La revolución futurista de los pantalones
La tecnología y la arquitectura fueron parte de los intereses del diseñador, que en los 60 creó la minifalda con Mary Quant
Lorena Pérez
“El tiempo dirá si André Courrèges tenía razón”, reportó a mediados de los sesenta el diario francés Le Figaro, cuando el modisto sentenció: “Creo firmemente que el futuro de la moda estará en los pantalones que se adapten a todas las horas y todas las circunstancias”.
El comentario llegó a propósito de la inclusión del pantalón en la colección Fille de Lune, de 1964, que estaba colmada de formas geométricas simples y sofisticadas, seguida de una exitosa temporada en la cual introdujo la minifalda, en 1965, una invención asignada en partes iguales a Courrèges y Mary Quant. La revolución fue absoluta, pero la historia se contó con la postal de la minifalda como el gran momento cultural de la moda. Ni la idea del pantalón propuesto ni el propio modisto francés tuvieron, todavía, el reconocimiento merecido por la influencia producida en las siguientes generaciones de diseñadores y en los modos de vestir contemporáneos.
A sesenta años del lanzamiento de los pantalones como propuesta de vestuario, ¡cuánta razón tuvo André! En la moda todo tiene un antecedente en el pasado, pero el estilo gestado por Courrèges le es propio y no se le advierte ninguna referencia histórica. Quizá haya sido la última década en la que no se miró hacia atrás sino adelante en la búsqueda de imaginar el futuro. No fue el inventor del pantalón, pero es el que le dio un concepto por encima de la imagen. Mientras Yves Saint Laurent, modisto que en 1966 sacudió la escena de la moda con el smoking para la dama, mencionó al pantalón como “un encanto suplementario” y que “una mujer solo es seductora en pantalón si lo lleva con toda su feminidad”.
Courrèges voló un poco más y habló de la evolución del guardarropa femenino con ideas que se adapten a sus actividades. “No se trata de que lleve pantalones como un hombre, sino que es todo un vestuario el que tendrá que cambiar”, dijo en la misma nota del diario francés para escándalo de sus colegas. Una semana más tarde, Pierre Cardin, quien en el relato hegemónico de la moda se mantiene como el gran visionario y pionero del prêt-à-porter y junto también a Paco Rabanne son conocidos como los “Tres mosqueteros” por ser los diseñadores de la Space Age, mencionaba al mismo diario: “Los pantalones tienen su utilidad como una bata. Para una mujer, llevar pantalones todo el día es llevar bata todo el día. Esperemos que las mujeres no sean tan locas como para llevarlos durante el día”.
En los años 60 los jóvenes ingresaron como ideario de la moda, una condición que hasta entonces no tenía un lugar en el mercado. Desde entonces, cada época imagina su juventud y a ella se reverencia en cuanta colección y producto tome la pasarela. El espíritu futurista fue acompañado en esta década signada por los cambios culturales y sociales. París, con la Haute Couture y las credenciales que le daban ser la cuna de la moda, había manejado las referencias de estilos. Hasta que apareció Mary Quant y su novedosa boutique Bazaar en Chelsea haciendo de Londres el punto neurálgico de la renovación estética de la industria.
A diferencia de los ingleses, los franceses no tenían Beatles y Rolling Stones, tampoco una cultura ensalzada por el encanto de la juventud, pero sí un trío dinámico señalado por la maestría con la que innovó con los materiales y el look futurista. Pierre Cardin probó con los textiles de vinilo y plata más los visores de plástico, en tanto Paco Rabanne aplicaba discos de Perspex y cadenas metálicas para diseñar vestidos. Mientras tanto, Courrèges imaginaba a la mujer del año 2000 con las minifaldas de cintura baja, botas go-go de suela plana y los pantalones plateados y blanco de pierna ancha y también ajustados, gafas y cascos inspirados en astronautas.
“Una mujer para conducir su auto debe levantarse la falda. Le hemos fallado en el diseño de su ropa. Hay ocasiones en las que los pantalones son lo que hay que usar. Son más elegantes en esas situaciones que cualquier vestido. Miren el traje de un hombre. Cuánto más lógico, realista y contemporáneo que la ropa de mujer”, comentó en 1966 cuando todavía le pedían motivos de por qué usar pantalón.
