jueves, 7 de diciembre de 2023

“¡Viva la pepa!”: cuando el psicoanálisis argentino descubrió el LSD




“¡Viva la pepa!”: cuando el psicoanálisis argentino descubrió el LSD
La historia del desembarco del ácido lisérgico o LSD como "terapia" en la Argentina....Alfredo Sábat
Anticipo del libro de Damián Huego y Fernando Krapp, publicado por los sellos Ariel y Notanpuan, que llega esta semana a las librerías; un recorrido por la figura del psicoanalista Alberto Tallaferro, el primero en utilizar ampollas de ácido lisérgico en el ámbito clínico
La primera valija de ampollas con ácido lisérgico que llegó a la Argentina terminó en un tacho de basura. Estaba adentro de una caja de cartón. En uno de los ángulos superiores tenía una estampilla con el dibujo del Puerto del Rin en Basilea. El remitente decía: Calle Quintana 202, esquina Montevideo, Capital Federal, Argentina, Laboratorio Tarazi-Alberto Tallaferro.
El médico y psicoanalista argentino Alberto Tallaferro había hecho el pedido a Sandoz por medio del laboratorio de su amigo Tarazi. Cuando recibió la caja, la abrió de inmediato. Adentro había una valija pequeña, como las que usan los pintores para guardar pinceles y acuarelas. Con cuidado volvió a cerrar las tapas de la caja de cartón y la apoyó en la mesa de luz de la habitación matrimonial. Luego, sobre la cama que había tendido Rosa, la mucama paraguaya que, según Tallaferro, parecía haber salido de una obra de Gauguin, dejó una camisa blanca y una corbata negra con franjas rojas, y entró a bañarse
"¡Viva la Pepa!", de Fernando Krapp y Damian Huergo (Ariel / Notapuan; $11.900)

Nadie sabe qué pensó Tallaferro mientras el agua le caía por la cara y le mojaba el pelo negro. Quizás tuvo la sensación extraña, sospechosa, paranoica, de ver realizarse de un modo sencillo una situación que a priori parece compleja. Quizás respiró hondo para calmar la ansiedad y no alterar el protocolo de investigación que había firmado para que le enviaran la remesa. Quizás sintió que en sus manos, a pocos metros, tenía la llave de otros mundos. O quizás, cuando cerró el agua caliente y dejó caer sobre su espalda un chorro de agua fría, helada, se preguntó por qué se empeñaba en experimentar con técnicas nuevas.
El ácido lisérgico extraído del cornezuelo de centeno era una sustancia de fácil descomposición. El problema surgía cuando se mezclaba con restos alcalinos. Hofmann rebotó en las paredes blancas del laboratorio hasta encontrar una solución. Con la premisa de que la ciencia se construye sobre capas geológicas de conocimiento, tomó la Transposición de Curtius, un método que le permitió combinar el ácido lisérgico con restos básicos y así crear una gran cantidad de compuestos sintéticos.
Hofmann, con su equipo, buscaba aislar los principios activos del hongo para poder aplicar la dosis exacta en el útero de la mujer ante dificultades durante y con posterioridad al parto. Al primer alcaloide que produjeron lo llamaron Methergin, y aún hoy se continúa usando en clínicas y hospitales. Fue la primera síntesis del laboratorio conducido por Hofmann. La segunda síntesis que sigue vigente en la actualidad es la dietilamida, la número 25 en la serie de estos derivados sintéticos del ácido lisérgico. En la jerga del laboratorio, Hofmann la bautizó LSD-25.
El descubrimiento fue involuntario, como la aparición de una isla con vegetación rosa, verde, naranja y celeste que surge en el medio del océano sin figurar una sola coordenada en el mapa. Un año antes del estallido de la Segunda Guerra, en 1938, Hofmann estaba intentando conseguir un analéptico, una sustancia estimulante del sistema circulatorio. La probaron en animales y no funcionó. En el informe de la Sección Farmacológica, decía: «los animales se intranquilizaron con la narcosis». Desde el directorio de Sandoz fueron tajantes: decidieron no mostrar más interés en el LSD-25 y suspender los ensayos.
