— por Héctor M. Guyot
En cada Mundial me acuerdo de él. Y más en aquellos en los que la selección argentina anda bien y el fervor colectivo, al calor de los triunfos, se vuelve lugar común. Era un gran profesor de filosofía. No tenía que buscar el asombro y la duda en los libros. Los vivía. Hablaba con pasión de Kant, Hegel, Spinoza y otros grandes pensadores. Pero era capaz, en medio de una clase, de olvidar el programa de estudios para interesarse por las preocupaciones existenciales de chicos de clase media alta que dejaban el acné y lucían proyectos de barba convenientemente interrumpidos por la dirección. Estábamos en esa edad en la que, casi listos para dejar el colegio y salir a la vida, uno se pregunta por primera vez quién es uno sin dar con una pista. En mi caso, solo sabía que no sabía nada y que era más probable encontrar el hilo del que tirar en las clases de este profesor peculiar que en la de matemáticas o la de física. Eran más divertidas, además. Lo que recuerdo de él no es ninguna clase en particular, sino el relato que una mañana nos hizo de la forma en que estaba viviendo el Mundial 78, entonces en curso. Fue al día siguiente de un triunfo de la selección de Menotti y el país no hablaba de otra cosa.
Mientras los argentinos se congregaban en el Monumental o frente a la televisión para gritar a coro los goles de Kempes o de Luque, él aprovechaba las dos horas del partido para pasearse solo por las calles vacías de una Buenos Aires deshabitada. Era una oportunidad única, decía, para conocer otra cara de la ciudad y para sentirla de otro modo. Ignoro si había una postura política detrás. Puesto a imaginármelo, lo veo caminando por el medio de la avenida Santa Fe hacia Plaza San Martín, como un marciano que acaba de bajar de la nave que lo trajo del espacio exterior y mira todo aquello por primera vez, envuelto en un silencio solo interrumpido por el canto de los pájaros y el grito de gol que ocasionalmente baja de los edificios para romper el hechizo.
A nosotros, que gritábamos aquellos goles hasta desgañitarnos, en primera instancia nuestro profesor nos pareció, efectivamente, un extraterrestre. Sin embargo, ese insólito y fantasmal paseo encerraba algunas lecciones. Cuando todo el mundo va para el norte, es posible no imitar por defecto lo que hace la mayoría y encaminar nuestros pasos hacia el sur. A veces, incluso, esa independencia de criterio, esa libertad interior, es necesaria para descubrir la otra cara de las cosas.
Ojalá yo haya aprobado esa bolilla fuera de programa, por más que hoy comparta la expectativa con la que los argentinos esperan el partido de mañana. Lo que me parece, después de haber seguido este Mundial de Qatar con bastante atención, es que cada vez han de quedar menos locos lindos como mi profesor de filosofía. A menos que acordemos que los locos son los que están del otro lado. No recuerdo otro Mundial que se haya vivido con un fervor más desatado, no solo en la Argentina, sino en el mundo. Miren por ejemplo ese plano sobre la tribuna que la TV ofrece en cámara lenta después de cada gol. Es una muestra de los extremos a los que puede llegar el sentimiento humano. Los hinchas del país que convirtió el tanto saltan con los brazos en alto mientras el rostro, convertido en una enorme boca, se les desfigura en una mueca más cercana al delirio que a la alegría. Del otro lado, los que se quedan fuera de la competencia se bañan en lágrimas, mancomunadamente unidos en una aflicción y un desconsuelo sin fondo que, por compartido, parece todavía más profundo.
Qatar prueba que al mundo no lo mueve la razón, sino las pasiones. Cada vez más, los mundiales parecen la ocasión en que la aldea global se permite asumir esta verdad sin complejos. Conviene, llegado el caso, que los nacionalismos, el amor a los colores propios o el más elemental sentido de pertenencia adopten la forma de un juego y no sean manipulados por líderes cínicos para alimentar guerras. Además, el Mundial es una inmejorable oportunidad para que los adultos nos comportemos como chicos sin que nadie venga a pedirnos explicaciones. En medio de esta fiebre contagiosa, está permitido que un circunspecto escribano o un gerente de banco lleguen al estadio con la cara pintada, el número 10 en la espalda y un sombrero de bufón celeste y blanco, y con voz ronca y ojos desorbitados le expliquen al movilero, y a través suyo al país entero, cómo debe jugar la selección para llevar la copa a casa. No solo está permitido. Es lo que se espera.
Me gusta esta selección. Me gusta el liderazgo de Messi. Se basa en el respeto y no en el temor, a diferencia de otros. Pero lo que más me gusta es que el equipo deja todo en la cancha. Aunque confían en el resultado, los muchachos ponen el énfasis en el proceso. Hay aquí una gran lección para una sociedad exitista como la nuestra, que siempre ha reparado más en los fines que en los medios. Dejar el alma en la cancha. Así en todo lo que hacemos o al menos en aquello que nos importa. Esto no asegura el resultado. No todos somos Messi. Pero nos permite llegar a nuestra mejor versión.●
Qatar prueba que al mundo no lo mueve la razón, sino las pasiones. Los mundiales son la ocasión en que la aldea global se permite asumir esta verdad sin complejos.
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