André Courrèges nació en Pau, una ciudad de los Pirineos franceses en 1923, y murió en 2016. Formado como ingeniero civil, después de la Segunda Guerra Mundial se dedicó a la moda. En 1950 ingresó como asistente en el taller de costura de Cristobal Balenciaga. Allí trabajó durante 10 años, y en ese espacio también fue donde conoció a Coquette Barrière, su gran compañera en la vida y en la empresa de moda que fundaron en 1961 con un programa estético formado por triángulos, cuadrados y trapecios.
Tanto la tecnología como la arquitectura fueron parte de sus intereses. En las décadas de 1960 y 1970 prosperó su experimentación, que incluyó utilizar plástico y PVC en los diseños. La visión de avanzada de Courrèges lo señaló como el modisto que redefinió la moda con aspecto futurista que tuvo gran influencia en el momento del nacimiento de la sociedad de consumo. El diseñador francés buscaba que la ropa fuera funcional y que asegurara la libertad de movimiento, coincidiendo con la proclamación de Coco Chanel que, dicho sea, no lo quería. “¡Este hombre destruye a las mujeres!”, afirmaba, dado el aspecto de niñas que daban sus confecciones y en especial por la minifalda. “No hay nada más feo que una rodilla”, sentenció la gestora del guardarropa moderno femenino.
Pero Courrèges miraba más allá de la pretensión de cualquier categoría estética y el poder que se le puede conferir a la ropa, sino que militaba por prendas que fueran prácticas y liberadoras del cuerpo femenino. “Ya no caminamos por la vida, corremos”, supo mucho antes de que el tiempo se convirtiera en el valor más importante y escaso de nuestra época. Por eso veía la falla en la alta costura y reconocía la importancia del prêt-à-porter. Al diseñador también se lo reconoce como “El Corbusier de la Haute Couture”.

En el libro El sistema de la moda, el semiólogo y crítico literario francés Roland Barthes dedica un capítulo a comparar a Courrèges y Chanel. Allí menciona como rasgo del incipiente prêt-à-porter que “año tras año la moda destruye lo que acaba de adorar, adora lo que está a punto de destruir”. Dice que las creaciones de Coco no participan de esta vendetta anual porque Chanel siempre se limita a variar el mismo modelo y hace de la duración una cualidad preciosa. Pero en Courrèges cambia la gramática de los tiempos: el chic de Chanel nos dice que la mujer ya vivió mientras que en Courrèges se ve que ella va a vivir.
Sesenta años más tarde de tal acontecimiento estético, el pantalón se convirtió en una prenda emblema del guardarropa. Incluso su lanzamiento en las colecciones de 1964 y 1965 marca un hito dado que en este recorte temporal se agota la eficaz idea de moda futurista para que súbitamente la apariencia deje de pensarse hacia delante y la juventud empieza a sentir fervor por aquello que provenía del pasado y la noción exótica de la otredad, tomando a Oriente como inspiración: era el momento de la psicodelia, revisar los años 20 y los atuendos de la era victoriana y eduardiana. La estampa no se medía tanto por los viajes espaciales sino por territorios imaginados, como los recorridos por India corporizados en los Beatles hacia 1968.

Además, emergió el movimiento hippie y el Verano del amor en San Francisco, la ropa de segunda mano, los teñidos artesanales y el flower power. André Courrèges se mantuvo como un visionario a pesar del contundente cambio de paradigma. En 1969 lanzó la marca de medias Seconde Peau, licenció su marca, le vendió una parte al grupo L’Oréal, presentó el perfume Empreinte en 1972 y abrió una fábrica futurista en su lugar de origen, Pau. En los 80 su interés pasó por el diseño en los entornos cotidianos de las personas, diseñó un robot para la marca Hitachi, una cámara de fotos para Minolta y prototipos de coches eléctricos. Diagnosticado con Parkinson, en 1995 se retiró y la maison de costura quedó a cargo de Coqueline y, hasta 2010, Marie, la hija de ambos, dirigió Courrèges Design.
Entre 1997 y 2008 André se dedicó a las artes visuales. En 2014 Artemis, la empresa de inversión de la familia Pinault y holding del grupo Kering, adquirió una parte de Courrèges y, en 2018, se convirtió en socio mayoritario. El visionario André, el hombre que ofreció a las personas lo que necesitarán mañana, murió el 7 de enero de 2016, a los 92 años.
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El algoritmo culposo y la costumbre de ver series que detestamos
Según los expertos, la experiencia de ver TV se siente como un ritual de sumisión: ¿por qué consumimos productos que consideramos contenido basura?