Durante cinco años no se hicieron más pruebas. Hasta la primavera de 1943, cuando Hofmann, siguiendo un presentimiento, volvió a realizar la síntesis del LSD-25. En simultáneo, en la misma época, ya se trabajaba en la construcción de la primera bomba atómica, que se lanzó dos años después, en 1945. Dos descubrimientos, dos avances científicos, dos explosiones, dos hermanos díscolos del paradigma positivista, que torcieron la historia de la humanidad, tanto en su capacidad destructiva como en su potencialidad perceptiva.
Cuando Tallaferro salió del baño, con una toalla blanca sobre los hombros, levantó la camisa de la cama. Pasó cada brazo por una manga y se abrochó los botones con disciplina. Hizo un paneo por la habitación buscando los zapatos. Su mirada no se detuvo en ningún rincón de la alfombra. Se congeló sobre la mesa de luz, la de su lado de la cama, donde hacía unos minutos había dejado la caja de cartón con ampollas de LSD adentro.
Gritó, gritó fuerte Tallaferro. Tan fuerte que Rosa corrió rápido hacia el cuarto como si hubiera sonado una sirena. Sus hijos, acostumbrados a escucharlo berrear, también se sorprendieron ante una nueva tonalidad de su humor. Tallaferro preguntó por la caja. Rosa, atropellada, le contó que la vio en la mesa de luz, abierta, y la metió en una bolsa de nylon. Justo pasaba el carro de la basura, dijo. En Recoleta, en uno de los barrios más exclusivos de la la Argentina, de América Latina, en la década del cincuenta aún pasaba el carro. Rosa salió rápido con las bolsas que se acumulaban en la cocina, también con la que tenía la caja con una estampilla de Basilea. Luego de saludar al basurero, al jinete curtido que guiaba a un caballo por el empedrado de Recoleta, tomó impulso y tiró las bolsas en el interior del carro. Sin despedirse, lo vio alejarse. Incluso, al darle la espalda, siguió escuchando el taconear de los cascos del caballo sobre la calle de piedra.
En 1943 el Gran Consejo Fascista depuso a Benito Mussolini. También se desencadenó la Batalla de Stalingrado: derrota clave para el ejército alemán. Tropas soviéticas liberaron Kiev de la toma del ejército nazi. También las fuerzas de los Aliados desembarcaron en Sicilia; a los pocos meses controlaron su territorio. En Argentina, el golpe de Estado de 1943 derribó al gobierno «semilegal» de Castillo, «un enemigo del pueblo trabajador», según el comunicado de la llamada Central General de Trabajadores n° 2. Y en Suiza, precisamente en Basilea, el viernes 19 de abril, Hofmann interrumpió su trabajo y, con una única testigo, emprendió el famoso viaje desde el laboratorio Sandoz hacia su casa, en bicicleta. En el laboratorio, Hofmann trabajaba en condiciones de extrema limpieza. Dentro de los frascos manipulaba sustancias tóxicas y la obsesión era parte fundamental del cuidado. El primer contacto con la dietilamida del ácido lisérgico sucede el 16 de abril: Hofmann se lo atribuye a «una acción tóxica externa». Dice: «Quizás un poco de la solución del LSD había tocado la punta de mis dedos al recristalizarla y un mínimo de sustancia había sido reabsorbido por la piel». De ser así, fue una dosis pequeña que generó unos pocos cambios de percepción aleatorios. «Tenía una calidad placentera de cuento de hadas», recuerda en 1976, en una entrevista que le hicieron en la revista High Times.
Al llegar a su casa, Hofmann creó un ambiente de semipenumbra: la luz del día le resultaba insoportable. Luego, se acostó en la cama. Cerró los ojos y se entregó a «un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada», como anotó en el informe que le envió al profesor Stoll.
