Gino Bogani
“Negar una vanidad sería ridículo”

Texto de Mariángeles López Salon // Fotos: Manu Cascallar
Con la cabeza en alto, el cabello recogido y la mirada altiva, posa como una mannequin de alta costura (un desprevenido bien podría confundirla con un miembro de la realeza). La foto en blanco y negro impide adivinar el color de las telas que la envuelven, y que luego tomarán la forma de vestido de gala. A sus pies, su hijo ajusta el ruedo. Él sí mira a la cámara, con los ojos claros que, décadas después, se mantienen enigmáticos, astutos, con cierta picardía. ¿En qué piensa Gino Bogani? En este momento de la entrevista, en su madre, Alma, y en la foto que ocupa un lugar privilegiado de su atelier, custodiada por un ramo fresco de liliums blancas y un premio Konex. El petit hotel de Rodríguez Peña al 1000 es una joya arquitectónica de 1895, un lugar bastante particular en ese entorno, que guarda gran parte de la trayectoria de Bogani, el diseñador argentino de alta costura de todos los tiempos. “Cuando me mudé acá, hace 50 años, no había tanto comercio –dice–. Ahora hay ferreterías, verdulerías, como en todos lados”. Nació en Libia, se crió en Italia, cuando llegó a la Argentina desembarcó en Mar del Plata y años después tuvo mudanza familiar a Buenos Aires. Viajero por trabajo y decisión, acompañó a clientas a todas partes del mundo: París, Italia, México, Chile, Paraguay, Estados Unidos, República Dominicana. Lamentó que un accidente le dejara una lesión en la pierna y le impidiera acompañar a una novia a su boda en el Vaticano. “Es algo que no tengo todos los días. En tantos años de trabajo era la primera vez que me tocaba un casamiento en Roma”, lamenta. Vivió en Florencia hasta los cinco años y cuatro meses. Jugaba en la Piazza della Signoria, se trepaba a la Fuente de Neptuno y a todas las estatuas que rodean la Galleria degli Uffizi. “Para mí era la cosa más normal del mundo. Con el tiempo, cuando lo pude raciocinar, para mí todo eso era normal, claro, en lugar de ver el arbolito de acá, de la plaza, veía el David, de Miguel Ángel”. En sus 62 años de carrera vistió a mujeres en todo el mundo. Se publicaron varias anécdotas con Sophia Loren, Liza Minnelli, pero él prefiere no repetirlas. “Son circunstanciales, pero he estado con tantas personalidades. No son representativas, es gente que he tenido la suerte de conocer, que fue muy agradable, pero nada más. Puedo decir que soy más amigo de Ornella Vanoni, o que conocí a Lola Flores, por ejemplo”. Sí fue determinante su amiga Josefina Fifa Travers, que lo impulsó para ponerle su firma a la boutique.

–¿Cuál fue el momento bisagra de su carrera? En el que Gino Bogani comenzó a ser reconocido. –Creo que empezó en la boutique de Avenida Alvear y Ayacucho, debajo del Hotel Alvear. Había mandado a hacer un cartel sobre el mármol gris: Alma Bogani. Mamá toda la vida me había dicho que tenía que ponerle mi nombre, y mis clientas insistían: «¿Por qué, si vos hacés todo?». Yo tenía otras fantasías, otras cosas. –¿Qué otras cosas? –Me gustaba el teatro, el cine. Iba más bien por ese wing, quería ser actor. El año pasado me encontré casualmente con el Puma Goity en el programa de Juana (Viale). Le dije que iría a verlo en Cyrano de Bergerac y le conté que había actuado en Cyrano, con Zelmar Gueñol, Nelly Meden y Walter Santana. En el primer acto hacía el papel de Bellerose, el dueño del teatro, y, en el segundo, de cadete. Tenía 24 años. –Entonces pudo probarse en la actuación. –Hice la temporada de verano en el Botánico. En realidad, a mí me gustaba mucho el cine. Pero, en ese entonces, los galanes tenían de 40 años para arriba, y yo tenía veintipico y parecía de 14. Ahora tengo 80 y parezco de 90, pero no importa [se ríe]. –¿Qué lugar ocupaba la moda en su vida? –El tema de la moda era para mí tan natural. No era lo que yo me imaginaba para mi vida. Es más, no seguí estudiando arquitectura, que me encantaba, porque era una bestia en matemáticas. Aunque hubiera sido un muy buen arquitecto. Hice trabajos de remodelación y decorado de casas para amigos que me lo han pedido, no profesionalmente. –Ni arquitectura ni teatro, ¿cómo se impuso la moda? –Cuando teníamos la boutique en la calle Uruguay, ya no queríamos saber nada más [lo dice en plural, refiriéndose a sus padres]. Varias clientas me insistían, pero fue sobre todo Fifa Travers quien me dio el empujón. Era un negocio donde vendía de todo, diseñaba vestidos para que los hicieran las modistas, y también vendíamos cosas hechas. Pero hubo algo que me dio una formación muy importante, y que me hizo ser un poco obsesivo, bastante. En esa época se usaban las blusas hechas con pañuelos de seda. Compraba pañuelos y las hacía. Mamá me decía que cortara la tela para que la mejor parte estuviera a la vista. En ese entonces no se decía diseñador de moda, era ser modisssto [alarga la S]. Odié toda mi vida esa palabra. El modissssto. Con el tema de las blusas, conocí a una costurera y justo di en la tecla, porque era más obsesiva que yo. La costura no se corría ni un milímetro. –¿Por qué fue una formación tan importante? –Su forma de trabajar me pareció normal. Con los años me di cuenta de que no lo era, era extraordinaria. La precisión de esa costurera para mí fue una formación, sin haber estudiado. –¿No estudió corte y confección? –Nunca. Tampoco estudié diseño. Es una cuestión innata. Es difícil encontrar hoy gente así, con esa precisión. En el mundo está en vía de extinción el preciosismo. También sucede en Europa, que indudablemente es como una meca, sobre todo Italia y Francia. En el 85, en una comida en París, ya lo comentábamos con Gianfranco Ferré, que además de diseñador era arquitecto, y él me decía que era muy difícil encontrar artesanía. Su nombre aún no era conocido cuando el médico de su madre llegó con un pedido especial, que le hiciera el vestido de novia a su sobrina. Era su primer traje de novia. En sus recuerdos, la pieza hecha a mano y cosida íntegramente por él, estaba bien confeccionada, pero a Bogani le daba curiosidad, décadas después, saber si era como la imaginaba. Durante la pandemia se contactó con el médico y rastreó la prenda hasta conseguirla. Volvió a sus manos dentro de una caja que, al abrirla, no le dejó duda. “En mi cabeza tenía la idea de que estaba bien, pero tenía que ver con mi cabeza de hoy cómo era”, dice. –¿Y cómo era? –Extraordinario. –¿Qué hizo con el vestido? –Lo guardé, pero durante la pandemia, como no recibía clientas, lo dejé en el maniquí. Venía todos los días, lo miraba. Indudablemente este era mi destino, porque yo hice