miércoles, 15 de febrero de 2023

EDITORIAL


El sueño de una Justicia propia
El ataque del oficialismo a la Corte Suprema deriva de su resistencia a aceptar su independencia frente a fallos que contrarían sus fines
El 4 de junio de 1946, Perón expresó a la Asamblea Legislativa: “En lo que a mí hace, pongo el espíritu de justicia por encima del Poder Judicial… entiendo que la Justicia, además de independiente, ha de ser eficaz, y que no puede ser eficaz si sus ideas y sus conceptos no marchan a compás del sentimiento público”. Poco tiempo después, se concretaría por primera vez un juicio político para destituir a la mayoría de los miembros de la Corte Suprema. Los nuevos cortesanos designados fueron todos abiertos simpatizantes del Partido Justicialista. Atrás quedarían la idea y el ejemplo de Mitre de conformar una Corte independiente. Para disipar toda sospecha de parcialidad en su integración, Mitre había propuesto para cubrir las vacantes a juristas extraídos de las filas de sus adversarios políticos.
En 1949, el justicialismo promovió la reforma de la Constitución nacional. Una de sus nuevas cláusulas exigía que el Senado volviera a otorgar acuerdo a los jueces en funciones, quienes obviamente ya contaban con él. Ello abrió la puerta a una nueva purga, que desembocó en la no confirmación de decenas de jueces nacionales y federales. La intención del gobierno de entonces era manifiesta: buscaba controlar íntegramente el Poder Judicial removiendo a aquellos jueces que no gozaran de su simpatía y designando en su lugar a otros que no desentonaran con las ideas justicialistas. Lo logró: al tiempo que produjo un cambio de paradigma judicial, repobló los tribunales con decenas de adeptos. A partir de entonces, los jueces “acompañarían” las decisiones del gobierno. Ya no se dictarían sentencias que pusieran en tela de juicio medidas del Ejecutivo o del legislador.
Tanto el juicio político como la reforma de la Constitución se llevaron adelante contra la opinión de una importante porción de la sociedad y de sus representantes en el Congreso. Sin embargo, el gobierno de Perón no sintió la obligación de atenuar sus embates buscando acuerdos políticos que permitieran hallar algunos puntos de coincidencia en aras de contribuir a la convivencia pacífica. Sin acuerdos ni concesiones, obtuvo todo lo que se propuso y lo que las mayorías legislativas le permitieron.
Años más tarde, y vueltos al gobierno, en 1973, debían reemplazar a todos los miembros de la Corte Suprema, designados por el gobierno de facto precedente. Una vez más, fueron confirmados simpatizantes del partido. Al mismo tiempo, promovieron una ley jubilatoria que los habilitó a desembarazarse de un altísimo porcentaje de jueces nacionales y federales, al permitirles el retiro de manera anticipada, abriendo la puerta a numerosas designaciones en la Justicia. Menem tampoco resistió la tentación y una de sus primeras medidas de gobierno fue ampliar el número de integrantes de la Corte.
Nuevamente, la mayoría de los designados serían elegidos de entre sus filas.
Tal como se puede apreciar, el paradigma de una Corte Suprema que acompañe las medidas del gobierno, intérprete del “sentimiento público”, forjado en los años cuarenta, es uno de los ingredientes que hoy está en la base del disparatado intento de juicio político a todos sus miembros, para cuya aprobación el oficialismo kirchnerista busca seducir a terceras fuerzas en la Cámara de Diputados.
En muchos casos, algunos relevantes, la Corte ha fallado a favor de los intereses del Gobierno. En otras causas importantes, el tribunal ha dado muestras de no estar dispuesto a “acompañar” ciertas medidas contrarias a la Constitución o a la ley, y esto al Presidente, a la vicepresidenta y a algunos legisladores les resulta intolerable. No piensan ni están dispuestos a soportar algo tan básico como que pueden existir distintos modos de ver un mismo problema y que cuando se den esas situaciones el sistema constitucional vigente imponga acatar esas sentencias. Eso está fuera del paradigma.
