domingo, 15 de diciembre de 2024

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ ( ESCRITOR)...LA CAÍDA DEL RÉGIMEN SIRIO


Juan Gabriel Vázquez: “Las redes han roto la capacidad de imaginar las diferencias con el otro”
El reconocido novelista colombiano sostiene que una consecuencia perversa del mundo digital es que convierte a los usuarios en pequeños fundamentalistas de una causa que condena a los que no comparten su visión
Laura Ventura
Juan Gabriel Vásquez
Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) cultiva un tono sereno para expresarse, para elaborar cada respuesta, y una paciencia casi docente para escuchar al otro, para digerir cada pregunta. Reside en París, pero está de visita en Madrid, donde se presenta en el marco del Festival Eñe para hablar sobre Joseph Conrad, uno de sus autores favoritos, sobre quien ha escrito la biografía El hombre de ninguna parte. La capital española se convertirá en su hogar el año próximo, donde ya ha trasladado su voluminosa biblioteca y donde oficiará como presidente del jurado del Premio Alfaguara 2025, distinción que obtuvo por El ruido de las cosas al caer en 2011. Entre otras novelas publicó Volver la vista atrás (ganadora del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa y Prix du Meilleur Livre Étranger), La forma de las ruinas (Prémio Literário Casino da Póvoa), Los informantes, Historia secreta de Costaguana y Las reputaciones (Premio Real Academia Española). Lúcido pensador, entre sus ensayos se encuentran La traducción del mundo, donde recoge las conferencias que dictó en la Universidad de Oxford en 2022 sobre las virtudes de la ficción, y Los desacuerdos de paz, una colección de columnas sobre política colombiana. Abogado de formación, columnista del periódico El País y miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, Vásquez fue nombrado en 2022 Escritor internacional por la Royal Society of Literature. También fue distinguido con la Orden de las Artes y de las Letras de la República de Francia.
Vásquez acaba de publicar Los nombres de Feliza (Alfaguara), una novela sin ficción que explora la vida de la escultora colombiana Feliza Bursztyn, quien tuvo un lugar protagónico en el arte y la política de su país en los años sesenta y setenta, fue perseguida por el régimen de Julio César Turbay y tuvo que exiliarse en París, donde murió, según su amigo Gabriel García Márquez, de tristeza. “Era una mujer rebelde, contestataria, que se pasó la vida enfrentándose a todas las limitaciones que le quería poner la sociedad colombiana. Se enfrentó a su primer marido, que no quería que fuera artista. Se enfrentó al mundo del arte, que no quería aceptarla por ser mujer. Se enfrentó a los críticos, porque trabajaba con materiales heterodoxos, como el metal o la chatarra. Su vida fue ese constante grito de libertad”.
"No hay nada más rentable políticamente que el miedo bien organizado y el de Trump es un miedo profundamente racista, xenofóbico y muy exitoso"
En las obras de Vázquez la política y, dentro de ella el pensamiento radical, los fanatismos y el absurdo, aparece como dimensión que modifica los destinos individuales de sus personajes. Hoy analiza el papel que han desempeñado las redes sociales en las democracias occidentales: “Las redes sociales han tenido la consecuencia perversa de encerrarnos a cada uno en un pequeño perfil creado por los algoritmos que nos distingue ligeramente del vecino y enormemente del contradictor o del enemigo ideológico, de manera que rompen cualquier posibilidad de diálogo o de convivencia”.
–En La traducción del mundo explora el vínculo entre la sociedad actual y la ficción. Cita a su amigo novelista Hisham Matar, con quien comparte la idea de que hay en la actualidad “pequeños fundamentalismos”. ¿A qué se refiere?