Hofmann empezó a percibir imágenes fantásticas, caleidoscópicas. Un hechizo similar al que tuvo de niño, camino del bosque Martin, al norte de Baden, en Suiza. Un resplandor de belleza que llegaba «al alma de un modo muy particular». Una visión que lo llevó a experimentar un mundo oculto, insondable, desbordante de vitalidad. Casi cuatro décadas después, en su casa de Basilea, volvió a tener una contemplación similar, una epifanía visionaria. La diferencia era que esta vez podía darle una explicación química y, sobre todo, en sus manos y conocimiento estaba la posibilidad de que no fuera la última ni, menos, que sucediera de un modo repentino. El mundo oculto, la dimensión insondable, las puertas de la percepción, tenían una llave. O una ampolla, o un líquido, o un cartón. Y él, Hofmann, tenía la clave, el código, la fórmula, para su creación.
A Alberto Tallaferro le dio un ataque de nervios al escuchar el relato de Rosa. Su mujer, María Angélica, a su lado, lo tranquilizó o intentó hacerlo. Y le dijo que esperara, que esperara allí, en la habitación. Ordenó a Rosa que le llevara un té: no para calmarlo sino para darle un tiempo, unos minutos para controlar el temblor de las manos.
Sin abrir la boca, María Angélica se puso un abrigo y salió a la calle a buscar un taxi. A Retiro, le dijo al primer chofer que pasó. Luego dio más precisiones: al basural que está pegado a la estación de ferrocarril, dijo. No era la primera vez que veía las montañas de basura. Eran parte del paisaje que miraba por la ventanilla del tren en sus excursiones al Tigre. Aun así, la sorprendió el olor rancio y pesado, casi tangible, y el suelo movedizo donde intentaba hacer pie.
La pila de basura tenía la altura de un vagón. María Angélica la recorrió como una hormiga. Separó bolsas de nailon, botellas, cartones mojados, telas pegajosas. Estuvo un rato largo, hasta que desistió cuando la luz del sol dejó de iluminar lo que sostenían sus manos. A pocos metros del basural, los faroles de los andenes de la terminal de Retiro se iban encendiendo como notas musicales. María Angélica, con las uñas largas llenas de barro, suspiró. La valija no apareció. Tampoco un rastro, una etiqueta, un pedazo de cuero, nada. La valija estaba hundida en la mugre, entre los restos de la ciudad, bien abajo, en el fondo del fondo, enterrada en un lugar al que nadie llegó; al menos, nadie alertó que hubiera descubierto la primera valija con LSD en aterrizar en la Argentina.
Tres días después de la primera toma involuntaria, el 19 de abril, Hofmann realizó la primera experiencia formal. Un autoensayo, como dicen en la jerga científica. Preparó una solución de 5 miligramos y tomó una fracción de 0,25 miligramos de tartrato de dietilamida de ácido lisérgico. No esperaba que una dosis tan pequeña le hiciera efecto. Y menos, negativos. Luego de tomarla, Hofmann pensó que se moría o que se estaba volviendo loco o las dos cosas a la vez. Pensó en sus dos hijos y en su mujer Lucerna. Se los imaginó preguntándose por qué su padre y su esposo, respectivamente, había hecho semejante experimento. En sus palabras, por qué había dejado que el demonio entrara en su cuerpo.
El químico Albert Hoffman, el "inventor" del LSD
Antes de salir del laboratorio, Hofmann ordenó los elementos de trabajo. Se sentía mareado y, en el cuerpo, un hormigueo lo recorría desde los pies hasta el cuello, como si fuese un territorio a explorar. Sin meditarlo, decidió volver a su casa. En plena guerra mundial, casi no había coches ni combustible de uso civil. Hofmann se subió a una bicicleta negra, de cuadro inglés. Susi Ramstein, una chica de 21 años que trabajaba como ayudante del laboratorio, lo acompañó en otra bicicleta. En el camino, los árboles, las nubes, las flores, se veían distorsionadas. Formas que tomaban nuevos ángulos, otras curvaturas, distintos colores. El camino de siempre pero distinto, como si lo estuviera haciendo por un sendero paralelo.
