lunes, 7 de octubre de 2024

CENTENARIO DE CAPOTE Y Juan Maria Pechar ....una vida de película




Centenario de Capote. El niño terrible que terminó devorado por su propio personaje
El autor de A sangre fría marcó el género de no ficción con esa gran novela inaugural que retrata la violencia inexplicable; dejó una leyenda que se mantiene viva más allá de su valoración literaria
Berna González Harbour En 2024, se cumplen cien años del nacimiento y cuarenta de la muerte de Capote
Hablar de Truman Capote es comenzar una conversación de múltiples dimensiones, de muchas capas, que incluye hablar de un crimen tremendo (el asesinato de la familia Clutter), de una novela inaugural (A sangre fría) y de un escritor cuya leyenda crece probablemente aún más que su consideración literaria. El autor nacido hace ahora un siglo en Nueva Orleans (Louisiana) y muerto hace 40 años en un estado muy penoso dejó huella en la literatura con obras como Desayuno en Tiffany’s, Otras voces, otros ámbitos y Plegarias atendidas (todas publicadas por Anagrama), pero sobre todo legó el mito de su audacia y su autodestrucción, el yin y el yang de la creación, engrandecido por películas como la que protagonizó Philip Seymour Hoffman en 2005, el documental The Capote Tapes o la serie Feud.
Su ambición fue su pasaporte. Primero, para escapar del ambiente rural y de abandono en el que quedó cuando su madre lo dejó a cargo de familiares en Louisiana para irse a vivir su propia vida. Después, para desembarcar en Nueva York, la meca de un escritor y un aspirante a la alta sociedad, y convertir su particular estilo de vestir, su voz aflautada y su abierta homosexualidad en atrevidos distintivos de carácter.
Más tarde, para proclamar a los cuatro vientos su intención de inventar el género de la novela de no ficción, que materializó en A sangre fría. Y, por último, para airear en donde quisieran escucharlo la elaboración de una novela, Plegarias atendidas, que consideraba que iba a causar lo que había provocado En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y que lo que consiguió, por el contrario y en los escasos capítulos que logró escribir, fue acabar con él. Grandes retos que competían cada día con el alcohol y las drogas que acompañaban su talento.
Pero vamos por partes. Tenemos ya a Capote fuertemente consolidado en la sociedad de Nueva York y en la literatura tras éxitos como Desayuno en Tiffany’s, además de guiones y relatos muy bien recibidos. Su conversación inteligente, mordaz, su fama y su gracia lo han convertido en el invitado que todos desean. Es el amigo de los escritores, los famosos, los artistas. La persona que cambia el derrotero de una fiesta. Puro éxito y glamour, valor seguro.
Y ese es Capote cuando, tras leer la noticia que publica The New York Times la mañana del 16 de noviembre de 1959 en una columna de su portada (“Rico agricultor, tres miembros de su familia, asesinados”), decide salir de su zona de confort y viajar, cargado con su peculiar vestuario de rico excéntrico de Nueva York, rumbo a la América real, rural y nada refinada de Holcomb, Kansas. El hombre nacido en el sur e instalado en el universo cosmopolita de Nueva York da marcha atrás rumbo a una zona interior donde los rebaños de ganado y los elevadores de grano “se alzan con la gracia de templos griegos”; un territorio solitario al que los propios habitantes de Kansas llaman escuetamente “allá”, como describe en el célebre arranque de su novela.
Capote ha elegido volver atrás, a un ambiente más parecido al de su renegada niñez. Y ha elegido un crimen nada fácil. Es decir, cuando analizamos los asesinatos encontramos (sobre todo) crímenes de género, de venganza, de encargo, de odio, de despecho o por enajenación. Crímenes que responden a un intento de posesión y a una intención de causar daño. El asesinato del granjero de Holcomb, su mujer y sus hijos, por el contrario, no muestra móvil alguno ni planes preconcebidos, sino una macabra repetición del horror, habitación por habitación, hasta acabar con todos los miembros de un hogar en el que no se ha encontrado el dinero al que se aspiraba. Y estos son los crímenes más difíciles de entender. De explicar. La violencia gratuita que desplegaron los asesinos de Holcomb fue el gancho para Capote, que decidió sembrar en su reconstrucción la gran semilla de un género que iba a cambiar las cosas, al menos en cuanto a etiquetado se refiere.