ese vestido sin nunca haber aprendido, no me cayó del cielo. Ese vestido hoy lo pongo en una pasarela y se queda muerto más de uno. –¿Lleva la cuenta de cuántos vestidos hizo? –A veces me sorprendo porque, siendo tan puntilloso como soy con ciertas cosas, no he sido puntilloso en anotar eso. –Tiene que haber una razón. –A veces pienso que todo se fue dando, no me lo propuse. Eso sí, siempre haciendo sacrificios, trabajando de día y de noche. Acá enfrente, en diagonal, vivía Tita Merello, que se hizo muy amiga de mamá, vino varias veces a almorzar y a tomar el té en la boutique. Una madrugada yo estaba trabajando, preparando una colección, y me faltaban unos días. Como ella era nocturna vio la luz encendida, me llamó y me dice: «Pibe, comé algo y andá a dormir». Le dije: «no Tita, ¿qué voy a ir a dormir? Si me faltan 10 vestidos y no llego». Su respuesta fue, palabras textuales, «Pero no te calentés pibe. La ética y la estética no están más de moda». –¿Cómo recibió el comentario? –Me cayó pésimo. Cómo me puede decir esto, me preguntaba. Yo estaba cansado, después de noches despierto. Días más tarde me cayó la ficha, entendí que tenía razón. Porqué sucedían cosas, la ética se había perdido, y de alguna manera la estética también. Fue el principio de una decadencia. Por eso no contabilizo los vestidos, no le doy importancia. –¿Y qué es lo importante? –La realidad, enfrentar el trabajo todos los días, trabajar con gente fiel y leal. Detesto la hipocresía, detesto la mentira, detesto lo deshonesto. Mentiras, algunas piadosas, quién no las dice, la verdad. Pero la hipocresía me mata. –Un trabajo tan intenso, ¿le quitó tiempo para las amistades? –Tengo amigos en varios lugares del mundo, que quiero mucho. A algunos no los veo hace tiempo, pero tenemos el cariño, el afecto. –¿Y el amor? –El amor existió, sino no podría estar tan bien [ríe]. –¿Ahora existe? –No. –¿Lo necesita? –Al no tenerlo, no lo siento. Me doy cuenta de que hay personas, no importa el sexo, que no pueden estar solas. Necesitan pareja, estar con alguien al lado. Tengo 81 años, veo las cosas de otra manera, eso no quiere decir que en su momento cada cosa fue maravillosa. –¿Le pesa la edad? –Me siento con el mismo entusiasmo, indudablemente no tengo la misma energía. Tengo las mismas ganas, nada más que sé que estoy más cerca del ocaso [se ríe]. Hay una realidad, antes una persona de 80 años parecía un abuelo. En un negocio decían Hola, abuelo, qué necesita. Pero cuando me dicen Don Gino, me quiero matar.

Entre una ferretería y un local de piercing y de tatuajes se impone una fachada imponente y ornamentada, con un vestido de gala detrás de la vidriera y una altísima puerta de madera tallada. Todo cambia al traspasar la entrada: como en una escenografía palaciega, frente a un gran tapiz con siluetas francesas se destacan un par de caballos antiguos esmaltados, esculturas aladas, una gran tortuga en aluminio y un sillón de estilo con una flor de lis grabada. Pero las piezas más peculiares las expone en su atelier. Todo comenzó con una rana bordada a mano. La misma que, años atrás, había dado un toque de originalidad en un desfile. La colección tenía cocodrilos, jirafas, pero esa única rana llamaba la atención. Bogani lo comprobó cuando una clienta amiga le contó que tenía un baile en París, y que no usaría vestido. Le pidió un tailleur pantalón de noche en satén color orquídea, algo atípico para la ocasión. Cuando el traje estuvo listo, se lo probó y, frente al espejo, dijo: ¿Y la rana? –¿Qué rana? respondió Bogani. La de aquella pasarela estaba guardada como un tesoro y la bordadora ya le había advertido que, por el trabajo que implicaba, no la haría de nuevo. Por suerte (para la clienta), aceptó bordar una más: ella se fue feliz al baile, con su traje entre vestidos largos, y la rana suplente quedó apoyada en una mesa. Y siguió destacándose. Otras clientas aparecieron con ranas de regalo, varias de cerámicas, otras de metal, alguna de plástico; con piedras, flores, esmaltadas. Las traían de sus viajes, llegaban de todas partes del mundo y, cuando volvían al atelier, se cercioraban de que estuvieran las suyas. Además, tiene una colección de pequeños elefantes (que también comenzó con el regalo de una clienta), una tortuga enorme en cristal que le obsequió el mismísimo dueño de Swarovski –“luego, a partir de esta escultura, comenzaron a fabricar animales de cristal en tamaño grande”–, lámparas con caireles, premios y trofeos de toda índole, y un semicírculo de paneles espejados frente a los que se probaron sus vestidos grandes figuras de la Argentina, como Susana Giménez, Graciela Borges y Mirtha Legrand. “Con Susana tenemos una amistad de compartir tantas cosas juntos. La conocí cuando fue a comprarse un vestido con Mechita en la boutique de Alvear, me acuerdo que era ajustado y muy trasparente para la época, de gasa al bies, con rayos en amarillo y bermellón”, recuerda con una memoria fuera de lo común. A Graciela Borges la conoce desde sus comienzos, y con Chiquita Legrand se vieron por primera vez en un festival de cine en Mar del Plata. Ahora se divierte eligiéndole el vestuario a Juana Viale desde que encabeza las mesas de su abuela. –¿Cómo fue el efecto Juana en su carrera? –Había generaciones que no me conocían, porque en determinada etapa, y lo sigo haciendo, yo he vestido a nietas de mis clientas, para sus 15 años. Pero, indudablemente, después hay un cambio generacional, como existe para la misma clientela, que antes viajaba a Europa con un equipo para verano o invierno. Eso no existe más. Muchos jóvenes me conocen, y hay otros que me conocieron por Juana. Pero siempre me pasó que me reconocían, también los chicos. Esa llegada la tuve siempre. –¿Cómo es el vínculo con Juana? –Con Juana fue así: domingo 24 de mayo, 2020. Pandemia. A las 10.40 de la mañana suena el teléfono. Marcela (Tinayre), la madre, me dice Gino, te está llamando Juana y no le contestás. A Juana la conozco desde la panza. La llamé, ella me estaba mandando mensajitos, de los que no estoy pendiente todo el tiempo. «Me gustaría hablar con vos», me dice, «¿no te gustaría vestirme?» Porque ella ya había empezado el programa. Le dije sí, cómo no. –¿Cómo fue el reencuentro? –Fue otra forma de conectarnos, ya era profesionalmente. Se produjo eso. Nos reímos mucho. Si la vieran a Juana probando acá, que viene con cara lavada, con el pelo suelto, con zapatillas, y, de golpe, se transforma. No podrían creer lo que es. El set, el estudio, indudablemente tensiona. Ella es espontánea, cariñosa, afectuosa. Es una mujer libre, libre, libre, libre. Con