–A una nueva característica de nuestro comportamiento en los espacios donde pasamos más tiempo: las redes sociales. Yo no tengo redes sociales, pero lo que pasa en ellas no solo me preocupa, sino que estoy convencido de que se vuelca en nuestra vida ciudadana. Los fundamentalismos a los que me refiero son esa exacerbación de nuestras pequeñas cajas de identidad que nos convierten en pequeños fundamentalistas de una causa y nos obligan a ir por el mundo definiéndonos en función de esa causa y condenando a todos los que no la comparten. Las redes sociales han tenido la consecuencia perversa de encerrarnos a cada uno en un pequeño perfil creado por los algoritmos que nos distingue ligeramente del vecino y enormemente del contradictor o del enemigo ideológico, de manera que rompen cualquier posibilidad de diálogo o de convivencia. Las redes sociales nos han convertido en fanáticos de nuestros rasgos identitarios, las causas en las que creemos, nuestras ideologías, incluso nuestro lugar en el mundo identitario propiamente, la raza, el sexo, la nacionalidad. Todo eso crea un perfil en redes que ha roto la capacidad de imaginar la diferencia del otro y de tolerarla.
–Cita a Jaron Lanier en su ensayo: “Las redes sociales no están robando las teorías sobre la mente de los otros”. ¿Me podría explicar esta afirmación?
–La teoría de la mente es el mecanismo psicológico por el cual, mediante la observación del otro, logramos hacernos una idea más o menos precisa de lo que el otro quiere. Observamos a alguien y sabemos si sus intenciones con respecto a nosotros son buenas o malas. La observación del otro nos da un retrato razonable de quién es, de cómo es. La teoría de la mente es el fenómeno psicológico que nos permite adivinar un poco cómo es la vida interior de la otra persona cuando compartimos un espacio con ella. Lanier sostiene que estos mecanismos perversos de las redes sociales nos encierran a cada uno en una burbuja retroalimentada por nuestro comportamiento en nuestras redes, nuestros rasgos de identidad, nuestro historial de consumo. Todo eso hace que cada vez sea más difícil ver al otro propiamente. Cada vez estamos más encerrados debajo de nuestra propia máscara digital, algorítmica, y cada vez es más difícil interpretar a los otros. Esto genera una cierta dificultad para lograr causas comunes, para entender la diferencia política. Es una consecuencia catastrófica para una sociedad. Hoy lo vemos, por ejemplo, en el resultado de las elecciones en Estados Unidos.
"La disolución de nuestro vínculo con el pasado es preocupante, porque el pasado queda libre, suelto a la merced de cualquier relato mentiroso"
–En una de sus últimas columnas en El País escribe: “Trump montó un relato basado en el resentimiento, el agravio, el odio, el desprecio y la violencia, y millones de votantes lo dieron por bueno. A pesar de lo que se lee en las gorras rojas de sus votantes, su ficción no consistía en que Estados Unidos volviera a un pasado más grandioso, sino en que se defendiera de un presente horrible”. ¿Cómo es este presente en el que estamos inmersos?
–Hemos aceptado la propaganda trumpista de Make America Great Again como el relato principal de su movimiento; es decir, hacer que Estados Unidos vuelva a un pasado mejor. Pero en realidad eso no es de lo que él habla. Trump habla constantemente del presente horrible que tenemos y para el cual su movimiento es la única solución. Ese presente es una invención, es una gran mentira, en la cual los estadounidenses, suponemos los estadounidenses de bien, están constantemente amenazados por hordas de inmigrantes que vienen a invadirlos, que se comen sus mascotas, como decía en el debate con Kamala Harris, que son una amenaza constante desde el principio de su candidatura presidencial. Y en ese presente de horror que construye, en ese presente distópico, produce una ficción que es muy distinta de ese regreso a un pasado más glorioso, sino la promesa de defendernos de una amenaza que no existe pero no hay nada más rentable políticamente que el miedo bien organizado, y en este caso es un miedo profundamente racista, xenofóbico y muy exitoso.
–¿Cómo explica la adhesión de los votantes latinos a Donald Trump?
