martes, 11 de octubre de 2022

EDITORIAL


Grupos identitarios: el gran teatro kirchnerista
Cuando cae el telón de las fantasías y las falsas promesas, se hace visible el país real de la pobreza e indigencia extremas, sin un proyecto serio de gestión de gobierno
Durante la toma de escuelas porteñas, se difundieron videos de jóvenes entusiastas expresándose en lenguaje inclusivo, como si existiese un vínculo entre las usurpaciones y su militancia cultural. No fue difícil encontrar la mano del kirchnerismo en esos movimientos que solo afectaron escuelas de la ciudad de Buenos Aires y no más allá de la avenida General Paz.
Si esos jóvenes hubieran profundizado sus estudios en lugar de acampar en aulas sin docentes, habrían aprendido que la posibilidad de expresarse como lo hacen y no haber sido expulsados por la fuerza se debe a que viven en una democracia liberal y no en un sistema autoritario. Precisamente, la palabra “liberal” garantiza esos derechos, que no existen en los regímenes autocráticos que admira el kirchnerismo, como Rusia, Irán, China, Cuba, Venezuela o Nicaragua. En ninguno de ellos es concebible que estudiantes ocupen escuelas y, mucho menos, que desafíen a las autoridades con modos idiomáticos que estas pudiesen considerar desviadas respecto de sus cánones culturales.
Desde la caída del comunismo por su fracaso ante la prosperidad material lograda por el capitalismo, desapareció el principal actor de la revolución social profetizada por el filósofo de Tréveris: el proletariado. Ante esa evidencia, una nueva izquierda reformuló su estrategia para continuar su intento de demoler las instituciones de Occidente, a través de otros actores.
En la sociedad conviven grupos con distintos intereses que deben articularse para hacer posible la diversidad dentro de la unidad. Hay colectivos identitarios basados en edad, sexualidad, religión, clases sociales, profesiones, culturas, lenguas, capacidades diferentes, educación, etnicidad, identidades de género u otras características o preferencias. La Constitución nacional establece reglas de juego abstractas que permiten un delicado equilibrio entre las inmediatas pretensiones de los grupos y el bienestar general de largo plazo.
Solo en las democracias liberales se plantean estos debates, que a veces amenazan con secesiones territoriales, como los regionalismos europeos. Donde no rige el Estado de Derecho, sino la voluntad del dictador, esas diferencias son reprimidas por la fuerza para consolidar una única visión oficial.
El posmarxismo, cuyo objetivo es demoler el capitalismo liberal y establecer una nueva hegemonía igualitaria, sin jerarquías tradicionales ni derechos de propiedad, aconseja “construir un pueblo” articulando demandas de todos quienes tengan reclamos contra el orden establecido. Pueden ser colectivos pacíficos, parecidos en todo el mundo, como el feminismo, la comunidad LGTB, los ecologistas o los pañuelos verdes. O bien activistas violentos, como los falsos mapuches que ocupan parques nacionales; los seguidores de Juan Grabois, que usurpan tierras urbanas o rurales; los presos liberados durante la pandemia, o los piqueteros, que utilizan a los más pobres en su provecho.
Y allí está el kirchnerismo, con su manual de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, participando de movilizaciones y reclutando ingenuos en cualquier protesta, invitándolos a ocupar butacas de su teatro y a aplaudir una obra donde lo principal ocurre fuera de la escena. Con visión estratégica, Néstor Kirchner montó una ficción progresista para atraer apoyos juveniles mientras, tras bambalinas, puso en marcha el mayor plan de corrupción de la historia argentina. “La izquierda da fueros”, sostuvo, abrazándose a las Madres de Plaza de Mayo como a aquella caja fuerte que lo extasió en Santa Cruz.
Para garantizar impunidad, su sucesora embistió contra la independencia del Poder Judicial, la división de poderes y la libertad de prensa, con el propósito de emular a Vladimir Putin, su mentor ideológico. El kirchnerismo, luego de la invasión a Ucrania, prefiere no hablar más del tema y soslayar que, fuera del mundo islámico, Rusia representa la visión más retrógrada sobre feminismo, diversidad de género, preferencias personales o libertades individuales.
Mientras en la trastienda del teatro el matrimonio Kirchner recibía bolsas de dinero, en la sala su público aplaudía la sanción de leyes sobre educación sexual integral; protección de las mujeres; matrimonio igualitario; identidad de género; fertilización asistida; responsabilidad parental, y, más acá, la creación del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, legalización del aborto, capacitación en género o ley Micaela, entre otras. Cualquiera fuera la opinión que mereciesen esas normas, fueron posibles en el contexto de una democracia con división de poderes.
Pero las mentiras tienen patas cortas y los falsos teatros, también. Un huracán inflacionario corrió el telón y dejó a la vista la miseria kirchnerista, con sus índices de pobreza e indigencia. No es posible simular progresismo y robar a la vez. El presidente delegado, perplejo ante una realidad que lo supera, optó por desaparecer por el foso o cuarto de trampas, sinónimo más que apropiado en este caso. Su lugar lo ocupa un tramoyista de la economía, solícito para realizar trucos que distraigan al público mientras la vicepresidenta hace sus últimos esfuerzos para eludir una condena.
Un país que aspira a incluir a los excluidos, proveer techo a los sin techo, otorgar becas de estudios, ayudar a discapacitados, realizar abortos gratuitos, financiar la fertilización, reinsertar a los desocupados, reeducar a los adictos, resocializar a los presos, reconvertir las villas y proteger a los vulnerables no puede ser conducido por un terceto sin principios ni valores que acomoda las políticas públicas a las urgencias judiciales de una sola persona.
No hay verdaderos derechos sin recursos para financiarlos. Cuando la inflación expande la pobreza y la indigencia deja niños sin comer, se convierten en cartón pintado y las promesas, en discursos grabados, como en el teatro. Y eso deberían aprenderlo quienes toman escuelas y utilizan el lenguaje inclusivo como credencial de su militancia. Las instituciones son frágiles y, si creen que ignorar las leyes y utilizar vías de hecho son formas legítimas de reclamar, no advierten que son funcionales al teatro kirchnerista, donde Vladimir Putin es primer actor, mientras Sarmiento y Belgrano son de reparto.

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