Laura Marajofsky
Si hace unos años se comenzaban a advertir tendencias televisivas como el llamado misery porn (la pulsión a mirar shows que nos causaban malestar y que especulaban con eso para atrapar al espectador y generar rating), y el algoritmo ya parecía conspirar contra nosotros mostrándonos lo que “creía que queríamos ver”, el malestar actual con nuestros consumos culturales parece haber alcanzado niveles insospechados. Desde ver series que detestamos, al punto de que cada vez es más común hablar de hatewatching, a la sensación de burnout y aburrimiento crónico que experimentan las audiencias, saturadas con la creciente oferta de canales de streaming y de opciones para ver.
“Ver una serie que odias es algo extraño. Hay tanto que ver, hacer, oír y leer: ¿por qué dedicar un tiempo precioso, en una era de medios casi infinitos, a ver un programa malo para analizarlo? Es como atiborrarse de una comida asquerosa no porque tengas hambre, sino porque querés quejarte de eso después. O irte de vacaciones con alguien que te parece insoportable”, escribe la periodista Alissa Wilkinson en una editorial de The New York Times en donde le dedica unas palabras a productos genéricos como Emily en París o The Bold Type y se pregunta por esta pulsión irrefrenable.
¿Por qué nos gusta tanto mirar TV o consumir productos que en el fondo detestamos o consideramos contenido basura? Las hipótesis son varias y tienen que ver tanto con la evolución del streaming y cómo han sido cambiando las dinámicas de consumo, como con la necesidad de participar de la discusión cultural, hasta el funcionamiento del propio algoritmo, cada vez más especializado en capitalizar nuestros peores impulsos. Pero, ¿cómo llegamos hasta acá?
Hay una distinción interesante que hace Wilkinson y que es importante aclarar en tiempos en los que, rodeados de malas noticias e incertidumbre, la TV confort no solo vuelve sino que además está en alza, y es entender que el hatewatching no refiere a consumos que vemos sabiendo que son malos pero en los que encontramos cierto placer ocasional, sino que son aquellas cosas que en teoría deberían haberte encantado.
“Un entretenimiento que el algoritmo te ha ofrecido porque coincide con tus gustos, una propuesta con un mínimo de ambición”, lo cual hace que la decepción sea, justamente, más profunda. Todos hemos estado ahí, preguntándonos a menudo: “¿si esa serie que me sugiere el algoritmo tiene los temas, actores, estética y hasta longitud de otros productos que consumí, por qué resultó tan mala?”.
Hoy, potenciada por las redes sociales, la queja convierte el ejercicio del visionado en una forma de descarga catártica, un posicionamiento público y hasta un análisis forense de los puntos menos felices de un consumo. El seguimiento obsesivo y crítico, temporada tras temporada de los peores shows en TV, de películas estrenadas, o inclusive, de las temporadas “más flojas” de productos ya consolidados, se ha vuelto un lugar común en redes como X, Instagram o sitios cinéfilos como Letterboxd.
“Abrís X y hay usuarios criticando cosas que no consumen. No es algo nuevo, ya no llama la atención pero, digamos, ahora pasa más que nunca. Empiezan a aparecer influencers del hatewatching que trafican ese hastío y construyen comunidad desde ahí. Hay algo de auto-odio: pongo mi atención en lo que desprecio. Nuestro tiempo y nuestros umbrales de atención se venden baratos. Pasa con la política, pasa con las series, pasa con los recortes de streaming, pasa con las noticias, pasa con todo –propone Hernán Panessi, periodista especializado en cultura pop y editor de El Planteo–. Lo que veo, y lo veo cada vez más, es una escandalización producto de sobregiros ideológicos y del vicio que genera alguna recompensa de endorfinas”.
Sin dudas, ver programas que nos disgustan o tener consumos que criticamos se ha vuelto una forma más de participar de la conversación cultural y, tal vez, también una manera de producir sentido de identidad o pertenencia; al fin y al cabo, nos definimos también por lo que no nos gusta. Pero si como dice Wilkinson, empezamos a ver una serie porque parece atractiva, pero luego seguimos viéndola porque queremos quejarnos de ella con otros: ¿cuál es el costo oculto que no estamos viendo?, ¿cuánto vale tu tiempo y tu energía?