–Para mí es difícil de entender que un inmigrante latino, o hijo o nieto de inmigrantes, elija un voto que es abiertamente antiinmigrante o abiertamente xenofóbico. La sociología francesa llama a esto “la cascada del desprecio”; es decir, el desprecio va bajando y el que está en una menor posición de poder siente desprecio por el que está más abajo, y así sucesivamente. Esta es apenas una de las maneras de explicarlo. Hay otra situación, incluso más evidente, que es la ruptura de nuestra realidad compartida. Más allá de que sean latinos, más allá de que sean afroamericanos, hay dos realidades que no se tocan y que han sido definidas por la inmensa capacidad de propaganda de la mentira y de la distorsión que ha montado Trump insistentemente durante años. La mitad de Estados Unidos, ahora podemos creer que más de la mitad, cree que las elecciones de 2017 fueron robadas por Biden. Esa mitad cree que Trump es inocente de todos los cargos de los que se lo acusan, que es un perseguido político, y la otra mitad de la gente cree que sus vidas y su existencia física están amenazadas por ese fantasma. Entonces, más allá de que seas latino o no, hay gente convencida de vivir en una realidad que los hechos no soportan, los hechos no apoyan, pero que ha calado a través de podcasts de extrema derecha, de youtubers exitosos, de influencers y de la cadena Fox News.
"Una vida sostenida en la lectura de ficción nos permite ver el mundo desde otros puntos de vista. Vivir otras vidas es un clisé, pero es cierto"
–Una idea que aparece en La traducción del mundo es que vivimos en un presente en el que somos incapaces de comprender contextos más amplios de la historia, de los hechos que acontecen.
–Sí, es preocupante. La disolución de nuestro vínculo con el pasado es profundamente preocupante, entre otras cosas porque el pasado queda entonces libre, suelto, a la merced de cualquier relato mentiroso y eso es muy útil políticamente.
–Leer no nos va a hacer mejores personas, pero ¿qué nos puede aportar la lectura de ficción específicamente en este contexto?
–No creo que leer mejore a nadie, no nos hace mejores moralmente. Hay sobrados ejemplos de perfectos desgraciados que son grandes lectores. Pero lo que sí creo es que el contacto sostenido con las grandes ficciones acaba convirtiéndose casi siempre en un extrañísimo entrenamiento para entender el mundo. Yo creo que es difícil leer el mundo, leerlo bien, entre otras cosas, porque los seres humanos tenemos esta gran tragedia que es tener solo una vida. En una vida no se alcanza a entender todo lo que uno debería entender, entre otras razones porque estamos encerrados en un punto de vista. La vida es un punto de vista y la comprensión que nos daría ver el mundo desde varios puntos de vista nos está vedada por razones biológicas, pero la ficción rompe con eso, con esa camisa de fuerza. Una vida sostenida en la lectura de ficción nos permite ver el mundo desde distintos puntos de vista. Vivir otras vidas es el gran clisé, pero es cierto. Es posible ampliar mi perspectiva sobre el mundo, entender otras cosas, relativizar mi escala de valores, aceptar que mi escala de valores sea interpelada, retada por la convivencia con existencias distintas de la mía. Políticamente conduce al interés por la diferencia y a la aceptación de la diferencia. Esto ocurrió con la novela moderna, con el Lazarillo y Don Quijote. Allí empezó a ser posible lo que siglos después se llamó democracia. Precisamente por eso, por esa nueva convivencia que el ejercicio de imaginar al otro permitió.
–¿Tiene en su narrativa la intención o la propuesta de fortalecer a la democracia?
–Creo que si la literatura se propone ser útil, fracasa. Se vuelve literatura de mensajes, literatura de tesis, literatura de propaganda, literatura de respuestas, que es lo contrario de lo que para mí es la literatura, que es hacer preguntas. Nunca he escrito con la ambición ilusoria de mejorar un espacio cívico, pero sí creo que eso es un efecto colateral de ejercer las enormes libertades que ejercemos cuando escribimos ficción, cuando la leemos. Escribir ficción es un acto de rebeldía. Nadie escribe ficción si está satisfecho con el mundo. Cuando esa rebeldía es exitosa, yo sí creo que pasa algo a nivel social que es importante. Y la prueba es que cuando una sociedad empieza a bascular hacia el autoritarismo, entre los primeros perseguidos están los novelistas y los poetas, y no es una cosa de los años treinta en la Unión Soviética de Stalin. Sergio Ramírez y Gioconda Belli fueron expulsados de su país y sus ciudadanías eliminadas o retiradas por un régimen autocrático.
