domingo, 25 de junio de 2023

VIDA DIGITAL



Una plantita de plástico y un sincero amor artificial
Una milenaria tradición cultural nos hace pensar que inteligencia y emocionalidad son fenómenos separados; cerebro y corazón; sentimientos y cálculo. Tal vez no sea así de sencillo
Aparte de textos insulsos e imágenes delirantes, la IA generativa está haciendo un aporte tangencial importante; nos obliga a pensar de una vez a qué llamamos exactamente ser inteligente; también está agregando una enorme cantidad de valor real, pero de eso se habla poco
Ariel Torres
Como anticipé dos o tres meses atrás, vamos a tener inteligencia artificial (IA) hasta en la sopa. Especialmente la variante generativa. Esto es bueno y es malo. Es bueno porque advierte a los que toman decisiones que está pasando algo que puede ser políticamente relevante (vaya si lo es). Entonces le prestan atención. Es malo porque estamos antropomorfizando los algoritmos, si me disculpan el gerundio exorbitante (es legal, sin embargo; está en el DRAE).
La situación es esta: de pronto la inteligencia artificial se ha convertido en un actor de la escena social y, por ejemplo, hace declaraciones. El número de problemas de algo así es tan grande que podrían llenarse varias resmas solo para mencionarlas con un titulito y una bajada. Para empezar, la IA no hace declaraciones. Responde estadísticamente según lo que le pongamos en el prompt. Si el planteo es un delirio sideral, la respuesta será un delirio sideral. Esto ocurre en particular con las imágenes. O con preguntas maniqueas. Pero cualquiera sea el contexto, atribuirle a la IA declaraciones es una muy mala idea, porque equipara a una red neuronal con un individuo. No es, sin embargo, la peor idea posible.
El sesgo no es solo a favor de la afectividad; es también en contra de la inteligencia, como si fuera algo aparte, una función de la psiquis humana que puede desencarnarse de la corporeidad humana
Desde hace mucho hay algo que me mete ruido respecto del lugar que le damos en el discurso público a la inteligencia artificial; por mucho me refiero a como mínimo 1997. Nunca llegué a advertir la anomalía. Hasta que el otro día, por esas asociaciones libres de la mente, me pregunté: “¿Por qué no tenemos prurito en hablar de Inteligencia Artificial y, en cambio, nos resultaría inaceptable una disciplina llamada Sentimiento Artificial?”
Quiero decir, la IA toma decisiones por nosotros todo el tiempo hoy; esto incluye los restaurantes que elegimos para una primera cita. Ahora, si a esa primera cita le decimos que nuestros sentimientos por ella son artificiales, lo más probable es que se lo tome a mal. Es muy raro, por lo tanto, que aceptemos mansamente que la inteligencia artificial puede hacer arte, participar de certámenes musicales o competir con ajedrecistas célebres. Lo que me lleva al siguiente paso en este razonamiento.
Salvo que seamos el Señor Spock –y ni siquiera–, nuestra inteligencia no puede separarse de nuestros sentimientos. No solo somos seres emocionales que, llegado el caso, pueden enfrentar algunas situaciones de una forma más o menos racional. Además, nuestra emocionalidad está íntimamente entramada con eso que llamamos inteligencia. Por eso no tenemos una buena definición de qué es la inteligencia humana, y por eso no nos ponemos de acuerdo a la hora de medirla. Todo lo que hacen los algoritmos se puede medir, y si no puede reducirse a una función, entonces la red neuronal no sabrá qué hacer con eso.
Viceversa, los sentimientos no pueden medirse. Uno ama “for ever and a day”, como dice Orlando en As you like it, de Shakespeare. No importa cuántos parámetros le pongas a la red neuronal, si tu cónyuge se entera que tus sentimientos son de alguna manera artificiales, tenés un problema.
Genuinamente simulado
Por lo tanto, tenemos también un prejuicio contra la inteligencia. De algún modo, si es artificial, no pasa nada. La aceptamos. Viceversa, los sentimientos artificiales son una herejía. Casi siempre, en clases y conferencias, cuando pregunto qué es lo que le falta a los algoritmos de IA, me responden “sentimientos”. Pero es peor que eso. Si mañana OpenAI lograra que el pobre GPT desarrolle sentimientos artificiales, nos parecería una blasfemia. O, de mínima, una nimiedad. ¿Por qué?
Porque tenemos un sesgo que podría resumirse así: los sentimientos son por definición auténticos. Pueden ser inconvenientes y cambiantes, pero las razones del corazón tienen el sello de lo genuino. Es algo que sentimos, no algo que pensamos, planeamos, diseñamos, analizamos o calculamos. Nos sale. Espontáneamente. Por lo tanto, sentimiento artificial es un contrasentido.
Todavía más: somos nuestros sentimientos; nos identificamos con ellos. Y no puede haber sentimientos verdaderos o falsos, de la misma forma en que alguien es. Existe. Aunque sea un hipócrita, su entidad no es una simulación. Nadie es falso. GPT cada tanto alucina. Nosotros alucinamos con nuestros sentimientos la mitad de las veces y está todo bien; por eso son sentimientos.
La inteligencia, en cambio, está aparte. Es algo que poseemos en mayor o en menor grado, y si sos más o menos inteligente no altera para nada tu humanidad. Ahora, si no tenés sentimientos, sos un psicópata; sos humano, pero sos también muy peligroso. Nada te afecta; de ahí viene la palabra afectos.
Hace poco alguien se preguntaba si algo que no tiene cuerpo puede de verdad ser inteligente. No, claro. No en el sentido humano. Lo dije cien veces antes; una de las más recientes fue en 2016. Si nos identificamos más con nuestra afectividad que con nuestra inteligencia, ¿por qué le estamos otorgando a la IA una humanidad que no tiene?
Una mujer mira una pintura creada por un algoritmo del colectivo francés OBVIOUS, que produce arte usando inteligencia artificial; el cuadro se titula Retrato de Edmond de Belamy, en ChristiesTimothy A. Clary - AFP
Me contaba un queridismo amigo oftalmólogo que GPT aparecía en un estudio tratando mejor a los pacientes que algunos médicos. Le respondí que era un mundo bastante atroz el que habíamos construido, si un paciente debe resignarse a que el trato empático provenga de una máquina. Y, obviamente, no es culpa de los médicos, añadí, sino de que los médicos están saturados, y ellos mismos son humanos. No puede haber un ejemplo más cabal de que inteligencia y afectividad están entretejidas. En 
La buena noticia, en todo este gran malentendido que sigue creciendo alrededor de la IA generativa –y que por momentos se vuelve farsesco– es que nos está obligando a repensar la inteligencia, algo de lo que sabemos tan poco que no nos importa si es genuina o artificial. La llamamos inteligencia de todos modos, la tomamos al pie de la letra y no nos damos cuenta de que la IA generativa tiene un gran hueco vacío, que hace eco cada vez que habla o produce música, imágenes o video. Ese hueco es donde debería residir el alma.

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