No es el único del país, sí el más grande. La lista suma a los dos laberintos de Carmona y al de Borges, los tres en Mendoza, en Montecarlo (Misiones), Nono (Córdoba), Las Toninas (Partido de La Costa) y el más antiguo, el de Los Cocos (Córdoba). (ALLÍ ME LLEVABA MI PAPÁ )
El laberinto que se volvió un atractivo turístico en la Comarca Andina
Se inauguró en 2005 y desde entonces se convirtió en un imán para los visitantes que pasan por El Hoyo, en Chubut
Leandro Vesco
Doris Romera y Claudio Levi empezaron a idear el laberinto en 1996
EL HOYO, Chubut.– Esta localidad es un remanso de islas de árboles y senderos escondidos que se pierden en bosques que sostienen montañas nevadas, una cascada llamada Corbata Blanca baja a la pradera y una constelación de casas decoran este lienzo de naturaleza agreste, a los pies de la Cordillera. Viven 7000 habitantes, y en la cima de una loma se encuentra su mayor secreto: el Laberinto Patagonia, el más grande de América del Sur. “Es el único lugar en el que pagás para salir”, dice Doris Romera, una de sus creadores.
“Es mi criatura”, afirma Claudio Levi, que desde pequeño soñó con tener su propio laberinto. Cuando a los seis años visitó el que está en Los Cocos, Córdoba, tuvo la epifanía. “Los dibujaba y los hacía con sillas en mi casa”, cuenta.
El que construyó en El Hoyo tiene tres kilómetros de pasillos, se levantó con 2200 árboles, una plaza semicircular con nueve entradas y luego de cruzar una misteriosa red de senderos y bifurcaciones, se presentan tres puertas que, según si están abiertas o cerradas, modifican las diferentes maneras de llegar a la meta: la salida, que es una sola. “Es una metáfora de la vida, representa la búsqueda de cada uno”, dice Levi.
En 1996, él y Romera comenzaron a plantar cipreses. Mientras, empezaron a diseñar laberintos y buscar información. Siempre estuvieron cerca de Jorge Luis Borges y Franz Kafka. Así, fueron hasta la Biblioteca Nacional y la del Congreso para más referencias. Sin embargo, la inspiración vino de todas partes, hasta de la legendaria película de Stanley Kubrick, El resplandor. “Cuando entra [Jack] Nicholson al laberinto se ve el plano: alquilé el video y puse stop en esa parte: con una hoja, lo calqué desde la pantalla”, cuenta Levi.
También necesitó aprender conocimientos de la Kabbalah, mitología, geometría sagrada, magia y filosofía. “El laberinto es como un destello involuntario, una explosión natural, es como si la idea de hacerlo siempre estuvo esperándome”, escribe Levi en el libro Laberinto, de Alejandro Chaskielberg, donde cuenta la génesis del proyecto.
Dibujaron ambos en una cartulina el plano del laberinto y, entre sueños y lecturas, diseñaron diferentes partes. Al mismo tiempo, miraban el campo donde iban a plantar los árboles. La técnica para hacerlo (tardaron 25 días), según Levi, fue basarse en dos o tres ecuaciones básicas de trigonometría, más un bidón de agua y cal, una cinta métrica de 20 metros, cientos de estacas y de un inmenso ovillo de hilo, que fue conectando un punto con otro.
“Un delirio”
Para 2005 ya estaba listo. Para que nadie lo viese habían plantado pinos alrededor, pero una ley que los declaró plaga obligó a sacarlos y, una vez al descubierto, todos en El Hoyo vieron develarse una maravilla. “Fue inmediato: todos querían venir. No lo queríamos mostrar, fue nuestro delirio”, cuenta Romera.
Cedieron ante el pedido de una escuela y los chicos fueron los primeros en entrar. No les va mal. Un niño de 11 años tiene el récord: encontró la salida en 33 segundos. Los que más han tardado lo recorrieron en tres horas. Levi afirma que caminando desde la entrada hasta la salida se necesitan 90 segundos. Sin embargo, existen combinaciones infinitas, y cada persona vive su propio laberinto. A partir de 2005 abrieron y rápidamente se convirtió en la mayor atracción de la comarca y en una experiencia única en la Patagonia.
El magnate Joe Lewis aterrizó un día con su helicóptero. Quería entrar solo al laberinto. Su personal de seguridad no estaba de acuerdo. “Pero no quiso saber nada y entró solo”, dice Levi.