Juana asistió a la última edición de los Martín Fierro de la Moda. Pensó que iría como espectador, por eso lo tomó por sorpresa cuando lo invitaron al escenario para recibir el homenaje como Maestro de la Alta Costura. “Cuando me premiaron me sorprendí muchísimo, me emocioné. Fue muy fuerte ver que todo el teatro se pusiera de pie. No sé ni qué dije, pavadas habré dicho. Fue una ovación”. Para él, todos los premios son importantes por igual. No los esperó, pero sí se sabe merecedor de cada uno, como las condecoraciones de Cavaliere de la República Italiana y la Orden del Mérito en grado de Commendatore; el premio a la trayectoria del Fondo Nacional de las Artes; el Konex de Platino 2022 en diseño de indumentaria; Personalidad Destacada de la Cultura por la Legislatura Porteña, y varios más. –Luego de tantos reconocimientos, ¿alguno fue tan especial como el último Martín Fierro? –Fue similar a la emoción que sentí cuando hice el vestuario de La Cenicienta, dirigida por Sergio Renán, en el Colón (2012). Tengo abono en el Teatro Colón, desde que iba con papá y mamá. Había estado en el escenario en comidas a beneficio, sentados, pero no es lo mismo salir y sentir todo un teatro que te aplaude. Ahí entendí por qué los cantantes de afuera se impresionan tanto en el Colón. Es increíble sentir que todo un teatro que te aplaude. Lo mismo me pasó con Cascanueces (2014), El elixir de amor (2015) y Un tranvía llamado Deseo (2019), pero indudablemente la primera vez fue muy emocionante. –Se sintió especialmente reconocido. –Los abonados del Colón no solo me conocen por ser Gino Bogani, sino de toda la vida. Tengo los asientos desde el año 60 y pico. Yo entiendo que no soy vestuarista, y están los que trabajan de vestuaristas, ellos tienen prioridad porque es su trabajo. Mi trabajo es acá y, excepcionalmente, como en todos lados del mundo. Armani, Valentino, Saint Laurent, Givenchy, Gaultier…. todos han hecho trabajo para un ballet, para la ópera. Pero entiendo que, como acá no hay una producción continua como en la Ópera de París, la de Londres, el MET de Nueva York, indudablemente los vestuaristas tienen que tener su prioridad. Eso no quita que yo no les diga ‘acuérdense de mí cada tanto’, porque me encanta hacerlo. Lo he dicho y lo hago recordar, pero sería incapaz de llamar y decir que me den otro trabajo. Me siento querido y eso es muy bueno. –¿Era algo que deseaba o buscaba hacer? –Nunca busqué nada, ni he buscado en la prensa. Hay gente que me ha preguntado ‘¿a vos quién te hizo la prensa?’. Me río y les digo, no sé, se hace sola. Eso no quiere decir que no lo valore, que no lo aprecie y que me encante. Negar una vanidad sería ridículo, lo que no quisiera es tener una vanidad fatua. –No pudo ser actor de cine, pero por lo menos hizo vestuarios. –El más completo fue para Graciela Borges, en Pobre Mariposa, ambientada en los años 40, del cual me siento muy contento. El primer vestuario para teatro importante que hice fue Pato a la Naranja, me vino a buscar Alberto Closas. También el de Norma Aleandro para Master Class, el primer vestido de Susana Giménez para Piel de Judas, y el de Pinky para Asesinato entre amigos. Fue la única vez que hizo teatro y se cambiaba cada dos minutos. –¿Qué lleva más trabajo? ¿El vestuario de cine y teatro o una pieza de alta costura? –Todo, porque el vestuario a veces requiere, por necesidad de cambios rápidos, broches, ojales falsos y velcros, tener toda la estructura, y a la vez todos los trucos. Para Elina Costantini, creadora de la Semana de la Alta Costura, convocar a Gino Bogani en la primera edición, en 2022, fue “un lujo que me di en esta vida”. Cerró con un gran desfile en el Malba, un homenaje histórico “con 179 pasadas que incluyó la retrospectiva, 22 correspondieron a diseños pensados y confeccionados especialmente, mientras el resto fueron todas piezas que trascendieron el tiempo en su mayoría de la colección del diseñador, aunque algunas prestadas por sus propias clientas”, relató la periodista María Eugenia Maurello, el 10 de junio de 2022, en LA NACION. “Justamente no se trató de diseños que retomaran o que hicieran un guiño a una época en particular, sino que las prendas exhibidas resultaron testimonios de puntos nodales en la línea de tiempo de la moda local e internacional. Es que Bogani estuvo a tono con cada una de las décadas que transitó durante el siglo XX y además anticipó expresiones vestimentarias”, escribió. –¿Es creador de tendencias? –Cuando mis clientas comenzaban a acostumbrarse a tanto color, yo decía, bueno, basta de colores, y me inclinaba por el marrón oscuro, el bordó. Cuando la cosa pasa a ser un común denominador, yo cambio. Cuando están todas desnudas, yo las tapo. Cuando están todas tapadas, las desnudo. Pero siempre fui así, está en mi personalidad. No quiere decir ni que esté bien ni que esté mal. Soy así. –¿Cuál sería la antítesis de lo que se ve hoy? –Son momentos, hay cosas que me molestan al ojo, me molestan terriblemente. Pero no hay un color que pueda decir que no me gusta, sea turquesa o sea sepia. Depende de la textura, algunos son maravillosos en terciopelo y otros, en una gasa, depende de la calidad. No se puede negar un color. De hecho, así fue cuando hice los vestidos famosos marrones o café combinados con rosa shocking. He hecho vestidos violetas y naranjas. En la época de los hot pants me vi obligado a hacerlos porque las mujeres me los pedían. No los hacía verde brillante ni colorados, sino en colores que funcionaran con las panties marrones, con las botas. Todo tiene un porqué. –¿Cómo comienza su proceso creativo en el atelier? ¿Con bocetos? –Bocetar es otra cosa, es dibujar. No me nace dibujar para los vestidos; he hecho dibujos, solo básicos. Por ejemplo,el dibujo con las proporciones para proyectarlo a la medida. Leí en una biografía de Balenciaga qué él nunca dibujó. Cuando lo leí me sentí bien conmigo, si él no dibujaba no es que fuera necesario hacerlo. Yo necesito el cuerpo, necesito el género. Al imaginarme un vestido busco el género. Mamá ha estado horas posando. Hay mannequins que no saben hacerlo, son extraordinarias en la pasarela, pero no son buenas para estar paradas y esperar, como sí lo hacen las mannequins de cabina. Mamá se paraba arriba de las guías de teléfono para los vestidos largos y angostos. Tenía buena figura. Ahí hay una foto en la que estoy con mamá. Gino Bogani señala el portarretrato entre los liliums blancos y el premio Konex. Alma con la cabeza en alto. Las telas que la envuelven. Un hijo que mira a la cámara, ya no tan indescifrable.