“Al poner la etiqueta de novela de no ficción, Capote inauguró un género que en realidad ya estaba inaugurado por libros previos como Operación masacre, de Rodolfo Walsh, o Hiroshima, de John Hersey”, asegura Leila Guerriero, autora de obras de no ficción como la más reciente, La llamada (Anagrama). “También generó un equívoco, porque la idea de novela y de no ficción mueve a confusión. Pero hay un logro enorme en Capote y es haber puesto el ojo en una matanza, un asesinato que no habría trascendido como, por ejemplo, trascendió el del clan Manson en la casa de Polanski. Eligió la historia, descubrió la tremenda fuerza del cómo, el cómo contar, y la transformó en algo completamente universal que habla de la existencia y la miseria humana, las clases sociales, los chismes y prejuicios de un pueblo chico. El libro marcó un camino”.
Eduardo Lago, especialista en literatura estadounidense, reconoce el impacto que causó A sangre fría y cree que forma parte de una corriente que se estaba construyendo en ese momento en Estados Unidos. “Él no lo creó, sino que se sumó a lo que otros grandes autores del llamado Nuevo Periodismo estaban haciendo, desde Tom Wolfe a Norman Mailer, Gay Talese y otros (y otras, ya nadie se acuerda de Joan Didion o Janet Malcolm al hablar de esto). Fue uno más, pero A sangre fría sigue siendo un logro magistral digno de ser releído y celebrado”.
La historia es conocida: tras viajar a Holcomb y decidir convertir aquel caso en novela, Capote se obsesionó hasta el punto de desarrollar una extraña relación de dependencia con uno de los asesinos y de esperar con siniestro sentido narrativo a que los colgaran en la horca para poner punto final al libro. Por eso se publicó en 1966, siete años después del crimen, pese a la desesperación de los editores. Periodismo de cocción lenta. Pura literatura.
Nace el mito autodestructivo
Y lo demás es leyenda: su enorme éxito, pero también sus angustias, su hundimiento, su pérdida de la seguridad de escritor y las crecientes adicciones, que paseaba por los estudios de televisión sin pudor. Como dice el escritor Rodrigo Fresán, gran conocedor de la literatura norteamericana, el personaje pudo finalmente con la persona en una autodestructiva no ficción de sí mismo, en la misma línea que también siguieron Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o David Foster Wallace. “Salinger se salvó desapareciendo”.
Pero su obra, su manera de convertir el horror en belleza, trascendió, influyó en muchos escritores (y directores de documentales sobre asesinos), destaca Fresán. “El valor de A sangre fría es el de ser un gran libro en sus páginas y también fuera de ellas. Su intrahistoria es hoy casi tan importante como la obra en sí. Es decir: muchos no la han leído, pero sí saben de esa black and white party”, asegura Fresán, que cita la reciente biografía traducida por Libros del Kultrum, Truman Capote. Remembranzas y confidencias de sus amistades, enemigos, conocidos y detractores.
Eduardo Lago apunta a las razones últimas de ese logro magistral, y es que “consiguió conectar con el núcleo de violencia inexplicable que asola el alma de Estados Unidos desde su nacimiento como nación y persistente en las continuas matanzas colectivas. Esta es una sociedad enferma, como evidencia la posibilidad de que Trump vuelva a ganar. Capote capta esa lacra en su novela. Sus protagonistas son víctimas de un mal social inextricable”.