¿Halló la salida? Sí. Después se fue a la confitería del complejo y se sentó al lado de una paisana. “De pronto estaban una de las fortunas más grandes del mundo y una señora de la comarca: el laberinto es una plaza democrática”, argumenta.
“En el centro está el Minotauro”, sugiere. Entrar al laberinto es una experiencia psicológica. Antes de hacerlo, a cada visitante se le coloca una pulsera con el número de teléfono. Tanto el que entra como el personal de la atracción están atentos. Por temporada suelen perderse 20 personas. Entrar al laberinto despierta una fascinación y un interés ancestrales. “Te olvidás de quién sos, el temor de saber que te podés perder, de no hallar la salida, ese miedo es primitivo y se despierta”, sostiene Romera.
El Hoyo forma parte de lo que se denomina la Comarca Andina. El Bolsón, Epuyén y Lago Puelo son las localidades que la componen. Durante la década del 70 comenzaron a instalarse hippies que le dieron una identidad nueva a la zona, aires de libertad se mezclaron con idiosincracias patagónicas tradicionales y resultó una unión que hace de la Comarca un lugar con señales especiales. “Los locos les decían a los hippies, y los hijos de los locos recibimos una crianza con valores que hoy son muy importantes”, afirma Romera, nacida y criada en El Bolsón. Toda esa generación es la que hoy está trabajando en arte, producciones de frutas finas, lúpulo y en alimentos sanos.
Unidad
El laberinto une a las personas, dice la pareja. A ellos, sin dudas. Es una historia de amor. Claudio nació en Vicente López y, en 1983, buscando la montaña, encontró su destino en El Hoyo, compró el terreno donde hoy está el laberinto. Entonces era un mosquetal. En un encuentro artístico se conocieron y fue amor a primera vista. Corría el año 1992. “Mi sueño es construir un laberinto”, le dijo Levi. Nunca más se separaron, la unión además del laberinto, incluyó a dos mellizos.
En el lugar también está Comer y Beber, un espacio gastronómico en una loma a un costado, donde se tiene una visión panorámica de toda la misteriosa construcción. Tiene un menú de señas orgánicas, también una confitería y una sidrería. No es el único del país, sí el más grande. La lista suma a los dos laberintos de Carmona y al de Borges, los tres en Mendoza, en Montecarlo (Misiones), Nono (Córdoba), Las Toninas (Partido de La Costa) y el más antiguo, el de Los Cocos (Córdoba).
EL HOYO, Chubut.– Esta localidad es un remanso de islas de árboles y senderos escondidos que se pierden en bosques que sostienen montañas nevadas, una cascada llamada Corbata Blanca baja a la pradera y una constelación de casas decoran este lienzo de naturaleza agreste, a los pies de la Cordillera. Viven 7000 habitantes, y en la cima de una loma se encuentra su mayor secreto: el Laberinto Patagonia, el más grande de América del Sur. “Es el único lugar en el que pagás para salir”, dice Doris Romera, una de sus creadores.
“Es mi criatura”, afirma Claudio Levi, que desde pequeño soñó con tener su propio laberinto. Cuando a los seis años visitó el que está en Los Cocos, Córdoba, tuvo la epifanía. “Los dibujaba y los hacía con sillas en mi casa”, cuenta.
El que construyó en El Hoyo tiene tres kilómetros de pasillos, se levantó con 2200 árboles, una plaza semicircular con nueve entradas y luego de cruzar una misteriosa red de senderos y bifurcaciones, se presentan tres puertas que, según si están abiertas o cerradas, modifican las diferentes maneras de llegar a la meta: la salida, que es una sola. “Es una metáfora de la vida, representa la búsqueda de cada uno”, dice Levi.
En 1996, él y Romera comenzaron a plantar cipreses. Mientras, empezaron a diseñar laberintos y buscar información. Siempre estuvieron cerca de Jorge Luis Borges y Franz Kafka. Así, fueron hasta la Biblioteca Nacional y la del Congreso para más referencias. Sin embargo, la inspiración vino de todas partes, hasta de la legendaria película de Stanley Kubrick, El resplandor. “Cuando entra [Jack] Nicholson al laberinto se ve el plano: alquilé el video y puse stop en esa parte: con una hoja, lo calqué desde la pantalla”, cuenta Levi.