“Este fenómeno va un pasito más lejos del hateo, de la ironía y del cinismo, que en algún momento hasta estuvieron ‘de moda’ en Internet: ‘consumo tal cosa para enojarme y compartirlo con otros enojados’. ¿Tanto te gustan los likes como para exponerte a semejante tortura? También se puede cambiar de canal, mirar otra cosa, evitar los streamings, no darle plataforma a eso que evidenciás detestar, pero esa adicción a los cebos problemáticos, a la indignación, parece que puede más”, corona Panessi.
Pero el hateo de series y otros consumos no sucede en el vacío, sino que es el resultando de un estado de situación caracterizado por una explosión de los canales de streaming (cantidad de opciones, de producciones por año, precios más competitivos), una bajada notable en la calidad creativa (a mayor cantidad más difícil es mantener la calidad o repetir el éxito de un producto testeado, estandarización de los contenidos para mercado global), y la consiguiente sensación de saturación por parte del público.
“Si alguna vez el objetivo del streaming parecía ser priorizar y apoyar grandes series de un grupo diverso de creadores interesantes, ese objetivo parece haber pasado de hacer mejores programas a... hacer más de ellos. Como espectadores estamos siendo aplastados por la programación y la experiencia de ver TV se siente como un ritual de sumisión”, planteaba otra editorial reciente con el desesperanzado título: “Estos son los motivos por lo que odiás ver TV hoy”. ¿Suena familiar?
En este sentido el hatewatching tiene, más allá de las implicancias sociales, una explicación bastante lineal y clara que se remonta a cómo se produce y consume la cultura audiovisual en el presente: ¿podemos culpar a los televidentes de buscar otro modo de entretenerse con los desechos que les ofrece el algoritmo?
Algoritmo que dicho sea de paso empieza a mostrar sus limitaciones: las recomendaciones no sirven, ya que bien puede sugerirte un producto que resulte o que termines odiando. O como sostiene Wilkinson al hablar de las series sugeridas por la TV: “parecen cosas hechas para ella, pero en el fondo no funcionan”.
Si a esto le adicionamos la velocidad y disponibilidad del entretenimiento en un ciclo que ya es 24-7 con los canales on demand, no sorprende tampoco que el hatewatching se vuelva una modalidad que hacemos casi compulsivamente o mientras realizamos otras actividades en piloto automático. Ponemos esa serie que odiamos mientras preparamos la comida, o la dejamos de fondo mientras chequeamos o jugamos con el celular, o la vemos al final del día cuando estamos demasiado agotados para ponernos a buscar algo mejor, otra cosa para la que el streaming ha vuelto inviable su sistema de búsqueda y recomendación.
“Me relaja ver realities de todo tipo (cocina, parejas, bienes raíces, remates, jardinería, decoración), porque me muestran un universo de problemas que tienen que resolver otras personas. En general las tramas se repiten y los protagonistas siguen patrones que conocemos; mientras, yo puedo limpiar, ordenar o poner el cerebro en remojo un rato largo sin prestar demasiada atención. Mis preferidos son Love is Blind, The Circle y Selling Sunset –explica Andy Cukier, productora de podcasts en los que, entre otras cosas, se habla también de estos shows–. Antes me daba pudor que me diera tanto placer ver contenidos considerados ‘vacíos’ o ‘televisión basura’, pero la vida real es lo suficientemente complicada y es muy tentador escaparse de la propia para espiar vidas ajenas. Ya no me avergüenza ni lo considero un guilty pleasure, lo disfruto muchísimo y es una fuente de chisme con amigas”.
En la pandemia y con la adicción a las pantallas de por medio se hablaba del doomscrolling, el hábito de pasar largos periodos navegando por la web leyendo noticias o comentarios negativos en redes sociales, motivados por sentimientos poco beneficiosos. Acaso,¿estamos haciendo doomscrolling ahora también con nuestro entretenimiento? Quejarse sobre un show o film bien puede ser más entretenido que lo que vemos todos los días o que ponerse a elegir a conciencia, pero lo que es seguro es que las únicas que ganan son las plataformas: para los canales un click es un click, no importa si detrás tiene una emoción buena o mala.
En este escenario, uno de los servicios que está generando furor un poco por la vuelta a una idea de curación artesanal o menos algorítmica, como también por devolver ciertos códigos televisivos de antaño a las audiencias, es Tubi (está ampliando su llegada a Latam este año). Paradójicamente, este servicio no es exactamente streaming tradicional, sino que funciona con publicidad paga, o sea, cortes comerciales como los de antes. Además, se caracteriza por su accesibilidad (no necesitás tener una cuenta o estar suscrito) y gratuidad, ya que si bien tenés que soportar las pausas comerciales, no abonás nada.
