viernes, 16 de agosto de 2024

HIPOTECA Y .EL RIGI




La recesión ética, la herencia más pesada del kirchnerismo
HIPOTECA. El escándalo de Alberto Fernández muestra con crudeza no solo la degradación institucional y cultural, sino la catástrofe moral que la Argentina también tendrá que revertir
Luciano Román
Q ¿uéquedarácuando pase el escándalo?
Hoy tal vez nos cuesta verlo, encandilados, como estamos, por una catarata abrumadora de revelaciones estridentes. Pero debajo de los escombros del último gobierno kirchnerista, lo que queda es un legado de profunda degradación ética y de deterioro institucional y cultural. Más allá de los detalles escabrosos de inconductas individuales y tramas de corrupción, lo que hoy nos muestran los videos, los testimonios y las fotos es una penosa devaluación de la institución presidencial, una burda utilización del poder en beneficio propio y una ramplona irresponsabilidad en el ejercicio de la más alta magistratura del país. No son hechos aislados, ni tampoco novedosos para muchos que hoy intentan despegarse y, con la pose de la impostura, se declaran “shockeados” o sorprendidos.
Detrás de todo eso hay un lema que entronizó el kirchnerismo y que, después de dos décadas, ha permeado en muchos estamentos de la sociedad: cualquiera puede estar en cualquier lado y ocupar cualquier cargo. No se necesita estatura moral ni intelectual. El mérito es una falacia; la idoneidad, un valor absolutamente prescindible. El sentido del deber y de la responsabilidad son anacronismos y rémoras de una sociedad conservadora, igual que la ejemplaridad. Los cargos son para “aprovecharlos” y no para rendir cuentas. El poder es una coartada para encubrir delitos o comportamientos oscuros.
El último presidente kirchnerista fue, tal vez, el exponente más nítido, y a la vez más patético, de esa degradación. Ahora es investigado por un turbio y gigantesco negocio con los seguros del Estado, pero también por conductas aberrantes en el seno familiar. Llegó al extremo de la caricatura, filmándose a sí mismo en coqueteos amorosos en el despacho presidencial para alardear de sus conquistas en guitarreadas de trasnoche. Mostró su indolencia y dejadez al permitir que esos videos quedaran al alcance de su pequeño hijo. Todo forma parte de una historia que nos avergüenza y también nos incomoda. Fue “nuestro” presidente, aunque nunca lo hayamos votado.
Lo que nos ha dejado es una formidable hipoteca moral. Más allá de los resultados catastróficos de una gestión que multiplicó la inflación y la pobreza, administró la pandemia con ideologismo e irresponsabilidad y degradó toda la estructura del Estado, el legado final del kirchnerismo es una gran “recesión ética” en la que todavía estamos sumergidos. Y de la que será más difícil salir que de la recesión económica.
Se impuso, desde la cima del Estado, un modelo que combinó corrupción con ineficiencia y perversión con chapucería. Todo se escondió detrás de un relato falso que, sin embargo, le resultó eficaz para sostenerse en el poder durante casi veinte años. Es un modelo que naturalizó la doble moral y elevó la ley del menor esfuerzo a una categoría de dogma complaciente y permisivo: devaluó la cultura del trabajo y niveló hacia abajo en todos los órdenes. Alimentó un ecosistema en el que la avivada, la audacia y el oportunismo cotizaban más que la solvencia técnica y la integridad moral.
Muchas instituciones fueron infectadas por una corrupción estructural que ha carcomido sus propios cimientos. Un ejemplo nítido, pero no excepcional, es el de la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, donde el caso Chocolate expuso una podredumbre de la que no se ha despojado.
Todo forma parte de un sistema que ha reemplazado la ética pública por una apropiación simbólica y material del Estado, al que se concibió como un botín. La colonización militante de organismos y ministerios implicó un desplazamiento del sistema de concursos y una desarticulación de la carrera administrativa. Ese modelo “bajó” desde la Nación hasta el último municipio.
De la jefatura del Estado para abajo, se abolió el profesionalismo. Hoy todos nos preguntamos, por ejemplo, cómo pudo funcionar el cono de silencio y complicidades frente al calvario que se vivía en Olivos. La respuesta está a la vista: alrededor del presidente no había profesionales, sino amigotes. Si no se necesitaban cualidades éticas ni intelectuales para ejercer la primera magistratura, ¿por qué se necesitarían para ser intendente de la residencia oficial, médico presidencial, ministra o secretaria? Hoy vemos que cada uno hacía “su negocio” y cuidaba su “quintita”. Si era necesario callar, aun frente a horrores y aberraciones, se callaba. Si era necesario mirar hacia otro lado, aunque los hechos traicionaran de una manera grosera las banderas más sensibles, se miraba para otro lado. Son síntomas de esa “recesión ética” en la que los privilegios del poder se valoran más que los principios y las normas.
Hay una pregunta, sin embargo, que está dirigida a nosotros mismos: ¿somos meros espectadores de este drama penoso y desagradable?; ¿aprenderemos algo de esta saga bochornosa?
Un día nos desayunamos con pruebas y testimonios de una violencia incalificable en el inframundo del poder. Pero ¿no habíamos minimizado y hasta naturalizado algunos síntomas inquietantes? ¿No habíamos consentido de algún modo la violencia verbal y simbólica ejercida desde el poder? Y una pregunta aún más incómoda: ¿no lo seguimos haciendo?
El último presidente kirchnerista había agredido a un jubilado en un restaurante, reaccionaba con intemperancia ante preguntas incómodas y había exhibido rasgos de prepotencia que nunca merecieron, sin embargo, un debate serio sobre sus cualidades personales y sus condiciones para el liderazgo.
Golpear a una mujer entra en una categoría diferente, por supuesto, y pertenece a otro género y otra escala de violencia. No corresponde entonces ninguna asociación con agresiones de diversa naturaleza. Pero en la vida pública y la convivencia democrática deberían funcionar sensores muy sensibles frente a cualquier tipo de agresividad y maltrato. En la atmósfera de valores distorsionados que supo crear el kirchnerismo, el insulto, el atropello verbal, la descalificación y el señalamiento arbitrario desde el poder tienden a ser moneda corriente.
Si algo pudiera rescatarse en medio de la vergüenza que nos producen las revelaciones sobre Alberto Fernández, sería la oportunidad de identificar la recesión ética y la degradación institucional como uno de los problemas fundamentales de la Argentina. Todavía lidiamos con esa herencia, que se ha enquistado en la política, pero también en otros ámbitos. ¿Cómo se entiende la candidatura a la Corte de un juez sumergido en el lodo de las sospechas, como Ariel Lijo, si no es en el marco de esa herencia de retroceso moral?
No naturalizar el maltrato, sea en la escala que sea. No permitir los insultos ni los agravios del Presidente. No mirar con indiferencia la postulación de un juez “manchado” al máximo tribunal de la Nación. Tal vez podamos empezar, con esos “no”, a revertir el peor legado del kirchnerismo, que excede el descalabro económico para alcanzar la dimensión de una catástrofe moral.
Hay una pregunta, sin embargo, que está dirigida a nosotros mismos: ¿somos meros espectadores de este drama penoso y desagradable?; ¿aprenderemos algo de esta saga bochornosa?