–La polarización existe en muchos países del mundo. ¿Cómo explica este fenómeno que debilita las democracias y enfrenta a sus ciudadanías?
–No tengo un diagnóstico definitivo, pero yo identifico esto que está pasando con el auge, el surgimiento de las redes sociales hacia el 2012, que lentamente fueron rentabilizando –monetizar es una palabra nueva, más precisa, pero a mí no me gusta y mi lengua todavía no la ha adoptado– el enfado, los miedos, los resentimientos, los agravios ajenos. Excitarlos conducía a más tráfico y generaba por lo tanto más dinero, pues ahí fue cuando esto se empezó un poco a ir al diablo. Shoshana Zuboff, una especialista norteamericana, habla del capitalismo de vigilancia. Esa idea de que este aparato que cargamos en el teléfono va persiguiéndonos constantemente, vigilándonos para rentabilizar nuestras actitudes, nuestros intereses, nuestras fobias, nuestros miedos. Eso eventualmente conduce a una radicalización del ciudadano.
–Wittgenstein dice: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, pero también hay ocasiones donde nuestro propio lenguaje nos domina.
–A veces el lenguaje piensa por nosotros. Creo que ocurre con mucha frecuencia, pero lo vi con total claridad durante la pandemia. Empezó a surgir un lenguaje belicoso, un lenguaje de guerra. Emmanuel Macron dijo: “Esto es una guerra”. Se empezaba a hablar de defender nuestras sociedades del enemigo; el enemigo era el virus. Y yo creo que eso fue instalando entre nosotros cierta impresión de que estábamos en una situación que tal vez no era la real. Llevó a las sociedades a tomar medidas más extremas y a hacer lo que se hace en las guerras, que es aceptar la muerte de algunos.
–Ha escrito novelas sin ficción sobre asesinos, sobre escritores, sobre artistas, como Sergio Cabrera en Volver la vista atrás y ahora sobre Feliza Bursztyn. ¿Cómo elige a sus personajes?
–Sin que sea nada esotérico, yo tengo la convicción de que yo no los elijo. En cierto sentido, ellos me eligen a mí. Son obsesiones que fueron una mera curiosidad en algún momento. Esa curiosidad se queda y mientras otras van desapareciendo, son efímeras, esa permanece, se va convirtiendo en otra cosa, en interés, en motivo de investigación, luego en obsesión, incluso un poco malsana. Y la única manera de quitarme esa obsesión de encima es escribir el libro.

UN NOVELISTA ATENTO AL MUNDO
PERFIL: Juan Gabriel Vázquez
. Juan Gabriel Vásquez nació el primer día de 1973 en Bogotá. Se recibió de abogado, pero, lector voraz desde la adolescencia, pronto decantó por la literatura. Entre sus primeras influencias están los autores del boom latinoamericano y los novelistas anglosajones.
. Escribió su primera novela, Persona, en París, donde realizaba un doctorado. A fines de siglo pasado se trasladó a Barcelona, donde residió muchos años. Hoy vive en París, aunque pronto se mudará a Madrid.
. Publicó dos libros de cuentos y siete novelas, entre las que se cuentan Historia secreta de Costaguana (inspirada en Joseph Conrad), El ruido de las cosas al caer (que recibió el premio Alfaguara en 2011), La forma de las ruinas (2015, donde ocupa un papel el Bogotazo) y Volver la vista atrás (2020), que al año siguiente obtuvo el Premio Bienal Mario Vargas Llosa en 2021. Su libro más reciente es Los nombres de Feliza, centrado en la vida de la escultora Feliza Bursztyn.
. Como ensayista publicó El arte de la distorsión (2009), La traducción del mundo (2023), sobre el arte de la ficción, y El hombre de ninguna parte (2004), un libro sobre Joseph Conrad, el autor de Lord Jim. Ha sido columnista, entre otros medios del diario El País y es miembro de la Academia Colombiana de la Lengua. Recibió, entre otras distinciones, la Orden de las Artes y de las Letras de la República de Francia.


