jueves, 8 de septiembre de 2016

HABÍA UNA VEZ...MUCHOS TRENES


Esto no es una columna sobre Michel Butor, aunque su nombre sea el punto de partida. Al escritor francés -que falleció la semana pasada- se lo consideraba el último representante del Nouveau Roman, nombre genérico con que hace más de medio siglo se bautizó a diversos escritores (Robbe-Grillet, Sarraute, Simon) que con nuevas técnicas se dedicaron a complotar contra la narración tradicional. Butor escribió apenas tres novelas, en sus comienzos, antes de volcarse a la ejecución de libros más radicales e inclasificables. La modificación, la más conocida de todas, se destacaba por ser narrada, de principio a fin, en una segunda persona del singular, aunque no fue ese detalle experimental lo que la convirtió en la única obra del nouveau roman que tuvo un relativo éxito masivo.

 Seguramente pesó su historia de adulterio o quizá -al menos es lo que ocurrió a mí, cuando me tocó leerla tanto después- al encanto de que transcurriera, de principio a fin, sobre un tren que va de París a Roma.

Las columnas a veces proceden de manera asociativa. Butor, al que originalmente iban a estar dedicadas estas líneas, llevó a pensar en el recorrido de La modificación, y éste a recordar los placeres de desplazarse en esos grandes vehículos acoplados mientras se observa por la ventana paisajes y ciudades. Es un placer que doy por descontado, pero que de pronto se revela fantasmal, casi ficticio. 

Al fin, me resulta imposible decir cuándo fue la última vez que hice un viaje de larga distancia en tren. Si pienso en términos locales, el desconcierto es todavía mayor: descubro que dentro de la Argentina sólo una vez en la vida viajé en ferrocarril más allá de algún razonable punto suburbano. Fue al sur, a Bariloche, , un trayecto larguísimo en que cualquier distracción que podía brindar el paisaje, por lo demás monótono, se veía neutralizado por la lentitud, la incomodidad y las detenciones abruptas.

No es extraño que los trenes de larga distancia tengan tan poca presencia en la literatura de esta zona del planeta (sólo se me ocurre, aunque debe haber más, aquel que en Tierras de la memoria, del uruguayo Felisberto Hernández, atraviesa el país en dirección de Mendoza), a diferencia de lo que sucede en la literatura europea, donde la novela como género parece haberse desarrollado en paralelo al creciente traqueteo de las vías, como sugieren tantas narraciones del XIX.

 Para un europeo, habituado a las distancias cortas, un viaje importante en tren no debe ser más que aquello que une dos ciudades distantes en un período de tiempo estipulado, lo que daría para una novela de longitud promedio. Para nosotros, una experiencia fuera de norma, que sólo podría ser contada como novela-río, si nos atenemos a uno de los pocos ejemplares de larga distancia que quedan, el tren que dos veces por semana, según informa la página de horarios, une Retiro y Córdoba en... diecisiete horas.

De dónde viene entonces ese engañoso placer de viajar en tren que, de tan infrecuente, parece imaginario. Supongo que es el eco de una ocasión puntual: la vez que, todavía con espíritu nómade, anduve deambulando por ese viejo continente desbordante de vías férreas. Muchas veces para ahorrar el hotel, y gracias a un pase libre, prefería dormir en un tren nocturno y amanecer viendo acercarse la ciudad que hubiera dispuesto el azar del primer tren por partir de la noche anterior. Y, sin embargo, la instancia más memorable no tiene nada de contemplativa, sino que es pura zozobra. Viajaba a un país escandinavo. A primera hora de la mañana, me desperté en un compartimento vacío para descubrir que el tren estaba detenido en un lugar inclasificable. Bajé a averiguar qué pasaba y pronto entendí que estábamos dentro de un inmenso barco. En un extremo, donde estaba el comienzo de la formación, un par de oficiales miraban la costa que se aproximaba. El tren pasaba por una isla y el atajo por agua era inevitable. Me aconsejaron que me apurara a volver porque ya estábamos por llegar. Me trepé al vagón más a mano, que no se parecía en nada al mío. 

El convoy, me informó solícito un inspector, llevaba vagones con distintos destinos, que en algún momento serían derivados a otros trenes. Avancé encantado por un hermoso y oscuro camarote ruso, pasé a un prístino coche gris de origen polaco. El tren empezó a salir del barco en el momento en que me deslizaba a otro vagón de cuya nacionalidad no puedo acordarme. Reconocí el anterior al mío cuando ya avanzábamos por tierra firme y me dispuse a abrir la última puerta cuando vi que... del otro lado no había nada. O mejor, estaba el paisaje, y a lo lejos, apenas un puntito sobre él, la parte del tren que habían desenganchado, donde quedaron los bolsos y los documentos.
 No se parecía a un argumento de Butor, ni al de ninguna plácida novela europea. Se parecía, de hecho, a un cuento de Raymond Carver, aunque con algunas diferencias notables: en su relato no figuraban aquellos vagones exóticos y, como me encontraba en la realidad, mi historia de alguna manera, como de hecho ocurrió, debía continuar.
P. B. R.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.