Gorillaz. Un colectivo musical virtuoso, ante el riesgo de la repetición
Diego Mancusi
Les pasa a algunas bandas, no a muchas, que llegan a una instancia traicionera de sus carreras en la que todo lo que hacen está de bien para arriba y al mismo tiempo pierden la capacidad de sorprender. No necesariamente por repetirse o copiarse a sí mismas, sino más bien por dejar muy establecidos los ingredientes de su música en sus primeras obras y después reacomodar la receta una y otra vez en canciones que pueden ser efectivas pero quizás no tan memorables. Así, lo que suele resultar son discos que uno recibe con alegría y escucha de punta a punta, para luego volver a ellos en contadas ocasiones, o nunca.
Algo por el estilo parece estar pasándole a Gorillaz, que en realidad -se sabe- es un nombre colectivo para otra de las exploraciones de Damon Albarn. Para analizar Cracker Island, el octavo álbum de estudio del grupo de dibujos animados, uno podría hacer una lista de elementos que cree que va a encontrar antes de escucharlo y después darle play e ir tachándolos uno a uno hasta que no quede ninguno. El pantallazo general es predecible si uno conoce el paño: un disco de pop sintético, con trazas de hip hop, un tufillo dub/psicodélico, colaboraciones de súper lujo y un puñado de melodías de esas que al británico le cuestan tanto como respirar. No están en el mismo orden que en álbumes anteriores, no están aplicados de forma idéntica, pero están. Y quizás sea ese el problema que hace que la euforia por recibir diez temas más que atractivos se extinga segundos después del fade out del último.
Concentrándonos en lo que lo distingue, Cracker Island no es el disco soleado y dicharachero que uno podría esperar, teniendo en cuenta que buena parte de él se compuso y grabó en California y que el mismo Albarn lo definió en una entrevista como “una serie de cuadros imaginarios sobre Los Ángeles”. En eso Damon es inteligente: no se quedó con el estereotipo, con la cáscara de la ciudad que puede apreciar un turista, sino que abrazó sus complejidades (L.A. es, al mismo tiempo, las playas de Malibú y la skid row) y las retrató en una decena de canciones que -con sus vaivenes- parecen elegir una guía de new wave fina o electropop, sintes rigurosos y subibajas melódicos. En ese contexto se insertan las celebridades invitadas, y el uso de “insertan” no es casual: a diferencia de lo que suele pasar en álbumes con grandes nombres, casi ninguno de los feats es protagonista de su canción. Más bien se usan como un condimento, como un sabor agregado al arreglo: la voz rasposa de Stevie Nicks, por ejemplo, subraya la entonación apagada del dueño de casa en “Oil”, Beck es poco más que armonía en la desoladora “Possession Island”, Thundercat entra, deja el funk y se va en el tema que le da nombre al álbum. Las excepciones más notables a esta regla son Kevin Parker de Tame Impala, que se carga al hombro el neodisco “New Gold” (e interactúa con el rapero Bootie Brown de The Pharcyde) y -más que nada- Bad Bunny, que convierte a “Tormenta” casi en un outtake de Un verano sin ti, su elepé del año pasado. Así, pasan las canciones y el gusto que queda en la boca es de desencanto, no del oyente con el disco sino de Albarn con el estado del mundo, y lo que mejor funciona en Cracker Island es justamente la habilidad de éste para expresar ese sentimiento en temas extrovertidos como el mencionado “New Gold”, en otros melancólicos y etéreos como “Skinny Ape” o a mitad de camino como en “Tarantula”. Nada para reprocharle, más que el hecho de ser tan él mismo. El problema de subir la vara.
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