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La caída del régimen de Al-Assad, una derrota para Vladimir Putin
El Kremlin pierde influencia en una región que consideraba clave
Por Hanna NotteRetratos desfigurados de Al-Assad y Putin, en Al-Bassah, en un supuesto edificio usado por los rusos
Esta vez, cuando el presidente sirio Bashar alAssad empezó su caída del poder, Rusia no estaba ahí para ayudarlo. En gran medida, Rusia observó desde el margen cómo los rebeldes sirios arrasaban el país en menos de diez días, tomando las ciudades de Alepo, Hama y Homs antes de entrar el domingo pasado en Damasco, la capital del país. Assad ya no está, y su salida es celebrada por multitudes de sirios emocionados. En Rusia, adonde huyó el dictador sirio, la caída de su gobierno significa una pérdida devastadora. Décadas de inversión militar y política rusa para hacerse un hueco en la zona del Mediterráneo están ahora en peligro. Puede ser que Vladimir Putin consiga mantener alguna participación en una Siria pos-Assad, pero no hay forma de evitarlo: acaba de sufrir una importante derrota.
Los vínculos de Rusia con la familia Assad se remontan a la década de 1970, cuando Hafez al-Assad –el padre de Bashar– consolidó el lugar de Siria en la órbita soviética. Cuando el joven Al-Assad respondió a un levantamiento pacífico con una represión violenta que desembocó en un conflicto sangriento, Rusia respondió, a principios de 2012, vetando una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que lo instaba a dimitir. El año anterior, Putin, entonces primer ministro de Rusia, arremetió contra otra resolución de la ONU que autorizaba ataques aéreos contra el dictador libio, el coronel Muamar Khadafy, a la que calificó de “llamamiento medieval a una cruzada”. Se dijo que estaba furioso cuando el coronel Khadafy fue asesinado. Estaba decidido a que Assad no corriera la misma suerte.
En los años transcurridos desde entonces, Putin prestó al joven Assad una importante ayuda militar. En 2015, las fuerzas de Assad apenas controlaban el 20 por ciento del territorio sirio y Rusia lanzó una operación militar para salvarlo. En 2017, Rusia ayudó a negociar el alto al fuego entre las partes en Siria, y luego permitió que las fuerzas del régimen terminaran por reocupar muchos de esos lugares. Su presencia militar acabó transformándose en una fuerza menor adecuada para gestionar conflictos de bajo nivel, pero Rusia nunca se retiró de Siria, ni siquiera después de que su invasión de Ucrania en 2022 eclipsara todas las demás prioridades de política exterior. Para entonces, mantener una presencia en el país, incluidas la base aérea de Jmeimim y la base naval de Tartús, era también fundamental para las operaciones militares de Rusia en Libia, República Centroafricana y el Sahel, en áfrica, una nueva frontera para la proyección del poder ruso.
El apoyo militar de Rusia se complementó con un paciente respaldo político. Putin y AlAssad siguieron siendo inseparables a lo largo de varias rondas
de arduas conferencias de paz que intentaron negociar una solución al conflicto. En 2013, Putin se erigió en el caballero de brillante armadura de Al-Assad –y, de paso, puso de manifiesto la debilidad de la “línea roja” de Barack Obama en Siria– al avalar la destrucción de las armas químicas de Al-Assad en el plazo de un año y alejar la perspectiva de ataques aéreos estadounidenses. (Unos años más tarde, más de 80 civiles sirios morirían en un ataque con gas sarín que Estados Unidos atribuyó a las fuerzas del régimen).
A principios de 2018, Rusia organizó un congreso sirio en la ciudad turística de Sochi al que asistieron en su mayoría delegados pro-Assad y que diluyó las ambiciosas visiones de una transición política en cuestiones de reforma constitucional. Una vez que la guerra en Siria se enfrió, los diplomáticos de Moscú pasaron a ejercer presión para conseguir las tres R: apoyo para una reconstrucción, retorno de los refugiados y rehabilitación de Al-Assad.
