Poco antes de que Gerardo Gandini muriera, en marzo de 2013, pasamos a visitarlo varias veces con algunos amigos en el departamento que alquilaba en Callao y Posadas. En otra época fuimos puntualmente a un restaurante de Palermo, siempre el mismo, pero en ese año ya no volvimos allí con él. Fueron encuentros en cierto modo alegres porque el querido compositor había salido de una larga internación, pero ahora con la distancia también melancólicos, porque, aunque lo suponíamos entonces y no queríamos convencernos del todo, eran los últimos.

Estábamos una de esas noches, aparte de mí y de Gerardo, tres amigos a quienes, siguiendo la misma estrategia que Sergio Chejfec adoptó en el relato "Modo linterna", podría llamar por sus profesiones: El Crítico, El Profesor y El Musicólogo. Habíamos hablado -no sé cómo llegamos a ese tema- de cuán rica era la mortadela con pistacho y la buena idea que sería llevar a la próxima reunión pan y manteca, y prepararnos unos sándwiches. El Crítico se ofreció con generosidad a ocuparse de todos los detalles. Volvimos a los quince días y comimos, tal vez de más (la mortadela era excelente), porque cuando llegó El Profesor, que se había retrasado un poco, ya no quedaba nada. Hubo que completar el menú con empanadas sanjuaninas.
Con el último vino, Gandini dijo, en seco y un poco al pasar como solía hacerlo, aunque pienso ahora que no sin solemnidad calculada, que había vuelto a componer. Lo que estaba componiendo era una ópera. A los 76 años había elegido el género física e intelectualmente más extenuante para cualquier compositor. El tema, por decirlo así, era Erik Satie. Sería una especie de "ópera de artista", como lo habían sido antes La ciudad ausente (sobre Macedonio Fernández y su mujer, Elena, según la perspectiva de Ricardo Piglia) y Liederkreis (sobre Robert y Clara Schumann). A Gerardo no le interesaba especialmente la música de Satie, sino su figura, el personaje en sentido estricto.
Alguien de la mesa, no me acuerdo si fui yo o El Crítico, le llamó la atención sobre la curiosidad de que la hija de Satie estuviera enterrada en la provincia de Buenos Aires. Su respuesta fue inmediata y menos interesada por la información que por las circunstancias de la noticia: "Ese podría ser un buen principio para la ópera: un amigo que le cuenta al otro que la hija de Satie está enterrada en Argentina". Era otra manifestación de su poética: el azar de la ocasión (sabía esperar esos momentos como saben hacerlo los fotógrafos con el instante), la conversación y el modo en que la escritura tenía siempre para él un punto de autobiografía. No por nada llevaba unos Diarios para piano.

Tras la muerte de Gandini, sus hijas, Alejandra y Alina, donaron sus pertenencias a la Biblioteca Nacional. Manuscritos, grabaciones, fotografías, cartas y documentaciones personales conforman el llamado Fondo Gerardo Gandini. La clasificación corrió por cuenta de Pablo Fessel (El Musicólogo de nuestras comidas), que hizo un trabajo de una minuciosidad pasmosa cuyo resultado puede verse en el precioso Inventario que publicó la propia Biblioteca. Siempre pensamos que Gandini no había podido empezar su ópera sobre Satie, pero este Inventario nos revela ahora lo contrario. En el piano apareció un bloc con esbozos de la ópera en tinta roja y lápiz. Es una anotación mínima, pero que encierra toda la evidencia del proyecto iniciado.
La cercanía con la figura del compositor colorea de algún modo la comprensión de su arte. Parte de la música de Gandini fue haciéndose ante nuestros ojos y se cerró, con la muerte del hombre, de la misma manera. Esa observación actual -el hecho de ser contemporáneos de una música que era contemporánea nuestra- depara un efecto de familiaridad (la de lo cercano en el tiempo) y a la vez de lejanía (la de lo nuevo, siempre extraño, corrido hacia delante).
Los otros días pasé por el cementerio de la Chacarita y decidí visitar una vez más la tumba de Gerardo en el panteón de Sadaic. El cuidador estuvo a punto de no dejarme entrar y autorizó por fin la visita como una excepción. "Es sólo para familiares", me dijo. Tenía razón, seguramente. No discutí con él. Por otro lado habría sido muy trabajoso, y llevado mucho tiempo además, contarle una historia así, simple reliquia de la amistad, la admiración y el cariño.
P. G.
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