&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&
La joven que usa su riqueza para salvar el planeta
Heredera de una fortuna, Anne Dean decidió invertir en cuidar la biodiversidad en la Patagonia
texto de Delfina Krüsemann —
Tras la muerte de su padre, un poderoso desarrollador inmobiliario, Anne (35) creó una fundación que busca conservar tierras y océanos
Alos 21 años, Anne Deane se sentó a escribir su propio obituario. Todavía sacudida por la muerte de su padre (un irlandés que emigró a los Estados Unidos y logró amasar una fortuna millonaria como desarrollador inmobiliario), la joven heredera se encontraba frente a un dilema que trascendía la dimensión financiera y abarcaba también el plano existencial: no sabía qué rumbo tomar, ni con su flamante riqueza ni con su vida en general. Entonces, a Anne se le ocurrió hacer ese ejercicio de lúgubre imaginación como una forma de reflexionar sobre su futuro legado. Llegado el momento, ¿cómo querría dejar este mundo, y cómo le gustaría que la recordasen?
Pensar en su muerte le cambió la vida. Básicamente, porque fue a partir de ese momento que dio por terminado su emprendimiento de moda sustentable, con base en Nueva York, para crear una organización sin fines de lucro, Fundación Freyja, y así dedicarse de lleno a la conservación de tierras y océanos a nivel global –aunque, con el tiempo, un poco por destino y otro mucho por convicción, su trabajo terminó enfocándose casi 100% en Sudamérica.
La región nunca le fue extraña. Si bien nació en París y creció en los Estados Unidos (vivió en la ciudad de Boston hasta graduarse de la secundaria; después, estudió literatura y ciencias políticas en la Universidad Duke, en Carolina del Norte), Anne conoció el sur del continente desde muy chica, ya que era un destino frecuente de las vacaciones familiares durante su infancia y adolescencia. Fue, también, su destino elegido cuando, tras la muerte de su padre, se tomó un año sabático. “Necesitaba hacer mi duelo, alejarme del ruido y tomarme un descanso del mundo real, por así decirlo. Visité distintas comunidades, acampé bastante y recorrí muchísimos lugares hermosos de la Argentina, Brasil y Perú. Estaba muy mal, pero la naturaleza me ayudó a sanar. El solo hecho de estar inmersa en ella fue un proceso de curación enorme: ahí estaba yo, tan triste por dentro, pero rodeada, de repente, de una selva viva y exuberante, que me mostraba a su manera que las cosas siempre evolucionan. Gracias a esas experiencias pude hacer las paces con la idea de que la vida sigue”.
Durante ese viaje, Anne tomó conciencia de algo más: la intensa degradación que sufrían los lugares naturales y la urgente necesidad de frenar una catástrofe cada vez mayor. Quiso hacer algo al respecto y entendió que la forma de lograr un impacto significativo consistía, en primera instancia, en poner su fortuna en acción. Su familia siempre había tenido una impronta filantrópica fuerte.sin embargo,históricamente,las donaciones de los Deanne se destinaban a apoyar la investigación médica. Junto con su hermano Carl, amante de la naturaleza como ella, tomaron la decisión de redireccionar esos fondos hacia la conservación. “Nos dimos cuenta de que era imperativo hacerlo. No había nadie más de nuestra edad trabajando a gran escala en protección de la biodiversidad; ¡la mayoría de los que lo hacían tenían más de 60 años! Pero sí se empezaba a aceptar que el cambio climático era un hecho, y yo estaba convencida de que la preservación de los ecosistemas tenía que ser parte de esa historia”.
Para ponerle nombre a la fundación, Anne se inspiró en un personaje de los libros de mitología nórdica que solía leer cuando era chica: Freyja es la diosa que se asocia tanto a la fertilidad, al amor y a la belleza como a la fuerza en la batalla. En definitiva, la vida y la muerte: una tensión permanente que se manifiesta desde siempre en los ciclos propios de la naturaleza. Claro que, en el contexto actual de una crisis climática sin precedentes, este frágil equilibrio parece estar cediendo ante daños irreversibles. Frente a este panorama, Anne admite que se considera “absolutamente optimista”: “Si no tuviera esperanza, ¿cuál sería el punto de todo esto? Nunca sentí que rendirme fuera una opción. Todavía sueño en grande y creo que todo es posible. Es más: en algún punto, amo que el desafío sea duro y complejo”. Y se entusiasma: “Lo que logramos en Parque Patagonia es la motivación perfecta: seis años atrás, cuando vine por primera vez, acá no había nada excepto ganado que, después de casi un siglo, había destruido el suelo y la vegetación autóctona. Ahora, la abundancia de fauna silvestre y la regeneración del paisaje es increíble, y lo será aún más en el futuro”.