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La peor clase política

Javier Cercas

Hace unos meses, Alberto Núñez Feijóo, líder del PP, declaró: “Tenemos la peor clase política de la democracia”.
¿Es verdad? Mi primera respuesta a esa pregunta es la siguiente. En 1971, durante un viaje de Estado a Pekín, Henry Kissinger le preguntó a Zhou Enlai qué pensaba sobre la Revolución Francesa. El primer ministro chino contestó: “Es demasiado pronto para opinar”. (La historia tiene truco: Enlai confundió la revolución de 1789 con la de 1968). El primer gobierno de Adolfo Suárez se formó en julio de 1976, cuando España todavía era una dictadura; la prensa lo bautizó “el gobierno de los penenes”: los penenes eran los Profesores No Numerarios, la clase más baja del escalafón docente en la universidad; pues bien, en menos de un año esa panda de mindundis, capitaneados por el mindundi máximo, llevó a cabo una operación inverosímil: desmontó una dictadura, montó una democracia o los fundamentos de una democracia y convocó las primeras elecciones libres en 40 años. Así que estoy de acuerdo con Zhou Enlai: es demasiado pronto para opinar que tenemos la peor clase política de la democracia.
Pero esa es solo mi primera respuesta; la segunda es otra pregunta. En 1982, un año después de su dimisión como presidente del gobierno y del golpe de Estado del 23 de febrero, Adolfo Suárez se ha refugiado con sus últimos fieles en un despacho de abogados. El presidente se lame las heridas de su paso por el gobierno; piensa en su futuro. Por fin decide: funda un nuevo partido (el CDS) y anuncia que regresa a la política y que se presenta a las próximas elecciones, previstas para octubre de ese mismo año.
Un día, en pleno zafarrancho preelectoral, le aconsejan que reciba a uno de los estrategas que el año anterior elevaron a Ronald Reagan a la presidencia de Estados Unidos. Suárez acepta. Los testimonios de la escena difieren en los detalles, pero no en lo esencial. “¿Quiere usted ganar las elecciones?”, le preguntó el estratega a Suárez. “Por supuesto”, contestó el presidente. “Entonces, nómbreme director de su campaña electoral y permítame usar la grabación del golpe del 23 de febrero”, dijo el estratega. “Si machacamos a los españoles con la imagen de usted ese día en el Congreso, le prometo que en las elecciones no sacará menos de 100 diputados”.
Todos recordamos la imagen: Suárez, inmóvil en su escaño azul de presidente del gobierno, solo en medio de un rojo desierto de escaños vacíos mientras las balas de los golpistas zumban a su alrededor y todos los demás parlamentarios presentes en el hemiciclo –todos menos dos: el vicepresidente del gobierno, el general Gutiérrez Mellado, y el secretario general del PCE, Santiago Carrillo– obedecen las órdenes de los golpistas y se tiran al suelo, buscando refugio bajo sus asientos…
Es fácil imaginar que, tras escuchar aquella propuesta, Suárez blandiera por un segundo su eterna sonrisa de chulito de Ávila; lo seguro es que le alargó la mano al estratega, le dio las gracias y le dijo que ya podía marcharse. También es fácil entender por qué ese día Suárez obró como obró: la imagen del 23 de febrero, en manos de la propaganda electoral, era demoledora para sus adversarios políticos (todos ellos presentes aquella tarde en el hemiciclo), pero letal para la democracia naciente de su país, un recordatorio irrefutable de que solo él y sus dos viejos compinches habían demostrado estar dispuestos a jugarse el tipo por la democracia. En otras palabras, entre el beneficio personal y el bien común, Suárez eligió el bien común. Resultado: el arquitecto de la democracia y héroe del 23 de febrero obtuvo dos diputados en las elecciones de 1982, al año siguiente del golpe. La gratitud de la patria.
Y ahora díganme: ¿piensan ustedes que algún líder político actual sería capaz de un gesto semejante? ¿Creen que eso está al alcance de algún representante de una clase política cuyo único artículo de fe conocido sostiene que hay que hacer de la necesidad virtud, una forma eufemística de decir que el fin justifica los medios y que el interés personal y el del propio partido equivalen sin excepciones al bien común?
Esa es mi pregunta.