Como consecuencia de esta concepción, primero, intentaron vencerlos moralmente a partir de viles diatribas, ofensas, suspicacias y amenazas dirigidas personalmente a cada uno de los ministros.
Dado que esas provocaciones no fueron eficaces, dispusieron esta última arremetida, instando a parte de su tropa a avanzar con el pedido de juicio político. Esta facción, irresponsablemente, así procedió.
Proponer la destitución de todos los jueces de la Corte, en bloque, siempre es una medida arbitraria por varias razones. En primer lugar, el cinismo del juicio a la Corte en 1947 dejó una huella indeleble. Pero, aun sin considerar ese antecedente, todo intento de enjuiciamiento político masivo también despierta dudas y sospechas, porque es difícil imaginar que todos, al mismo tiempo, vayan a estar incursos en alguna de las causales que habilitan la destitución. En el caso actual, esa demostración es prácticamente imposible.
En segundo lugar, si la investigación, además, es instada exclusivamente por las huestes del oficialismo –sin la participación de la oposición–, inevitablemente excluirá a una porción importante del electorado que verá con desconfianza ese golpe, al que se oponen con vehemencia sus representantes. Y eso es precisamente lo que también ocurre en este caso. Parece una obviedad pensar que una medida de esta gravedad debe ser acompañada por una mayoría política que no excluya a la oposición en bloque. Su participación es clave para alejar la idea de que se ataca la independencia de la Corte Suprema y para suscitar confianza en quienes, sin tener especial versación en la materia, eligen apoyarse en la posición asumida por los representantes de su preferencia.
En tercer término, y vuelta la mirada ahora sobre las causales, si no surge con claridad que los jueces han incurrido en una o varias de ellas, el juicio no puede tener andamiento. Por ejemplo, en el presente caso, no existen imputaciones serias de mal desempeño, sino reclamos por sentencias contrarias a los intereses defendidos por el Gobierno. Y esa razón, como recientemente ha resuelto la Corte Interamericana de Derechos Humanos, nunca puede justificar la imputación por mal desempeño. Ese argumento solo revela que los legisladores que peticionan este juicio, fieles al paradigma nacido en los años cuarenta, quieren sustituir sus preferencias por el juicio de la Corte.
El Gobierno está concentrado casi con exclusividad en este juicio. Ninguno de los acuciantes problemas que afectan a la sociedad figura entre sus prioridades, a pesar de los altísimos niveles de pobreza, inflación galopante, fuga de jóvenes y de familias que buscan horizontes más confiables, desinversión y un largo etcétera. Pero los obsesiona la idea de destituir a los jueces de la Corte Suprema.
No puede el juicio prosperar más allá de lo que haga la comisión, donde el kirchnerismo, sumando a los legisladores agrupados en derredor de Massa, posee mayoría. De lograr un dictamen favorable de comisión, este habrá de ir al pleno de la Cámara de Diputados, donde hasta ahora no existen suficientes legisladores que vayan a apoyar la acusación de los jueces supremos. Es decir que todo este enorme dispendio de energías y de tiempo solo habrá servido al distractivo propósito de levantar sospechas infundadas respecto de los jueces involucrados y de su honorabilidad, quienes con seguridad saldrán fortalecidos. Es de esperar que no solo los legisladores de la principal oposición, sino también aquellos pertenecientes a las terceras fuerzas, impidan que el oficialismo pueda avanzar con esta vil maniobra. Sin una Corte y sin jueces independientes, la vida, la honra y la libertad de todos los argentinos quedarán a merced de las preferencias y caprichos del poder de turno.
Es de esperar que no solo los legisladores de la principal oposición, sino también aquellos pertenecientes a las terceras fuerzas, impidan que el oficialismo pueda avanzar con esta vil maniobra

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