Así habla del proyecto más ambicioso de su organización hasta el momento: Parque Patagonia, al pie de la cordillera de los Andes, al noroeste de la provincia de Santa Cruz, Argentina. Tierra de sierras áridas, cañadones imponentes y estepas infinitas. De vientos inclaudicables, de cielos nocturnos iluminados por galaxias enteras, de amaneceres y atardeceres majestuosos. Hasta hace menos de una década, toda la zona estaba dividida en estancias, propiedades privadas e inaccesibles, a no ser por un precario acceso público que permitía llegar a la mítica Cueva de las Manos, con pinturas rupestres que datan de hace más de 9000 años.
Anne llegó por primera vez a este punto remoto del planeta gracias a una invitación de Kris Tompkins, alma mater, junto con su difunto esposo Douglas, de la Fundación Rewilding. “Cuando empecé a investigar sobre proyectos de conservación a gran escala, era evidente que las dos personas más influyentes a nivel global habían sido los Tompkins. Así que la llamé a Kris y ella me preguntó si podía estar en las próximas 48 horas en Pumalín, Chile. Creo que ella no pensó que realmente fuera a aparecerme en la puerta de su casa, pero lo hice y tuvimos una charla increíble. Su mejor consejo fue: ‘No pienses demasiado en cómo sería el proyecto ideal, simplemente arriesgate y arrancá con algo’”. Al poco tiempo, Anne volvía a bajar hasta el fin del mundo, esta vez para conocer las tierras que Rewilding acababa de comprar en Santa Cruz. Su primera impresión fue inolvidable: llegó después del atardecer, y enseguida la llevaron a caminar por un cañadón iluminado por la luna hasta un valle atravesado por un río estrecho en donde acamparon por la noche. “Amanecimos con el río crecido y el agua a punto de entrar a la carpa. Fue una experiencia bastante salvaje, aunque de día ya pude ver que todavía había ovejas, caballos y alambrados por todas partes. Estaba todo en pañales, y me dije: ‘Hagamos algo increíble’. Pero confieso que, en ese momento, no tenía conciencia de la magnitud de lo que íbamos a terminar creando”.
Actualmente, Parque Patagonia cuenta con casi 180.000 hectáreas, en donde especies como el puma, el guanaco, el zorro colorado, el cóndor andino y el choique recuperaron su refugio original; además, unas 65.000 hectáreas ya fueron donadas al Estado argentino, marcando así el nacimiento de un nuevo parque nacional y una reserva natural silvestre. Durante todos estos años, el apoyo de Fundación Freyja fue mucho más que meramente económico. Anne llegó a viajar una vez cada dos meses fuera de la temporada invernal, cuando los caminos se congelan y el paso, por momentos, se vuelve casi imposible; en su anteúltima visita, estaba embarazada de cinco meses: “Podía resultar agotador a veces pero, al mismo tiempo, era lo que más me movilizaba e inspiraba. Mi deseo era transformar esta zona en un lugar al que las personas pudieran venir a maravillarse de la naturaleza y esa sensación les diera felicidad. Parte de mi visión se enraiza en la filosofía de la ecología profunda (deep ecology), que, entre otras cosas, sostiene que todas las formas de vida tienen un valor intrínseco propio. Y, para lograr que esa misma conciencia surgiera en los visitantes del parque, me parecía fundamental dedicar mucho tiempo en el terreno a pensar en cómo íbamos a facilitarles la interacción con el entorno”.
Esa obsesión suya de crear un parque accesible y disfrutable solo se potenció tras una vivencia in situ: en 2019, durante una de sus visitas, vio cómo un niño ciego, de unos diez años, se esforzaba en subir junto a su familia la Bajada de los Toldos, un sendero cercano a la Cueva de las Manos. “Le costaba muchísimo. Desde entonces, fui muy intencional en mi objetivo de diseñar un parque para toda la familia, para que nadie se quedara sin la posibilidad de disfrutar de esta naturaleza tan especial”.
El master plan de infraestructura de uso público incluyó la construcción de cuatro campings agrestes con instalaciones de primer nivel (a los que, próximamente, se sumarán unos domos de piedra al pie del espectacular Cañadón Pinturas) y el trazado a pico y pala de más de 50 kilómetros de circuitos para caminatas de distintas dificultades, que recorren los principales highlights del parque, como Tierra de Colores o la meseta Sumich. Para esto, Anne convocó a los estadounidenses Jedd Talbot y Willie Bittner, expertos en diseño y desarrollo de senderos para trekking (ver aparte).
Pero la mayor ilusión de Anne es el programa Exploradores, un campamento de verano gratis para chicos y chicas que viven en las localidades cercanas al parque, quienes por primera vez tienen la posibilidad de experimentar y valorar “un lugar que siempre estuvo ahí nomás, en el jardín trasero de sus casas, por así decirlo, pero que, hasta ahora, solo conocían como estancias enigmáticas con dueños anónimos y tranqueras que les cerraban el paso”, se emociona, y sigue: “Desde el principio, siempre me pregunté qué iba a pasar una vez que tuviéramos el parque listo: ¿quiénes iban a ser sus custodios a largo plazo? En principio, son todos los argentinos y argentinas. Pero, cuando vas a lo concreto y local, quienes más se van a beneficiar con su existencia son los habitantes de los pueblos vecinos. Y son, sobre todo, los chicos y chicas. Queremos que ellos se apropien del lugar y se sientan orgullosos de su tierra, y que así también lo sientan las nuevas generaciones por venir, de acá a cien años y más allá”.
Aunque su corazón todavía está anclado a este rincón de la Patagonia argentina, Anne es consciente de que es hora de asumir nuevos desafíos. Por eso, anuncia radiante la flamante compra de 309 hectáreas de selva valdiviana en Valle Cochamó, conocido mundialmente como “el Yosemite chileno”.
–¿Por qué decidiste trabajar en Sudamérica?
–Al principio, también financiamos programas en EE.UU. y África; de hecho, nuestro apoyo a la organización I am Water, en Sudáfrica, continúa. Teníamos la visión de ser una organización global pero, con el tiempo, quisimos ser más estratégicos, y lo que vimos es que en Sudamérica hay muy poco financiamiento para proyectos de conservación. Así que ahí encontramos que podíamos hacer una diferencia. Mi objetivo es ayudar a iniciar un movimiento de preservación de la región andina, porque creo que ha sido bastante ignorada a pesar de su enorme biodiversidad. Ya financiamoslainvestigaciónyeldiseño de una estrategia para promover una política pública de conservación en Bolivia, y ahora, en Cochamó, queremos posicionarnos como un jugador pequeño pero por eso mismo ágil e innovador. El objetivo es llegar a proteger 130.000 hectáreas en una zona que hoy está copada por dueños privados que no se preocupan por el impacto ambiental de sus actividades. Somos los primeros en realizar una jugada de este tipo, y creemos que así inspiraremos a muchos otros que quieren lo mismo, pero que todavía no se animaron a dar ese paso hacia adelante. Por supuesto, será un trabajo de muchos años.