“Con Tubi tenés la sensación de que estás eligiendo lo que querés ver; no es un algoritmo que lo elige por ti”, dice su creador Farhad Massoudi. La propuesta de valor de esta plataforma –y el modelo de negocio detrás– reside en ofrecer películas ignotas o de culto como las que se pasaban en la “vieja” televisión de cable o aire, series eclécticas de todo tipo y, recién ahora, algunas producciones originales muy curadas y pensadas para nichos específicos, ya que la audiencia de Tubi es heterogénea y diversa con sus más de 64 millones de usuarios activos mensuales.
Simplicidad, familiaridad, TV confort pero también la sensación de que hay “alguien” del otro lado pesando qué puede gustarte ver y no una recomendación automática, algunos indicios de lo que muchos televidentes buscamos ahora.
“El panorama suena desolador, sí. Las estadísticas y los estudios nos muestran cómo cada vez buscamos más entretenimiento sin importar con qué. Nos acostumbramos a relacionar las palabras ‘contenido’ y ‘consumo’ a las series y las películas que nos cambiaron la vida. Mientras, las plataformas dominan el mundo del séptimo arte y esperamos algún tipo de alternativa que nos diga cómo ver buen cine”, dispara Paz Varales, creadora del sitio Cinéfilos y los Festivales de Canas y de Canes.
Pero entonces, ¿está todo perdido o todavía podemos encontrar plataformas, estrategias o recónditos lugares de la web donde el entretenimiento responda a otras lógicas de calidad e intercambio con sus usuarios?
“El desafío está en no dejar que se pierda ese interés que supimos tener por las películas que nos movilizaban, que nos marcaban y hasta que nos educaron y nos ayudaron a elegir la vida que tenemos hoy. En cada ciudad hay –por ahora– salas de cine, grandes, chicas o centros culturales que nos invitan a seguir sumergiéndonos en la incomparable experiencia de ver una película en una sala de cine. Aunque las estadísticas no hablen de esto y el interés de las plataformas en estrenar películas en salas de cine es ínfimo, usuarios aseguran que ver una película en sala una vez por semana es el equivalente a ver 10 capítulos de una serie chatarra en casa con el celular al lado”, ilumina Varales, que también menciona plataformas locales y globales como MUBI o Filmin que se destacan por su curaduría y en su catálogo tienen films con historias de todo el mundo que ofrecen mucho más que un simple rato de entretenimiento.
Hay muchas razones para evitar el hatewatching, desde “mal educar” al algoritmo al que, en cambio, podés entrenar para que te muestre lo que querés, hasta no darle clicks a plataformas que promueven estas lógicas y la proliferación de contenidos genéricos. Desde el punto de vista del comportamiento, realizar actividades que solo te producen segregación de serotonina o malestar puede terminar convirtiéndose en una rutina poco beneficiosa para tu salud. Si desde hace tiempo los especialistas vienen advirtiendo que lo que consumís en tu media diet afecta tanto tu bienestar psicológico como tu salud general, con el entretenimiento no pareciera ser muy diferente.
“Los seres humanos hemos caído en un terrible círculo de autogratificación, que nos lleva a preferir aquellos mensajes que ‘nos saben mejor’ en lugar de aquellos que ‘nos hacen mejor’. Es un círculo vicioso porque los medios a través de los cuales nos llega la información van haciéndose cada vez mejores en mostrarnos lo que es ‘relevante’ para nosotros”, sugiere el activista Clay Johnson, autor de The Information Diet, A case for conscious consumption.
Quizás en épocas en las que se disputa la atención como nuevo commodity y nuestro tiempo es demasiado caro para perderlo criticando aunque pueda resultar divertido, empoderarse sea la gran inversión que los nuevos consumidores tienen que sopesar. “Somos la generación nacida y criada en internet –reflexiona a modo de cierre Varales–, si un director nos causa interés y queremos conocer más sobre sus películas solo basta con googlear, buscar notas, sumarse a grupos de fanáticos para poder interiorizarse en su obra completa sin esperar a que grandes plataformas nos digan qué y cuándo consumir las historias que nos generan algún tipo de emoción”.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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