EL ARTISTA PLÁSTICO MENDOCINO Y CREADOR DE PROYECTOS ARQUITECTÓNICOS QUE HIZO DE SU CASA UNA OBRA DE ARTE
— texto de Andrea Calderón —
Fotos: Gentileza y Marcelo Aguilar
Morada pictórica Roggerone es dueño de La Alboroza, un vergel de inspiración hispano-árabe que lo representa; prepara una muestra de pinturas que presentará en 2025 en la galería Miranda Bosch, en Buenos Aires.
Sergio Roggerone no quiere ventanas para mirar hacia afuera. Los muros que rodean su casaestudio miden más de cuatro metros, están divididos por galerías, jardines y patios y son un verdadero refugio del exterior. Este artista plástico mendocino, interiorista y creativo de proyectos arquitectónicos es también el dueño de una propiedad de inspiración hispano-árabe que lo representa: La Alboroza. Cuando hace 20 años, después de andar por el mundo, se mudó a Chachingo, una pequeñalocalidaddeldepartamento de Maipú –conocida ahora por bodegas como El Enemigo–, el escenario y el contexto eran otros. A pesar del caudal de turistas que visitan la zona, el refugio de Roggerone conserva la esencia del remanso en silencio. Hay excepciones para las visitas programadas, los encuentros con amigos y las reuniones de trabajo.
Detrás de una puerta de madera llena de timbres antiguos que no funcionan aparece Santiago, su asistente. El joven saluda y guía el camino hacia donde espera el artista, entre dos enormes vasijas de barro, con una pared azul de fondo y una fuente que fluye de la boca de un dragón. La mesa, las sillas, la araña que cuelga de la galería, los objetos alrededor, las plantas, todo lleva el impulso y la mano de su dueño.
En La Alboroza, el vergel que comparte con su compañera Marina Ferrari Day, crecieron como pareja pero también como padres de Francesca, cantante y diseñadora de joyas. Entre viajes que lo llevan a recorrer países –por trabajo, placer y descubrimiento–, la vuelta es siempre a la morada en la que vive y configura su producción pictórica, que crea y se va. Pinta y vende.
“Actualmente preparo una serie de pinturas por encargo que llevaré a Madrid a fin de año. También una muestra para 2025 en la galería Miranda Bosch, en Buenos Aires. Hace cinco años que no expongo y he retomado temas como los altares, y materiales que utilicé en mis inicios, como los toneles. Además, estoy mutando entre lo figurativo y lo abstracto, una tarea nueva y compleja para mí”, explica el autor de El árbol de la vida, una obra emblemática que representa y da la bienvenida al hotel en Mendoza de la renombrada winemaker Susana Balbo.
El estilo Roggerone tiene que ver con el de un pintor que domina técnicas antiguas, conceptos y situaciones que plantea mediante óleos, pero también con el de un creador que transforma lo que toca y lo vuelve propio. Su estudio, apilado de libros, objetos antiguos, candelabros, muebles de estilo y bastidores en proceso, es un espacio organizado con obsesión por el trabajo. Cada tarde, Sergio alimenta su espíritu con música, aunque también con silencio, y aborda tres o cuatro pinturas a la vez, en sectores perfectamente armados que deja intactos para el día siguiente.
El artista mendocino fue también el director creativo del resort Los Chozos, un proyecto de 15 casas de lujo que por sus techos como bóvedas y su arquitectura andina resaltan sobre el paisaje de Alto Agrelo, en Luján de Cuyo. “Vivo involucrado en trabajos de arquitectura porque me llaman y porque lo disfruto. Estudié cuatro años la carrera y ha sido sin dudas una formación fundamental para el desarrollo de la disciplina y el gusto por los detalles”, comparte el artista de las siluetas redondeadas, los marcos dorados y los símbolos religiosos.
Las obras de Roggerone han trascendido a Mendoza. Sus pinturas, collages, instalaciones, relieves, murales e interiorismos lo han llevado a viajar y a formar parte de colecciones privadas que antes se exhibieron en museos y galerías. México, Italia –donde vivió y se formó en restauración–, España, Estados Unidos y Chile son naciones donde el recibimiento ha sido próspero y frecuente. “Yo nunca perseguí nada de lo que me sucedió”, expone el autor de series como Huele con los ojos o El jardín pretérito, que tuvo a Francis Mallmann como autor del texto de sala.