Al llegar, Hofmann tuvo la sensación de que no podía mover las piernas. Se preguntó cómo había hecho para llegar hasta ahí en bicicleta. A su alrededor todo giraba: los objetos y muebles tenían formas grotescas, con dientes y garras; se sintió amenazado. Sin embargo, Ramstein le despejó los fantasmas que tenía adentro y empezaron a crecer afuera. Le dijo que habían pedaleado a buena velocidad, sin problemas en el camino. Y repitió: ya está en casa.
Antes de bajar las cortinas del living, Hofmann, inquieto, le pidió a Ramstein que llamara al médico y fuera a buscar leche a casa de los vecinos. Mientras esperaba, su cabeza seguía funcionando, hilando palabras oscuras, dictadas por el miedo: «Repleta de amarga ironía se entrecruzaba la reflexión de que era esa dietilamida del ácido que yo había puesto en el mundo la que ahora me obligaba a abandonarlo prematuramente».
El médico se acercó pronto: no encontró nada raro. Escuchó los miedos de Hoffman, pero sobre todo puso el foco en los síntomas: pupilas dilatadas; pulso, presión sanguínea y respiración dentro de los parámetros normales. En una pausa, Ramstein le contó del autoensayo. El médico no se alteró. Se quedó un tiempo en la casa, hasta que el efecto empezó a ceder. En ese lapso entre el pánico y el regreso a la cotidianidad familiar, Hofmann pudo gozar de los colores que inundaban sus ojos cerrados, de la intensificación de los sonidos que llegaban de la calle, de los sabores nuevos que tomaba la comida. En sí, las virtudes de una sustancia psicoactiva que tenía unas propiedades extraordinarias.
Años después, en distintas entrevistas, dándole una pincelada de contemporaneidad a su lenguaje, Hofmann dirá que su primera experiencia formal fue «un mal viaje». Sin embargo, en ningún momento lo señala como un obstáculo para continuar experimentando.
Para recibir una valija con ampollas de LSD en otro continente, otro país, a más de 10.000 kilómetros de distancia de Suiza, no había que hacer una transferencia bancaria ni acercar dinero por algún túnel ilegal o por caminos informales. Con llenar una solicitud era suficiente. El pedido no podía hacerlo cualquiera. Debía ostentar algunas cualidades científicas. Y, en particular, comprometerse en dos puntos fundamentales. El primero, cada científico o psiquiatra debía realizar autoensayos con las dosis enviadas antes de administrar la sustancia a pacientes externos. Segundo: una vez realizados los experimentos, debían escribir artículos científicos acerca de ellos en revistas especializadas.
El modelo de experimentación era el que venía realizando desde 1947 Werner A. Stoll, el hijo de Arthur Stoll, en la clínica psiquiátrica de la Universidad de Zúrich. Los pasos: recibir el LSD, experimentarlo con supervisión de un asistente y, por último, dejar registro por escrito de la experiencia.
En su casa de Recoleta, Tallaferro, resignado a no encontrar la valija que imaginaba degradarse en el basural de Retiro, volvió a llenar una solicitud. Para su sorpresa, también fue aprobada. La segunda valija con LSD hizo el mismo recorrido que la primera: desde Basilea a Buenos Aires, en uno de los compartimentos de un Douglas DC4. La diferencia fue que apenas llegó a la casa de Quintana 202, Tallaferro no le sacó los ojos de encima. Rodeando la caja con las dos manos, subió cinco pisos por la escalera y la dejó sobre el escritorio de su consultorio. Después, cerró la puerta y puso llave. En ese instante, el lienzo blanco de la psicología empezaba a tomar sus primeros colores. Con la segunda valija que había llegado a las manos de Tallaferro, comenzaba el viaje del LSD en la Argentina.

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