A menudo Rusia se sintió frustrada por la negativa del régimen de Al-Assad a hacer la más mínima concesión, como demuestran las ocasionales muestras de desprecio del propio Putin hacia el mandamás sirio.
Pero Rusia nunca tiró la toalla, hasta que la guerra de Siria se recalentó repentinamente el mes pasado. Si la persistente obstinación de Al-Assad había colmado la paciencia de Rusia, la dinámica de las últimas semanas hizo el resto. Muchas de las propias fuerzas oficiales sirias simplemente se apartaron del camino de los rebeldes, y pronto quedó en claro que los iraníes, que también lo habían respaldado durante años, tampoco iban a participar. Rusia transmitió su creciente preocupación e intensificó los bombardeos en la provincia noroccidental de Idlib, controlada por los rebeldes, pero no hizo nada para reforzar su presencia en Siria. A medida que los rebeldes avanzaban, se hizo evidente que el Kremlin no intervendría de forma relevante. Con la capacidad militar de Rusia consumida en Ucrania, su cálculo había cambiado: Putin probablemente se dio cuenta de que había llegado el momento de desprenderse de Al-Assad y de dar prioridad al mantenimiento de las bases militares rusas en una nueva Siria.
Pero la caída de Al-Assad sigue siendo una pérdida. Los Estados árabes sunnitas detestaban que Putin acudiera al rescate de AlAssad, de origen alauita, en un conflicto que consideraban parte de una lucha más amplia con el Irán chiita. Pero Putin se había ganado el respeto en la región y fuera de ella, especialmente entre los dirigentes autocráticos, al apoyar a su aliado y demostrárselo a los estadounidenses. Ese respeto está ahora en peligro, y la decisión de Putin de conceder asilo a Al-Assad puede ser un último esfuerzo para señalar que no abandona a los suyos.
Rusia siempre podría justificar los reveses en Ucrania alegando que está luchando contra el Occidente colectivo. Podría explicar su abandono de su aliada Armenia durante la ofensiva de Azerbaiyán sobre Nagorno Karabaj el año pasado basándose en las realidades regionales cambiantes, con la esperanza de que pocos tomaran nota. Pero Siria es diferente. Ninguna gimnasia retórica de los asesores de prensa rusos puede distraer del hecho de que el abandono de Al-Assad es la señal más clara, desde que Putin invadió Ucrania, de que existen nuevos límites a la proyección del poder ruso.
Además de ver debilitado a su socio Irán, Rusia perderá influencia frente a otros pesos pesados regionales, especialmente Israel y Turquía. La asociación de Rusia con Al-Assad y Hezbollah la convirtió en un vecino del norte de Israel, lo que significaba que Israel tenía que informar a Rusia cuando realizaba ataques contra representantes iraníes en Siria. Israel también tuvo que navegar con cautela en Ucrania, mientras Rusia se acercaba a Irán y adoptaba una postura propalestina en la guerra en Gaza. Con la desaparición de Al-Assad y la marginación de los iraníes en Siria, Israel tiene más margen de maniobra.
Con Turquía, con la que Rusia mantiene una larga rivalidad, la pérdida es posiblemente mayor. Al haber acumulado ya influencia sobre Rusia desde la invasión de Ucrania, Turquía podría tener un formidable poder en cualquier negociación sobre la futura influencia de Rusia en Siria, gracias a su patrocinio de la oposición armada siria.
La destitución de Al-Assad también podría conllevar la pérdida más tangible de las bases, Jmeimim y Tartús. Rusia hará todo lo posible por conservar las bases, por supuesto. El cambio en su lenguaje al hablar de sus nuevos interlocutores sirios –de “terroristas” a “oposición armada”– sugiere que ya se están realizando esfuerzos diplomáticos.
En eso, Rusia puede tener éxito. Pero su influencia en Siria –y el peso regional que conllevaba– nunca volverá a ser la misma

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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