“He aquí un artista que además de la tela y el pincel con sus consiguientes técnicas y bellezas comparte con su trabajo un abrazo que incluye todo lo que encuentra en su camino. Su labranza lo lleva a la generalidad, que es la relación entre su pincel con las ciencias, la arquitectura, la filosofía y todas las posibles ramas del conocimiento que expresan su labor, sin excluir los más bellos oficios, como carpintería, herrería, cocina y vidrio”, escribió el cocinero en marzo de 2019 para una exposición en la casa de Roggerone.
El mayor de tres hermanos, hijo de un contador y una maestra de escuela, es en buena medida autodidacta, aunque sobrevuela la figura de una madrina de la vida, que alimentó su espíritu inquieto de arte: la arquitecta e interiorista Maga Correas. También cosechó las enseñanzas de la escultora Selva Vega y el intercambio con un puñado de colegas, amigos y la propia introspección. “No creo que el camino del arte sea comunitario, sino más bien solitario e individual. Considero que las ideas del artista son únicas y deben expresarse por su cuenta, por eso el arte es para quienes profundizan y van al fondo de la técnica y las ideas. La pintura es para mí una alquimia y eso le da sentido a mi trabajo”, dice el artista de los marcos de oro, italiano por herencia e inquieto por elección.
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Las cartas de una vida
verónica chiaravalli
Los escritores que están llamados a significar algo en nuestras vidas siempre se las ingenian para encontrarnos. Surcan océanos de tiempo, sortean risueños los escombros de las modas fugaces. Nos esperan. Y regresan una y otra vez.
Leer a los que ya no están es escuchar con los ojos a los muertos, decía Quevedo. Una de esas voces inmortales vuelve del silencio ahora que Salamandra ha publicado Cartas deuna vida, de la gran Irène Némirovsky. El volumen reúne la correspondencia que la escritora –aun antes de serlo– envió a amigos, colegas, editores, afectos y relaciones sociales o profesionales, desde 1913 hasta el momento de su muerte, en Auschwitz, en 1942. La sobreviven en estas páginas los intercambios epistolares de su marido y otros conocidos hasta 1945, en búsqueda desesperada por averiguar qué había ocurrido con ella, truncado abruptamente el envío de sus misivas y sin noticias certeras de su terrible destino hasta el final de la guerra.
Pero antes de la tragedia está la celebración de la vida, con su pequeña cotidianidad, sus tribulaciones banales cuando se las mira en perspectiva, sus alegrías livianas y pasajeras. Nada, sin embargo, por pueril que pueda parecer luce menor o irrelevante en la pluma de la autora de Suite francesa; todo adquiere allí el espesor de su inteligencia, el aliento de su sentido del humor y su delicada ironía. El libro se organiza en cinco partes principales y un anexo que incluye fragmentos de entrevistas. Los títulos de los capítulos centrales condensan en un puñado de palabras elocuentes los hitos de una vida singular, bendecida y maldecida por los dioses: “Despreocupación” (1913-1925), “Fama” (19291939), “Incertidumbre” (1939-1941), “Angustia” (1941-1942), “Pesadilla” (1942-1945). Un viaje de la luz a la tiniebla que Némirovsky registró a cada paso, transfigurado en sus novelas.
Las cartas de una vida no son solo las que se escriben a lo largo de los años (valen hoy esquelas electrónicas y todos sus avatares tecnológicos), sino también aquellas con las que el azar nos obliga a jugar el juego de la propia existencia. A tientas y a ciegas, sin saber siquiera si la baraja está completa.
En las estaciones de su vida, tal como las ha organizado el libro a través de su correspondencia, Irène conoció la “despreocupación” propia de la juventud en el seno de una familia inmigrante acomodada (huyeron de la revolución bolchevique y se instalaron en Francia), lo que le permitía acceder a todos los placeres estéticos, sensuales e intelectuales que la París de las primeras décadas del siglo XX podía ofrecer. Son años de veladas en salones elegantes, bailes, amoríos, champagne helado en la madrugada y apasionadas horas de estudio y lectura en la Sorbona.
Saboreó luego la “fama”, sobre todo a partir de la publicación de su novela
David Golder. Aquí, un naipe que Némirovsky parece haber jugado mal (pero cómo saberlo en aquel momento) y que acaso haya contribuido a precipitar la “angustia” en “pesadilla”. Cuenta Olivier Philipponnat, autor del prólogo de Cartas de una vida que, a finales de 1930, Némirovsky “figura, como única mujer junto con Germaine Beaumont, entre los favoritos para el premio Goncourt. No obstante, se retira de la competición y pospone su solicitud de naturalización por miedo, según explica a su amigo y maestro Gaston Chérau, a que ésta le facilite la consecución del premio y siembre dudas sobre la sinceridad de sus motivaciones”.