Capote, asegura Lago, “aisló un caso real, le dedicó lo mejor de su vida y cristalizó su indagación en una forma perfecta que logra destilar la realidad inyectando en su escritura periodística las claves del arte de la ficción. Nadie lo ha hecho como él”. Creó así, asegura, un modelo que copiaron otros como Mailer con La canción del verdugo. Hoy, una exposición sobre la brutalidad de la realidad norteamericana en la galería Luhring Augustine de Nueva York tiene como imagen la portada de A sangre fría.
Martín Caparrós, también destacado autor de no ficción, confiesa que nunca lo terminó. “Me aburrió, pero siempre me impresionó el papel fundacional que se le atribuye y que muestra la hegemonía cultural norteamericana”. El autor recuerda la citada Operación masacre (1957) o Relato de un náufrago (1955), de Gabriel García Márquez. “No digo que Capote las haya copiado –ni probablemente conocido– pero sí me sorprende que le sigamos atribuyendo, junto con Mailer, Wolfe y compañía, la creación de una forma de contar que ya había sido maravillosamente practicada en Ñamérica y siguió siéndolo. En síntesis: creo que Relato... y Operación... han influido mucho más en nuestras generaciones de cronistas que A sangre fría, con perdón. Y una pizca de orgullo”.
Tanto Fresán como Caparrós consideran que Música para camaleones, lo último que editó en vida a partir de piezas sueltas antes publicadas en la revista Interview, de Andy Warhol, es su mayor legado. “Es una suerte de summa artísticaexistencial a la vez que un manual de escritura mucho más efectivo (y económico) que tanto taller literario”, dice Fresán.
Pero fue Plegarias atendidas, la gran obra de ambición proustiana que nunca terminó y de la que apenas publicó algunos capítulos, la que terminó de derribarlo. Abandonado por la élite que antes lo había acogido después de que aireara sus trapos sucios en estos capítulos, Capote quedó aislado, desconcertado. “Fue un depredador de sus contemporáneos”, asegura Leila Guerriero. Y lo pagó. Convertido al final en caricatura, borracho en los estudios de TV y expulsado de la alta sociedad a la que creyó pertenecer, Capote apareció muerto finalmente en el piso de una amiga en Los Ángeles. Era el 25 de agosto de 1984. No llegó a cumplir 60.
Cuando explicó la extraña relación que desarrolló con el asesino Perry Edward Smith, un muchacho sin suerte como él, Capote dijo: “Siento que Perry y yo crecimos en la misma casa. Pero él salió por la puerta de atrás. Y yo por la principal”. Y esa casa es, sin duda, la literatura.
Capote se obsesionó con el crimen en Holcomb al punto de desarrollar una extraña relación de dependencia con uno de los asesinos y de esperar con siniestro sentido narrativo a que los colgaran en la horca


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Tiene 92 años. La fascinante historia del piloto de cazas argentino que fue instructor en el escuadrón de la película Top Gun
Juan Maria Pechar en su hogar junto a uno de sus cascos de aviador naval que utilizó durante su permanencia en la Aviación Naval Norteamericana, su campera de vuelo y una imagen muy especial. (Gentileza Federico Pechar).
Juan María Pechar se enamoró de los aviones cuando tenía 8 años; se convirtió en piloto de aviones caza embarcados (que tienen base en portaviones) y fue instructor en los Estados Unidos
Claudio Meunier
Juan María Pechar tiene 92 años. Vive en Rincón de Milberg, partido de Tigre, donde transita sus días junto a su esposa, Viviana Antelo, rodeado de hijos y nietos. También lo acompañan, en su día a día, los recuerdos en su paso por la aviación. En el living de su casa, sobre una repisa, descansan los aviones a escala construidos en chapa a fines de los años 20 que conserva desde su niñez. La colección incluye una verdadera joya: un zeppelin de época pintado a mano.
Una historia marcada por aviones
Juan María Pechar nace un 4 de mayo de 1932 en Rio Grande, provincia de Tierra del Fuego. Es una fecha significativa para la aviación argentina: ese mismo día, pero 50 años después, dos Super Etendard de la Segunda Escuadrilla Aeronaval de Caza y Ataque estrenaron los misiles Exocet, nunca antes disparados en combate, y acertaron sobre el destructor británico HMS Sheffield.
