicio) Cristina Kirchner y un grupo de funcionarios y allegados. No es tan así.
Confieso, con todo, no haber comprendido la congruencia entre los dichos de la vicepresidenta y los principios del Estado de Derecho. La resistencia de un personaje importante a someterse a la ley y la Justicia equivale a echar por tierra con las construcciones teóricas sobre la naturaleza del poder democrático, la pirámide jurídica y la vigencia de la ley como marco supremo de convivencia en paz.
Es obvio que no se trata de esperar de parte de Cristina Kirchner la actitud de Sócrates, bebiendo la cicuta aun cuando estaba convencido de la injusticia de la sanción, que por cierto no es de este caso. La autoeximición es impune en nuestro Código Penal y nadie puede saber lo que anida en lo profundo del pensamiento y sentimientos de otra persona. Cada delincuente tiene motivos que desde sus valores justifican su accionar delictivo. Cristina Kirchner puede estar íntimamente convencida que hizo el bien actuando como actuó, y eso es comprensible y hasta respetable.
El problema surge cuando ese tipo de convicciones se estrellan contra lo que la sociedad considera compatible con un comportamiento valioso y opina, por lo tanto, que esa conducta autojustificada -como suelen serlo todas las conductas en la evaluación de los delincuentes- resulta perjudicial para la convivencia, y debe ser evitada y sancionada.
Las leyes penales son islotes de excepción en el principio de la libertad de las personas. Definen conductas que no son toleradas por el conjunto y tienen la misión de actuar, en términos compulsivos, de base eficaz a fin de hacer posible la convivencia civilizada en cualquier orden social.
Hay, entonces, tres conceptos en juego.
El primero, es la clara determinación del conjunto social que, a través de las leyes sancionadas por los representantes de los ciudadanos, y según el procedimiento que establezcan, garantizan los derechos fundamentales de todos, delincuentes o no, y definen qué actitudes se consideran dañinas para la sociedad y, en consecuencia, castiga. Una persona puede considerar a cierta ley como injusta y proponer su cambio -tampoco es este el caso-, pero mientras la norma se halle vigente es obligación respetarla si se desea convivir con los demás. De nuevo: Sócrates bebió voluntariamente la cicuta que lo mató. Lo hizo aún a conciencia de que la sentencia a muerte era injusta, porque su respeto por las leyes era más importante que su creencia o convicción personal.
El segundo concepto concierne al principio esencial de la democracia. Tampoco refleja un armado rígido y eterno. Las distintas formas que ha adoptado la democracia a través de la historia y la geografía indican que es nada más que un mecanismo instrumental para definir cómo se ejerce el poder, cuáles son sus límites, cómo se sancionan las normas, cómo se las ejecuta y aplica. El valioso diseño de los tres poderes de gobierno logra este equilibrio a fin de que el sentir y deseo de la mayoría de los ciudadanos defina qué es permitido y qué no lo es, y contempla, por añadidura, las formas de sancionar a quienes cometan los hechos que la sociedad no tolera por un sentido elemental de supervivencia.
El tercer concepto es el de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, principio éste que se abrió camino luego de luchas de diversa intensidad hasta nuestros días, en los que su perfeccionamiento motoriza renovados reclamos. Afortunadamente ha logrado resultados impensables hasta hace no muchos años: el sufragio libre igualitario; los derechos civiles, y luego políticos, de la mujer; la prohibición de la discriminación, la igualdad de trato a los diversos géneros, y otras aspiraciones que marchan en igual sentido. En su forma más básica, prístina y contundente, este concepto se halla grabado en el artículo 16 de la Constitución Nacional, cuando dice que en la Nación Argentina “todos sus habitantes son iguales ante la ley”. Ese concepto se prolonga, como un eje desde el nacimiento de la Nación, en las estrofas que entonamos desde niños: “Ved en trono a la noble igualdad”.
Los ciudadanos argentinos han sancionado y jurado su Constitución Nacional. Ella determina cómo son elegidos sus representantes para dictar las leyes, prevé un presidente para que las haga cumplir y jueces para que sancionen los incumplimientos.