También necesitó aprender conocimientos de la Kabbalah, mitología, geometría sagrada, magia y filosofía. “El laberinto es como un destello involuntario, una explosión natural, es como si la idea de hacerlo siempre estuvo esperándome”, escribe Levi en el libro Laberinto, de Alejandro Chaskielberg, donde cuenta la génesis del proyecto.
Dibujaron ambos en una cartulina el plano del laberinto y, entre sueños y lecturas, diseñaron diferentes partes. Al mismo tiempo, miraban el campo donde iban a plantar los árboles. La técnica para hacerlo (tardaron 25 días), según Levi, fue basarse en dos o tres ecuaciones básicas de trigonometría, más un bidón de agua y cal, una cinta métrica de 20 metros, cientos de estacas y de un inmenso ovillo de hilo, que fue conectando un punto con otro.
“Un delirio”
Para 2005 ya estaba listo. Para que nadie lo viese habían plantado pinos alrededor, pero una ley que los declaró plaga obligó a sacarlos y, una vez al descubierto, todos en El Hoyo vieron develarse una maravilla. “Fue inmediato: todos querían venir. No lo queríamos mostrar, fue nuestro delirio”, cuenta Romera.
Cedieron ante el pedido de una escuela y los chicos fueron los primeros en entrar. No les va mal. Un niño de 11 años tiene el récord: encontró la salida en 33 segundos. Los que más han tardado lo recorrieron en tres horas. Levi afirma que caminando desde la entrada hasta la salida se necesitan 90 segundos. Sin embargo, existen combinaciones infinitas, y cada persona vive su propio laberinto. A partir de 2005 abrieron y rápidamente se convirtió en la mayor atracción de la comarca y en una experiencia única en la Patagonia.
El magnate Joe Lewis aterrizó un día con su helicóptero. Quería entrar solo al laberinto. Su personal de seguridad no estaba de acuerdo. “Pero no quiso saber nada y entró solo”, dice Levi.
¿Halló la salida? Sí. Después se fue a la confitería del complejo y se sentó al lado de una paisana. “De pronto estaban una de las fortunas más grandes del mundo y una señora de la comarca: el laberinto es una plaza democrática”, argumenta.
“En el centro está el Minotauro”, sugiere. Entrar al laberinto es una experiencia psicológica. Antes de hacerlo, a cada visitante se le coloca una pulsera con el número de teléfono. Tanto el que entra como el personal de la atracción están atentos. Por temporada suelen perderse 20 personas. Entrar al laberinto despierta una fascinación y un interés ancestrales. “Te olvidás de quién sos, el temor de saber que te podés perder, de no hallar la salida, ese miedo es primitivo y se despierta”, sostiene Romera.
El Hoyo forma parte de lo que se denomina la Comarca Andina. El Bolsón, Epuyén y Lago Puelo son las localidades que la componen. Durante la década del 70 comenzaron a instalarse hippies que le dieron una identidad nueva a la zona, aires de libertad se mezclaron con idiosincracias patagónicas tradicionales y resultó una unión que hace de la Comarca un lugar con señales especiales. “Los locos les decían a los hippies, y los hijos de los locos recibimos una crianza con valores que hoy son muy importantes”, afirma Romera, nacida y criada en El Bolsón. Toda esa generación es la que hoy está trabajando en arte, producciones de frutas finas, lúpulo y en alimentos sanos.
Unidad
El laberinto une a las personas, dice la pareja. A ellos, sin dudas. Es una historia de amor. Claudio nació en Vicente López y, en 1983, buscando la montaña, encontró su destino en El Hoyo, compró el terreno donde hoy está el laberinto. Entonces era un mosquetal. En un encuentro artístico se conocieron y fue amor a primera vista. Corría el año 1992. “Mi sueño es construir un laberinto”, le dijo Levi. Nunca más se separaron, la unión además del laberinto, incluyó a dos mellizos.
En el lugar también está Comer y Beber, un espacio gastronómico en una loma a un costado, donde se tiene una visión panorámica de toda la misteriosa construcción. Tiene un menú de señas orgánicas, también una confitería y una sidrería. No es el único del país, sí el más grande. La lista suma a los dos laberintos de Carmona y al de Borges, los tres en Mendoza, en Montecarlo (Misiones), Nono (Córdoba), Las Toninas (Partido de La Costa) y el más antiguo, el de Los Cocos (Córdoba).
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