La coincidencia no es caprichosa: en la década el 50, Pechar se convierte en pilotos de dicha escuadrilla. Era la época del caza a pistón Chance Vought Corsair que la Aviación Naval Argentina poseía en una versión avanzada denominada F4U-5NL.
El Corsair, creado durante la Segunda Guerra Mundial, saltó a la fama por los múltiples ases que descollaron en la campaña del Pacifico. Entre ellos, el as norteamericano Gregory Boyington que lideró el temible escuadrón llamado “Ovejas Negras” contra la aviación japonesa.
Juan María Pechar crece en el ámbito rural de Río Grande. Cuando cumple 8 años, su padre -un inmigrante croata oriundo de la isla Korcula, en Dalmacia, emigrado a la Argentina poco antes de la Primera Guerra Mundial- lo envía a educarse en el colegio San José de Buenos Aires como pupilo.
En sus viajes entre Ushuaia y Capital Federal a bordo de los primitivos aviones comerciales Junkers 52 trimotores de origen alemán que opera la compañía Aeroposta Argentina S.A. vive experiencias únicas. Toma contacto con las leyendas de la aviación comercial en la Patagonia, entre ellos los comandantes Selvetti, Gross Papa, Irigoyen y Arfinetti, conocidos en ese entonces como los “millonarios del aire” por haber volado más de un millón de kilómetros, unas tres mil horas de vuelo, sin incidente alguno
Durante los turbulentos vuelos sobre las infinitas extensiones de la Patagonia, Juan María Pechar descubre que quiere ser aviador. Y nada lo detendrá.
Se alista en la Aviación Naval. Y se convierte en pionero, junto a otros camaradas, al pilotear helicópteros en la Antártida, durante la década del 60. Ávido de superarse en su carrera, le nace un deseo que pronto se convierte en obsesión: convertirse en piloto del veloz caza americano Corsair.
Su método de aprendizaje resulta sorprendente: estudia el manual de vuelo del avión durante una jornada... y al día siguiente sale a volar sin más experiencia que lo aprendido en la lectura. Pechar se eleva en su pájaro de hierro llevado por el motor radial Pratt & Whitney R-2800 que porta 18 cilindros y produce más de 2000 caballos de potencia. Realiza algunas maniobras en el aire, pone a prueba la nave y sus conocimientos, y regresa a la pista sin inconvenientes. Imagina en su mente fértil cómo debe sentirse ser catapultado desde el portaaviones ARA Independencia. Pero antes de concretar semejante experiencia, un peligroso evento en la cabina de un Corsair define sus sentimientos en este tipo de aviones de caza.
Ocurre durante una sesión de adiestramiento en el polígono de Isla Verde, cercana a la Base Aeronaval Comandante Espora. Pechar lanza en picada su Corsair y apunta a una lona dispuesta en tierra para practicar tiro sobre ella. Centra su atención en el blanco, con la mano izquierda en el acelerador y la derecha en el bastón de comando. Continúa la picada, la velocidad aumenta. Aprieta el gatillo y la estructura del avión se estremece ante las descargas de sus cañones.
A continuación, lleva el bastón de comando hacia atrás para que el Corsair salga de su vuelo en picada y comience su ascenso. Pero ocurre algo imprevisto: el comando no responde, parece estar soldado. El Corsair continua su vuelo directo hacia la tierra y Pechar presiente que su vida puede terminar en un hongo de fuego.
Automáticamente, en un acto reflejo, lleva su mano izquierda al acelerador y lo mueve hacia atrás para quitarle potencia al motor. Luego toma el bastón de comando con las dos manos y tira hacia atrás con todas sus fuerzas. Pero su esfuerzo es en vano: el bastón se resiste, no consigue moverlo, y el Corsair continúa su descenso hacia el polígono de tiro a 700 kilómetros por hora. Segundo a segundo, las probabilidades de sobrevivir se esfuman.