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¡Es la (des)confianza del inversor, estúpido!
José Ignacio Bellorini Profesor y especialista en tributación por la Universidad Austral
De “¡es la economía, estúpido!”, cuya fuerza comunicacional se le atribuyó al asesor James Carville en las épocas de disputa electoral entre Bill Clinton y George Bush allá por 1992, al “por qué no te callas” que el rey Juan Carlos I de España le esbozó a Hugo Chávez en 2007, en el marco de la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, llega el tercer capítulo de la saga: “¡es la (des)confianza del inversor, estúpido!”.
Pocas semanas atrás, asistimos a una verdadera novela entre dos provincias que se disputaban el anuncio de una histórica inversión y cuyo eje central era la adhesión o no al RIGI. Pero en el fondo, y más allá de los aspectos técnicos, hay un presupuesto que pasó inadvertido –aunque sí sobrevolado por el presidente Javier Milei en alguna entrevista– y que tiene que ver con la confianza que el Estado debe asegurarle al inversor.
El RIGI, es decir, el Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones, sancionado en el título VII de la ley 27.742 por el Congreso nacional, rige en todo el territorio argentino desde su publicación, independientemente de que cada provincia adhiera a él o no. O sea que, para despejar dudas al lector, hoy está plenamente vigente en la Argentina.
Entonces: ¿por qué tanto lío? ¿De qué sirve la adhesión provincial para el anuncio de una inversión? O, en otros términos: ¿la adhesión de una provincia al RIGI determinaría la inversión de un inversor? Respuesta: la síntesis de todo comienza y termina en la confianza del inversor, sin perjuicio obviamente de la viabilidad técnica del proyecto.
Es, en otros términos, el eficiente entorno regulatorio, la transparencia en la relación pública privada y la estabilidad normativa que asegure que nadie erigido en nombre del Estado y de la justicia social mal entendida cambie las reglas de juego durante el plazo que dure la inversión. La confianza es un proceso continuo. Tanto de un lado como del otro, ya que también el inversor debe rendir cuentas al Estado de los concretos resultados de los proyectos promocionados, como también a la sociedad en el marco de su licencia social. Generación de empleo local y producción con valor agregado.
En el artículo 164 de la Ley Bases, el RIGI –casi una excepción en el régimen jurídico nacional– aborda este aspecto quizás hasta intangible, pero que resulta insoslayable ponderar. El presupuesto de la confianza encuentra la justa explicación de por qué la adhesión de cada provincia resulta posiblemente la variable más importante. Es cierto que cada adhesión tendrá su manera de manifestarse; habrá aquellas que lo harán mediante una simple adhesión a la voluntad del Congreso nacional o, también, incluyendo dentro de sus propias competencias otras herramientas de estimulación fiscal adicionales (por ejemplo, impuesto de sellos e ingresos brutos, e incluso tasas locales para el caso de los municipios). Insisto: es forjar cimientos de confianza en las reglas de juego que van desde la estructuración de la inversión hasta llegar a la madurez y recupero de la misma y cuyos procesos muchas veces duran incluso décadas.
Y a la inversa, ningún inversor radicaría una inversión cuando pruebe que un gobierno no resulte confiable frente a su proyecto. Por lo que no se trata de quien tenga la mejor adhesión al RIGI o la mayor infraestructura para recibir una inversión, sino de quien –de cara al futuro– genere la mejor confianza.
Las provincias tienen en sus manos un hecho histórico. Al final, cada uno más temprano que tarde deberá dar cuenta de su administración (San Lucas 16.2).

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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