Después ya será tarde para todo. La legislación antijudía la acorrala, su marido es expulsado de su trabajo. En ese período, las cartas se juegan y se escriben en busca del apoyo de los amigos, de la solidaridad de quienes ven con lucidez lo que implica la locura criminal nazi.
Sin recursos, privada de la posibilidad de usar su propio nombre, Irène debe publicar con seudónimo. En julio de 1942 es detenida y deportada. Un mes más tarde muere en Auschwitz.
Sobre el final del libro se agrupan un puñado de reflexiones y definiciones requeridas por la prensa. Brilla especialmente una. En marzo de 1933
Paris-Soir le pregunta: ¿qué es lo primero que le llama la atención en un hombre? La respuesta, que a simple vista podría parecer convencional, adquiere hoy valor de premonición: “Su inteligencia y sobre todo su cortesía –dice Némirovsky–. La cortesía muestra no sólo lo educado, lo civilizado que es un hombre, sino también su grado de sensibilidad y discreción, su valía moral”. Europa estaba a un tris de sucumbir al salvajismo más brutal. Las formas ya no importaban. Y a nadie parecía preocuparle ese oscuro presagio
El estilo Roggerone tiene que ver con el de un pintor que domina técnicas antiguas, conceptos y situaciones que plantea mediante óleos, pero también con el de un creador que transforma lo que toca y lo vuelve propio. Su estudio, apilado de libros, objetos antiguos, candelabros, muebles de estilo y bastidores en proceso, es un espacio organizado con obsesión por el trabajo. Cada tarde, Sergio alimenta su espíritu con música, aunque también con silencio, y aborda tres o cuatro pinturas a la vez, en sectores perfectamente armados que deja intactos para el día siguiente.
El artista mendocino fue también el director creativo del resort Los Chozos, un proyecto de 15 casas de lujo que por sus techos como bóvedas y su arquitectura andina resaltan sobre el paisaje de Alto Agrelo, en Luján de Cuyo. “Vivo involucrado en trabajos de arquitectura porque me llaman y porque lo disfruto. Estudié cuatro años la carrera y ha sido sin dudas una formación fundamental para el desarrollo de la disciplina y el gusto por los detalles”, comparte el artista de las siluetas redondeadas, los marcos dorados y los símbolos religiosos.
Las obras de Roggerone han trascendido a Mendoza. Sus pinturas, collages, instalaciones, relieves, murales e interiorismos lo han llevado a viajar y a formar parte de colecciones privadas que antes se exhibieron en museos y galerías. México, Italia –donde vivió y se formó en restauración–, España, Estados Unidos y Chile son naciones donde el recibimiento ha sido próspero y frecuente. “Yo nunca perseguí nada de lo que me sucedió”, expone el autor de series como Huele con los ojos o El jardín pretérito, que tuvo a Francis Mallmann como autor del texto de sala.
“He aquí un artista que además de la tela y el pincel con sus consiguientes técnicas y bellezas comparte con su trabajo un abrazo que incluye todo lo que encuentra en su camino. Su labranza lo lleva a la generalidad, que es la relación entre su pincel con las ciencias, la arquitectura, la filosofía y todas las posibles ramas del conocimiento que expresan su labor, sin excluir los más bellos oficios, como carpintería, herrería, cocina y vidrio”, escribió el cocinero en marzo de 2019 para una exposición en la casa de Roggerone.
El mayor de tres hermanos, hijo de un contador y una maestra de escuela, es en buena medida autodidacta, aunque sobrevuela la figura de una madrina de la vida, que alimentó su espíritu inquieto de arte: la arquitecta e interiorista Maga Correas. También cosechó las enseñanzas de la escultora Selva Vega y el intercambio con un puñado de colegas, amigos y la propia introspección. “No creo que el camino del arte sea comunitario, sino más bien solitario e individual. Considero que las ideas del artista son únicas y deben expresarse por su cuenta, por eso el arte es para quienes profundizan y van al fondo de la técnica y las ideas. La pintura es para mí una alquimia y eso le da sentido a mi trabajo”, dice el artista de los marcos de oro, italiano por herencia e inquieto por elección.
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Las cartas de una vida
verónica chiaravalli
Los escritores que están llamados a significar algo en nuestras vidas siempre se las ingenian para encontrarnos. Surcan océanos de tiempo, sortean risueños los escombros de las modas fugaces. Nos esperan. Y regresan una y otra vez.