Cuando la tierra ocupa toda la visión en la cabina, Pechar da un último golpe sobre el bastón de comando que, para su sorpresa, queda liberado. Evita el impacto contra el suelo y da potencia al motor para elevar al Corsair. Necesita altura. Sabe que, si vuelve a fallar el motor, su única oportunidad de vivir es saltar de la nave y hacer uso del paracaídas.
Mueve el bastón con cuidado y descubre que, milagrosamente, todo ha vuelto a la normalidad. Se dirige a la Base Aeronaval Comandante Espora, donde aterriza. Luego de detener al brioso Corsair en la plataforma de vuelo, desenchufa el auricular de su casco, se lo extrae de la cabeza y queda en la cabina tratando de que su respiración regrese a la normalidad.
Cuando sus pulsaciones vuelve a niveles “normales”, informa a los mecánicos lo sucedido. De inmediato, el avión es llevado a inspección donde revisan íntegramente la cabina. Entonces descubren que todo el incidente fue provocado por una pieza suelta que corrió hasta la base del bastón obstruyendo el libre movimiento del comando.
Sin embargo Pechar entiende que es un hecho fortuito y decide progresar en su entrenamiento como futuro piloto de portaaviones. Es una labor compleja y los elegidos son unos pocos. Aprende cómo posar al Corsair en una diminuta cubierta de vuelo de 50 metros de largo a plena luz del día. Pechar transita la experiencia con mucha adrenalina. Lo difícil para él no es el vuelo en el Corsair bajo el sol o en las jornadas grises del Atlántico Sur, sino cuando debe aprender a realizar aterrizajes y despegues en la noche guiado por el señalero de vuelo que lo lleva hacia la pista móvil que navega en el mar.
Amante de la fotografía, retrata la época de oro de la cual es testigo como aviador de la Aviación Naval Argentina: la vida a bordo del portaaviones Independencia, la era del caza a pistón Corsair operando desde su diminuta cubierta de vuelo. Cada toma refleja un momento en el que pertenecer a ese diminuto grupo de pilotos era sinónimo de prestigio.

Pechar, que termina su carrera como piloto invicto de accidentes o incidentes en portaaviones, es elegido para convertirse en instructor. Se forma en la Aviación Naval Norteamericana, donde recibe sus alas de aviador americano.
La centenaria Aviación Naval Argentina mantiene una extensa y estrecha relación con la Aviación Naval Norteamericana. Desde su hora cero y con la primera promoción de aviadores navales americanos recibidos en la escuela aérea de Pensacola en 1917 emergen entre sus filas tres alumnos extranjeros, los oficiales navales argentinos Ricardo Fitz Simon, Marcos Antonio Zar y Ceferino Pouchan, que tienen el honor de convertirse en fundadores de la Aviación Naval Norteamericana.
Desde aquella lejanas fechas a tiempos presentes, los aviadores navales argentinos han seguido formándose en los Estados Unidos de América como parte de esa tradición que alcanza los cien años de antigüedad.
Finalmente, Juan Maria Pechar se convierte en instructor de vuelo de los recordados cazas a pistón Douglas Skyraider. Sus alumnos, jóvenes pilotos norteamericanos, luego se lanzan al combate sobre Vietnam operando desde el portaaviones USS Yorktown (desde su cubierta de vuelo, en el año 1968, los estudios Paramount rodaron parte del épico film Tora Tora Tora, que recrea el ataque a Pearl Harbour). Poco tiempo más tarde, el USS Yorktown tendrá bajo se responsabilidad la recuperación de los astronautas del Apolo 8.
El poderoso caza bombardero a pistón Douglas Skyraider de ataque a tierra perteneciente al Escuadrón (VA-122). (Gentileza US NAVY).