–¿Cómo se financia el trabajo de la fundación para que sea sostenible en el tiempo?
–Freya tiene un fondo de capital, y las inversiones de ese capital son las que financian nuestro trabajo filantrópico. Por lo tanto, era muy importante que ese capital se invirtiera de una manera que refleje nuestra filantropía, porque cómo hacés una cosa es igual a cómo hacés todo. Fuimos implementando esa misma filosofía en toda nuestra riqueza personal, al punto que hoy todas nuestras inversiones son de impacto. Eso quiere decir que usamos nuestro capital tanto para generar beneficios económicos como para generar un bien social y/o ambiental medible. Actualmente, invertimos en distintos proyectos de impacto en Brasil, los Estados Unidos, Kenya y Rwanda, centrados en cambio climático; más específicamente, en proyectos de energía renovable, de reducción de carbono y de agronomía.
–Una de tus metas es inspirar a una nueva generación de filántropos en el mundo de la conservación. ¿Cómo lo hacés?
–Primero, les hablo sobre las barreras de entrada a nivel financiero, porque la percepción es que son altas y esto no es así. Además, hay muchas y muy buenas organizaciones territoriales que pueden ser tus aliadas. Por otro lado, hoy, los que quieren apoyar causas de conservación usan la inversión de impacto como principal vehículo. Así, financian, por ejemplo, proyectos de créditos de carbono. Pero eso solo no va a salvar al planeta, porque no va a restaurar la biodiversidad perdida. Entonces, intento posicionar a la filantropía como esa “inversión de riesgo” con la que pueden diversificar su forma de generar impacto positivo. Al final del día, lo que más trato de compartir es el mismo consejo que me dieron a mí: no lo pienses demasiado, actúa; en el proceso, vas a aprender y ganar experiencia y, sobre todo, te va a dar alegría. Si eso no pasa, siempre podés pivotar hacia otra cosa, y eso está bien también.
–¿Por qué creés que no hay, al menos todavía, un movimiento de jóvenes filántropos apasionados por el cuidado de la naturaleza?
–En general, hay mucho desencanto con las grandes organizaciones filantrópicas, porque crecieron demasiado y perdieron contacto con lo que pasa en el terreno. Además, todavía tenemos enormes problemas a nivel mundial: extrema pobreza, falta de alimentos, poca o nula atención médica, y podría seguir. Creo que mi generación ve cómo se hizo tradicionalmente la filantropía y concluye que no funcionó. Entonces ¿por qué seguir el mismo camino al intentar solucionar la crisis ambiental? De ahí que destinen su capital a la inversión de impacto. Pero mi sensación ahí es que les falta una conexión interna y, sin eso, no es fácil mover la aguja en serio.
–¿De dónde puede surgir esa motivación personal?
–Las personas necesitan encontrar en qué creen y comprometerse con eso. Todas, sin importar si tienen una gran riqueza económica o no, tienen que usar todas las formas de capital (ya sea su capital personal, cómo viven su vida, su capital financiero, cómo hacen sus inversiones, etcétera) si realmente quieren que las cosas cambien. Hay que aplicar un enfoque realmente holístico. Y algo más: siempre digo que tu trabajo tiene que hacerte feliz. Si no, no vas a contagiar nada a nadie y tu proyecto no va a prosperar. Yo siento que tengo el mejor trabajo del mundo. Dedicarme a preservar estos lugares llenos de vida y belleza es un regalo absoluto.
Alos 21 años, Anne Deane se sentó a escribir su propio obituario. Todavía sacudida por la muerte de su padre (un irlandés que emigró a los Estados Unidos y logró amasar una fortuna millonaria como desarrollador inmobiliario), la joven heredera se encontraba frente a un dilema que trascendía la dimensión financiera y abarcaba también el plano existencial: no sabía qué rumbo tomar, ni con su flamante riqueza ni con su vida en general. Entonces, a Anne se le ocurrió hacer ese ejercicio de lúgubre imaginación como una forma de reflexionar sobre su futuro legado. Llegado el momento, ¿cómo querría dejar este mundo, y cómo le gustaría que la recordasen?
Pensar en su muerte le cambió la vida. Básicamente, porque fue a partir de ese momento que dio por terminado su emprendimiento de moda sustentable, con base en Nueva York, para crear una organización sin fines de lucro, Fundación Freyja, y así dedicarse de lleno a la conservación de tierras y océanos a nivel global –aunque, con el tiempo, un poco por destino y otro mucho por convicción, su trabajo terminó enfocándose casi 100% en Sudamérica.
La región nunca le fue extraña. Si bien nació en París y creció en los Estados Unidos (vivió en la ciudad de Boston hasta graduarse de la secundaria; después, estudió literatura y ciencias políticas en la Universidad Duke, en Carolina del Norte), Anne conoció el sur del continente desde muy chica, ya que era un destino frecuente de las vacaciones familiares durante su infancia y adolescencia. Fue, también, su destino elegido cuando, tras la muerte de su padre, se tomó un año sabático. “Necesitaba hacer mi duelo, alejarme del ruido y tomarme un descanso del mundo real, por así decirlo. Visité distintas comunidades, acampé bastante y recorrí muchísimos lugares hermosos de la Argentina, Brasil y Perú. Estaba muy mal, pero la naturaleza me ayudó a sanar. El solo hecho de estar inmersa en ella fue un proceso de curación enorme: ahí estaba yo, tan triste por dentro, pero rodeada, de repente, de una selva viva y exuberante, que me mostraba a su manera que las cosas siempre evolucionan. Gracias a esas experiencias pude hacer las paces con la idea de que la vida sigue”.
Durante ese viaje, Anne tomó conciencia de algo más: la intensa degradación que sufrían los lugares naturales y la urgente necesidad de frenar una catástrofe cada vez mayor. Quiso hacer algo al respecto y entendió que la forma de lograr un impacto significativo consistía, en primera instancia, en poner su fortuna en acción. Su familia siempre había tenido una impronta filantrópica fuerte.sin embargo,históricamente,las donaciones de los Deanne se destinaban a apoyar la investigación médica. Junto con su hermano Carl, amante de la naturaleza como ella, tomaron la decisión de redireccionar esos fondos hacia la conservación. “Nos dimos cuenta de que era imperativo hacerlo. No había nadie más de nuestra edad trabajando a gran escala en protección de la biodiversidad; ¡la mayoría de los que lo hacían tenían más de 60 años! Pero sí se empezaba a aceptar que el cambio climático era un hecho, y yo estaba convencida de que la preservación de los ecosistemas tenía que ser parte de esa historia”.