Leer a los que ya no están es escuchar con los ojos a los muertos, decía Quevedo. Una de esas voces inmortales vuelve del silencio ahora que Salamandra ha publicado Cartas deuna vida, de la gran Irène Némirovsky. El volumen reúne la correspondencia que la escritora –aun antes de serlo– envió a amigos, colegas, editores, afectos y relaciones sociales o profesionales, desde 1913 hasta el momento de su muerte, en Auschwitz, en 1942. La sobreviven en estas páginas los intercambios epistolares de su marido y otros conocidos hasta 1945, en búsqueda desesperada por averiguar qué había ocurrido con ella, truncado abruptamente el envío de sus misivas y sin noticias certeras de su terrible destino hasta el final de la guerra.
Pero antes de la tragedia está la celebración de la vida, con su pequeña cotidianidad, sus tribulaciones banales cuando se las mira en perspectiva, sus alegrías livianas y pasajeras. Nada, sin embargo, por pueril que pueda parecer luce menor o irrelevante en la pluma de la autora de Suite francesa; todo adquiere allí el espesor de su inteligencia, el aliento de su sentido del humor y su delicada ironía. El libro se organiza en cinco partes principales y un anexo que incluye fragmentos de entrevistas. Los títulos de los capítulos centrales condensan en un puñado de palabras elocuentes los hitos de una vida singular, bendecida y maldecida por los dioses: “Despreocupación” (1913-1925), “Fama” (19291939), “Incertidumbre” (1939-1941), “Angustia” (1941-1942), “Pesadilla” (1942-1945). Un viaje de la luz a la tiniebla que Némirovsky registró a cada paso, transfigurado en sus novelas.
Las cartas de una vida no son solo las que se escriben a lo largo de los años (valen hoy esquelas electrónicas y todos sus avatares tecnológicos), sino también aquellas con las que el azar nos obliga a jugar el juego de la propia existencia. A tientas y a ciegas, sin saber siquiera si la baraja está completa.
En las estaciones de su vida, tal como las ha organizado el libro a través de su correspondencia, Irène conoció la “despreocupación” propia de la juventud en el seno de una familia inmigrante acomodada (huyeron de la revolución bolchevique y se instalaron en Francia), lo que le permitía acceder a todos los placeres estéticos, sensuales e intelectuales que la París de las primeras décadas del siglo XX podía ofrecer. Son años de veladas en salones elegantes, bailes, amoríos, champagne helado en la madrugada y apasionadas horas de estudio y lectura en la Sorbona.
Saboreó luego la “fama”, sobre todo a partir de la publicación de su novela
David Golder. Aquí, un naipe que Némirovsky parece haber jugado mal (pero cómo saberlo en aquel momento) y que acaso haya contribuido a precipitar la “angustia” en “pesadilla”. Cuenta Olivier Philipponnat, autor del prólogo de Cartas de una vida que, a finales de 1930, Némirovsky “figura, como única mujer junto con Germaine Beaumont, entre los favoritos para el premio Goncourt. No obstante, se retira de la competición y pospone su solicitud de naturalización por miedo, según explica a su amigo y maestro Gaston Chérau, a que ésta le facilite la consecución del premio y siembre dudas sobre la sinceridad de sus motivaciones”.
Después ya será tarde para todo. La legislación antijudía la acorrala, su marido es expulsado de su trabajo. En ese período, las cartas se juegan y se escriben en busca del apoyo de los amigos, de la solidaridad de quienes ven con lucidez lo que implica la locura criminal nazi.
Sin recursos, privada de la posibilidad de usar su propio nombre, Irène debe publicar con seudónimo. En julio de 1942 es detenida y deportada. Un mes más tarde muere en Auschwitz.
Sobre el final del libro se agrupan un puñado de reflexiones y definiciones requeridas por la prensa. Brilla especialmente una. En marzo de 1933
Paris-Soir le pregunta: ¿qué es lo primero que le llama la atención en un hombre? La respuesta, que a simple vista podría parecer convencional, adquiere hoy valor de premonición: “Su inteligencia y sobre todo su cortesía –dice Némirovsky–. La cortesía muestra no sólo lo educado, lo civilizado que es un hombre, sino también su grado de sensibilidad y discreción, su valía moral”. Europa estaba a un tris de sucumbir al salvajismo más brutal. Las formas ya no importaban. Y a nadie parecía preocuparle ese oscuro presagio
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