Entre esas leyes están las normas penales que, según ha demostrado en forma pública y contundente en estos días han sido violadas por los imputados encabezados por la vicepresidenta de Nación. He ahí, pues, el núcleo inmediato de lo que hoy conmueve a la República y se prolonga como un gran eco por el exterior del país: ¿cómo ignorar el principio sagrado de igualdad ante la ley?
Los imputados han sido tratados con muchísima más enjundia y cuidadoso cumplimiento de las formalidades legales que a cualquier ciudadano del común. Les han sido garantizados sus derechos inalienables, entre los cuales está la presunción de inocencia, el debido proceso, su derecho de defensa y la vigencia de las reglas procesales sancionadas por los legisladores para que el proceso penal garantice, no solo las aspiraciones de la sociedad a que sus normas sean cumplidas sino también los derechos constitucionales de los imputados.
En consecuencia, la actitud de la imputada Cristina Kirchner está fuera del orden constitucional, fuera de la ley penal y fuera de la ley procesal. La actitud de los magistrados, por el contrario, ha sido impecable. Han tolerado mucho más de lo que se le hubiera tolerado a cualquier otro argentino con acusaciones y pruebas parecidas.
Aun presumiendo una alteración cognitiva en la principal imputada, tanto o más grave es el comportamiento de otros actores. Se trata de la conducta de legisladores, gobernadores, dirigentes vecinales, gremialistas e, incluso, de ciudadanos que la han votado y, por lo que demuestran, la siguen apoyando. No estamos, sin embargo, en la primera mitad del siglo XX, cuando masas irracionales seguían a sus líderes aún a las atrocidades más repudiables. Estamos en el siglo del conocimiento, de la interacción general por las redes sociales, en la reafirmación de la conciencia y la responsabilidad individual y en la reivindicación de los derechos ciudadanos, aun los tradicionalmente negados tras el velo de costumbres ancestrales.
En este proceso no se discuten ideologías políticas; se discute la comisión de delitos. Las ideologías se debaten en los procesos electorales. En los juicios penales la cuestión versa sobre hechos delictivos, sus autores y las eventuales sanciones. No son los dirigentes, ni los gremialistas, ni los gobernadores, ni los ciudadanos de a pie los que participan ni deben participar de estos debates. Es misión de los jueces con jurisdicción y competencia fundada en la Constitución Nacional.
Son campos diversos. No pueden superponerse so pena de retrotraer la convivencia social a tiempos anteriores al orden constitucional, cuando los caudillos con poder decidían sobre vida, muerte y patrimonio de las personas. Eran los tiempos en que esos mismos caudillos confundían lo público con lo privado y el presupuesto y los recursos públicos con su propio patrimonio.
No queremos volver a eso, no queremos que se quiera borrar de un plumazo el orden legal que subsiste a pesar de las corrientes que procuran hundirlo en el fango de los países sin ley y conciencia democracia. Al contrario, queremos avanzar hacia una sociedad más fuerte, con leyes cumplidas por todos, sin privilegios de ninguna índole; un país en el que rija en plenitud el pacto constituyente y las leyes que se dicten en consecuencia. Y también que se suturen las profundas heridas que se han inferido y sufre el país.
El requisito esencial en cuanto a la oposición es separar “la paja del trigo”. Es decir, evitar la consideración de que es corrupto quienquiera que integre las filas del oficialismo. Y el requisito hacia el oficialismo es dejar trabajar a la justicia, terminando con las solidaridades mafiosas que degradan a todos y empañan el porvenir de la Nación.
Despejemos la actualidad política de actitudes que dinamitan las posibilidades de convivencia civilizada. El país requiere reconstruir espacios de diálogo, confrontación sana de ideas, esfuerzo intelectual y patriotismo para encontrar, dentro del respeto estricto por la división de poderes y la libertad de expresión, los mejores mecanismos para liberar las gigantescas fuerzas reprimidas de la Argentina.
El autor fue senador y diputado nacional por la UCR; exembajador en España
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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