Para ponerle nombre a la fundación, Anne se inspiró en un personaje de los libros de mitología nórdica que solía leer cuando era chica: Freyja es la diosa que se asocia tanto a la fertilidad, al amor y a la belleza como a la fuerza en la batalla. En definitiva, la vida y la muerte: una tensión permanente que se manifiesta desde siempre en los ciclos propios de la naturaleza. Claro que, en el contexto actual de una crisis climática sin precedentes, este frágil equilibrio parece estar cediendo ante daños irreversibles. Frente a este panorama, Anne admite que se considera “absolutamente optimista”: “Si no tuviera esperanza, ¿cuál sería el punto de todo esto? Nunca sentí que rendirme fuera una opción. Todavía sueño en grande y creo que todo es posible. Es más: en algún punto, amo que el desafío sea duro y complejo”. Y se entusiasma: “Lo que logramos en Parque Patagonia es la motivación perfecta: seis años atrás, cuando vine por primera vez, acá no había nada excepto ganado que, después de casi un siglo, había destruido el suelo y la vegetación autóctona. Ahora, la abundancia de fauna silvestre y la regeneración del paisaje es increíble, y lo será aún más en el futuro”.
Así habla del proyecto más ambicioso de su organización hasta el momento: Parque Patagonia, al pie de la cordillera de los Andes, al noroeste de la provincia de Santa Cruz, Argentina. Tierra de sierras áridas, cañadones imponentes y estepas infinitas. De vientos inclaudicables, de cielos nocturnos iluminados por galaxias enteras, de amaneceres y atardeceres majestuosos. Hasta hace menos de una década, toda la zona estaba dividida en estancias, propiedades privadas e inaccesibles, a no ser por un precario acceso público que permitía llegar a la mítica Cueva de las Manos, con pinturas rupestres que datan de hace más de 9000 años.
Anne llegó por primera vez a este punto remoto del planeta gracias a una invitación de Kris Tompkins, alma mater, junto con su difunto esposo Douglas, de la Fundación Rewilding. “Cuando empecé a investigar sobre proyectos de conservación a gran escala, era evidente que las dos personas más influyentes a nivel global habían sido los Tompkins. Así que la llamé a Kris y ella me preguntó si podía estar en las próximas 48 horas en Pumalín, Chile. Creo que ella no pensó que realmente fuera a aparecerme en la puerta de su casa, pero lo hice y tuvimos una charla increíble. Su mejor consejo fue: ‘No pienses demasiado en cómo sería el proyecto ideal, simplemente arriesgate y arrancá con algo’”. Al poco tiempo, Anne volvía a bajar hasta el fin del mundo, esta vez para conocer las tierras que Rewilding acababa de comprar en Santa Cruz. Su primera impresión fue inolvidable: llegó después del atardecer, y enseguida la llevaron a caminar por un cañadón iluminado por la luna hasta un valle atravesado por un río estrecho en donde acamparon por la noche. “Amanecimos con el río crecido y el agua a punto de entrar a la carpa. Fue una experiencia bastante salvaje, aunque de día ya pude ver que todavía había ovejas, caballos y alambrados por todas partes. Estaba todo en pañales, y me dije: ‘Hagamos algo increíble’. Pero confieso que, en ese momento, no tenía conciencia de la magnitud de lo que íbamos a terminar creando”.
Actualmente, Parque Patagonia cuenta con casi 180.000 hectáreas, en donde especies como el puma, el guanaco, el zorro colorado, el cóndor andino y el choique recuperaron su refugio original; además, unas 65.000 hectáreas ya fueron donadas al Estado argentino, marcando así el nacimiento de un nuevo parque nacional y una reserva natural silvestre. Durante todos estos años, el apoyo de Fundación Freyja fue mucho más que meramente económico. Anne llegó a viajar una vez cada dos meses fuera de la temporada invernal, cuando los caminos se congelan y el paso, por momentos, se vuelve casi imposible; en su anteúltima visita, estaba embarazada de cinco meses: “Podía resultar agotador a veces pero, al mismo tiempo, era lo que más me movilizaba e inspiraba. Mi deseo era transformar esta zona en un lugar al que las personas pudieran venir a maravillarse de la naturaleza y esa sensación les diera felicidad. Parte de mi visión se enraiza en la filosofía de la ecología profunda (deep ecology), que, entre otras cosas, sostiene que todas las formas de vida tienen un valor intrínseco propio. Y, para lograr que esa misma conciencia surgiera en los visitantes del parque, me parecía fundamental dedicar mucho tiempo en el terreno a pensar en cómo íbamos a facilitarles la interacción con el entorno”.
Esa obsesión suya de crear un parque accesible y disfrutable solo se potenció tras una vivencia in situ: en 2019, durante una de sus visitas, vio cómo un niño ciego, de unos diez años, se esforzaba en subir junto a su familia la Bajada de los Toldos, un sendero cercano a la Cueva de las Manos. “Le costaba muchísimo. Desde entonces, fui muy intencional en mi objetivo de diseñar un parque para toda la familia, para que nadie se quedara sin la posibilidad de disfrutar de esta naturaleza tan especial”.
El master plan de infraestructura de uso público incluyó la construcción de cuatro campings agrestes con instalaciones de primer nivel (a los que, próximamente, se sumarán unos domos de piedra al pie del espectacular Cañadón Pinturas) y el trazado a pico y pala de más de 50 kilómetros de circuitos para caminatas de distintas dificultades, que recorren los principales highlights del parque, como Tierra de Colores o la meseta Sumich. Para esto, Anne convocó a los estadounidenses Jedd Talbot y Willie Bittner, expertos en diseño y desarrollo de senderos para trekking (ver aparte).
Pero la mayor ilusión de Anne es el programa Exploradores, un campamento de verano gratis para chicos y chicas que viven en las localidades cercanas al parque, quienes por primera vez tienen la posibilidad de experimentar y valorar “un lugar que siempre estuvo ahí nomás, en el jardín trasero de sus casas, por así decirlo, pero que, hasta ahora, solo conocían como estancias enigmáticas con dueños anónimos y tranqueras que les cerraban el paso”, se emociona, y sigue: “Desde el principio, siempre me pregunté qué iba a pasar una vez que tuviéramos el parque listo: ¿quiénes iban a ser sus custodios a largo plazo? En principio, son todos los argentinos y argentinas. Pero, cuando vas a lo concreto y local, quienes más se van a beneficiar con su existencia son los habitantes de los pueblos vecinos. Y son, sobre todo, los chicos y chicas. Queremos que ellos se apropien del lugar y se sientan orgullosos de su tierra, y que así también lo sientan las nuevas generaciones por venir, de acá a cien años y más allá”.