Juan Maria Pechar, guiado por su espíritu de piloto de combate, solicita volar junto a sus alumnos en Vietnam. Quiere combatir y unirse a esa cofradía única que otorga dicha camaradería, pero el gobierno argentino le niega esa posibilidad. La Aviación Naval Americana le ofrece transferirse a sus filas, pero él rechaza la propuesta. No le queda más opción que realizar vuelos de instrucción a bordo del portaaviones y desempeñar tareas de señalero, guiando a cada avión en su regreso sano y salvo a la cubierta de vuelo del portaaviones.
Una vida de película
En 2022, Juan Maria Pechar fue al cine a ver “una de aviones”: Top Gun Maverick. En la ficción, Tom Cruise interpreta a un instructor de vuelo en la Aviación Naval Norteamericana. A pedido de Paramount Studios, realizó escenas aéreas a bordo del F/A-18 Super Hornet BuNo (165667) adaptado con cámaras especiales. En el momento en que fueron grabadas las escenas, el reconocido jet pertenecía al escuadrón (VA-122).
Pechar asiste al estreno de Top Gun Maverick acompañado por su mujer y sus hijos. Días más tarde, durante una reunión familiar, muestra una reliquia que sorprende a todos: su campera de vuelo, que tiene bordado un escudo bordado que indica que fue instructor en el escuadrón (VA-122) en la época de Vietnam... y que es el mismo escuadrón en el que fue instructor el personaje que interpreta Tom Cruise en el film Top Gun Maverick.
16-02-2022 Tom Cruise protagoniza Top Gun: Maverick CULTURA PARAMOUNT PICTURES
El F-18 Super Hornet BuNo (165667) biplaza utilizado para el rodaje del film Top Gun “Maverick” y que tripuló Tom Cruise pertenecía en ese momento al Escuadrón (VFA-122) ex (VA-122). Actualmente el jet ha cambiado su esquema de pintura al operar junto al escuadrón acrobático de la Aviación Naval Norteamericana conocidos como, Blue Angels. (Crédito Mick Torres).
Los escudos que Pechar conserva en su campera de vuelo le fueron entregados por la Aviación Naval Norteamericana. Allí aparecen señalados los escuadrones a los que perteneció, pero están también su identificación como señalero y las alas de Aviador Naval americano, que llevan la inscripción ‘Argentine Navy. Lt Juan Pechar’.
Tras su retiro de la Armada Argentina, Pechar continúa volando: opera helicópteros en distintas empresas. En 1982, cuando se desata la guerra de Malvinas, se presenta como piloto voluntario y participa en rastrillajes sobrevolando estancias y en vuelos de vigilancia que operan desde su querida Rio Grande.
Vista lateral de la campera de aviador naval de Juan Maria Pechar que lleva el escudo bordado del Escuadrón (VA-122). (Gentileza Federico Pechar).
Como cualquier aviador que transitó una época dorada, añora sus días de gloria. Hace días, acompañado por sus nietas, Emma, Jazmín y Helena, Juan María Pechar revivió su pasado de aviador durante una recorrida por el Museo Naval de Tigre, donde reposa el Jet Panther (3-A-118) que tuvo el privilegio de pilotear. Durante uno de esos vuelos fue fotografiado desde otra aeronave sobrevolando la ciudad de Bahía Blanca; esa foto se convirtió en la imagen publicitaria de la Aviación Naval Argentina.
Hoy, a sus espléndidos 92 años, Juan María Pechar vuela todos los días en sus recuerdos: su corazón palpita con la fuerza de un Corsair y tiene los reflejos de un jet Panther. Dice que muchas noches repite los mismo sueños que tuvo en el sudoeste asiático, como Aviador Naval norteamericano, cuando dormía al compás de Frank Sinatra.
La sonrisa regresa a Juan Maria Pechar cada vez que se reencuentra con su viejo amigo de los cielos, el Grumman Panther (3-A-118) perteneciente a la Primera Escuadrilla de Ataque. (Gentileza Federico Pecha

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