Aunque su corazón todavía está anclado a este rincón de la Patagonia argentina, Anne es consciente de que es hora de asumir nuevos desafíos. Por eso, anuncia radiante la flamante compra de 309 hectáreas de selva valdiviana en Valle Cochamó, conocido mundialmente como “el Yosemite chileno”.
–¿Por qué decidiste trabajar en Sudamérica?
–Al principio, también financiamos programas en EE.UU. y África; de hecho, nuestro apoyo a la organización I am Water, en Sudáfrica, continúa. Teníamos la visión de ser una organización global pero, con el tiempo, quisimos ser más estratégicos, y lo que vimos es que en Sudamérica hay muy poco financiamiento para proyectos de conservación. Así que ahí encontramos que podíamos hacer una diferencia. Mi objetivo es ayudar a iniciar un movimiento de preservación de la región andina, porque creo que ha sido bastante ignorada a pesar de su enorme biodiversidad. Ya financiamoslainvestigaciónyeldiseño de una estrategia para promover una política pública de conservación en Bolivia, y ahora, en Cochamó, queremos posicionarnos como un jugador pequeño pero por eso mismo ágil e innovador. El objetivo es llegar a proteger 130.000 hectáreas en una zona que hoy está copada por dueños privados que no se preocupan por el impacto ambiental de sus actividades. Somos los primeros en realizar una jugada de este tipo, y creemos que así inspiraremos a muchos otros que quieren lo mismo, pero que todavía no se animaron a dar ese paso hacia adelante. Por supuesto, será un trabajo de muchos años.
–¿Cómo se financia el trabajo de la fundación para que sea sostenible en el tiempo?
–Freya tiene un fondo de capital, y las inversiones de ese capital son las que financian nuestro trabajo filantrópico. Por lo tanto, era muy importante que ese capital se invirtiera de una manera que refleje nuestra filantropía, porque cómo hacés una cosa es igual a cómo hacés todo. Fuimos implementando esa misma filosofía en toda nuestra riqueza personal, al punto que hoy todas nuestras inversiones son de impacto. Eso quiere decir que usamos nuestro capital tanto para generar beneficios económicos como para generar un bien social y/o ambiental medible. Actualmente, invertimos en distintos proyectos de impacto en Brasil, los Estados Unidos, Kenya y Rwanda, centrados en cambio climático; más específicamente, en proyectos de energía renovable, de reducción de carbono y de agronomía.
–Una de tus metas es inspirar a una nueva generación de filántropos en el mundo de la conservación. ¿Cómo lo hacés?
–Primero, les hablo sobre las barreras de entrada a nivel financiero, porque la percepción es que son altas y esto no es así. Además, hay muchas y muy buenas organizaciones territoriales que pueden ser tus aliadas. Por otro lado, hoy, los que quieren apoyar causas de conservación usan la inversión de impacto como principal vehículo. Así, financian, por ejemplo, proyectos de créditos de carbono. Pero eso solo no va a salvar al planeta, porque no va a restaurar la biodiversidad perdida. Entonces, intento posicionar a la filantropía como esa “inversión de riesgo” con la que pueden diversificar su forma de generar impacto positivo. Al final del día, lo que más trato de compartir es el mismo consejo que me dieron a mí: no lo pienses demasiado, actúa; en el proceso, vas a aprender y ganar experiencia y, sobre todo, te va a dar alegría. Si eso no pasa, siempre podés pivotar hacia otra cosa, y eso está bien también.
–¿Por qué creés que no hay, al menos todavía, un movimiento de jóvenes filántropos apasionados por el cuidado de la naturaleza?
–En general, hay mucho desencanto con las grandes organizaciones filantrópicas, porque crecieron demasiado y perdieron contacto con lo que pasa en el terreno. Además, todavía tenemos enormes problemas a nivel mundial: extrema pobreza, falta de alimentos, poca o nula atención médica, y podría seguir. Creo que mi generación ve cómo se hizo tradicionalmente la filantropía y concluye que no funcionó. Entonces ¿por qué seguir el mismo camino al intentar solucionar la crisis ambiental? De ahí que destinen su capital a la inversión de impacto. Pero mi sensación ahí es que les falta una conexión interna y, sin eso, no es fácil mover la aguja en serio.
–¿De dónde puede surgir esa motivación personal?
–Las personas necesitan encontrar en qué creen y comprometerse con eso. Todas, sin importar si tienen una gran riqueza económica o no, tienen que usar todas las formas de capital (ya sea su capital personal, cómo viven su vida, su capital financiero, cómo hacen sus inversiones, etcétera) si realmente quieren que las cosas cambien. Hay que aplicar un enfoque realmente holístico. Y algo más: siempre digo que tu trabajo tiene que hacerte feliz. Si no, no vas a contagiar nada a nadie y tu proyecto no va a prosperar. Yo siento que tengo el mejor trabajo del mundo. Dedicarme a preservar estos lugares llenos de vida y belleza es un regalo absoluto.
El Parque Patagonia tiene todo para convertirse en una nueva meca del senderismo en Argentina. Así opina el estadounidense Jedd Talbot, especialista en el diseño de senderos sostenibles que se sumó al proyecto en 2019, después de trabajar en otra joya natural de la provincia de Santa Cruz, el Parque Nacional Perito Moreno (no confundir con el glaciar Perito Moreno). “Hace cinco años, acá solo había algunos pocos trazados que usaban los visitantes de las Cuevas de las Manos, pero estaban en malas condiciones, no eran seguros, e impactaban sobre el suelo, la vida silvestre y el patrimonio arqueológico. Pero, aun así, nos encontramos con una hoja en blanco: ya no hay casi ningún lugar como este en los Estados Unidos, donde todo está más intervenido. Fue increíble dejar que el paisaje dicte cuáles son las mejores experiencias de caminatas”. Con 60 km de senderos construidos a la fecha, Talbot no duda en calificar a Parque Patagonia como “absolutamente asombroso, con una belleza muy distintiva, que combina un paisaje austero, casi agresivo, con una sensación de calma única”.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.