Censura e intolerancia: una universidad entre cadenas y candados
¿Qué pasa cuando en una casa de estudios se impide la expresión de determinadas ideas y se ejerce la violencia?
Luciano Román
Cuando la universidad pierde un punto de su presupuesto, muchos salen a la calle a protestar y reclamar. Está muy bien. ¿Pero qué pasa cuando pierde varios “puntos” de pluralismo y de tolerancia? ¿Nadie sale a defender esos valores? ¿Qué pasa cuando en una casa de estudios se impide la expresión de determinadas ideas y se ejercen la censura y la violencia con métodos patoteriles? Son preguntas que tal vez podrían formularse en términos más conceptuales y de fondo: ¿hay sectores de la universidad que consideran más importante el dinero que la democracia?, ¿qué lugar ocupan cuestiones como las de la diversidad, la transparencia, la amplitud y la convivencia en la escala de valores de grupos dominantes en el sistema de educación superior?
Hay que poner una lupa sobre lo ocurrido la semana pasada en la Universidad Nacional de La Plata para advertir que las casas de estudios están amenazadas por concepciones autoritarias y gérmenes de violencia que se han incubado en su propio seno. Las imágenes son muy elocuentes: activistas estudiantiles, convertidos en fuerzas de choque, impiden el acceso de legisladores identificados con el oficialismo nacional que iban a dar una charla para una agrupación libertaria. No discuten ideas ni argumentos; exhiben cadenas y arrojan piedras. Un profesor celebra el ataque por redes sociales: “¡Qué bien acomodado estuvo ese piedrazo!; ojalá los caguen decapitando en el patio del rectorado; no deberían poder salir a la calle”, arenga con verbo exaltado el integrante del claustro. Aunque luego se ve forzado a pedir disculpas, deja expuesto el espíritu de intolerancia, de sectarismo y de censura que anida en muchas cátedras universitarias. El rectorado sale del paso con un escueto comunicado en el que repudia la violencia y subraya su compromiso con los valores de la universidad democrática. Pero no promueve sumarios ni sanciones. Tampoco había movido un dedo para evitar un “escrache” que estaba anunciado y al que se convocaba públicamente.
Un grupo le pone candado a una sede de la universidad y echa a piedrazos a legisladores elegidos democráticamente, pero no hay consecuencias. Un profesor reivindica la “decapitación” y los piedrazos como herramientas ideológicas, pero todo se archiva con un ligero pedido de disculpas. Los decanos no se pronuncian. Tampoco lo hacen los rectores de las otras universidades. Los profesores hacen silencio, tal vez por miedo, en muchos casos, a sufrir ellos mismos “el escrache”.
El episodio confirma la necesidad de un profundo debate sobre las universidades, en el que el financiamiento debería ser un capítulo, pero no el único. El Gobierno no ha tenido talento, pericia ni sensibilidad para promover una discusión estructural y de fondo. Ha planteado el tema en términos exclusivamente fiscalistas, con una actitud y un lenguaje de brocha gorda que han puesto a la comunidad académica a la defensiva. La posición gubernamental se ha leído como un ataque a la educación pública y no como un debate sobre las deformaciones, la opacidad y los dogmatismos que han dañado, desde adentro, a la propia universidad. En lugar de discutir un modelo, se atacó un símbolo y una institución. Al menos así se ha interpretado, y eso explica las masivas movilizaciones “en defensa de la universidad pública” sobre las que se ha montado la corporación universitaria para defender sus privilegios y ocultar sus vicios y sus desmanejos.
La falta de una reacción enérgica y contundente frente a la violencia que se desplegó en La Plata muestra una cara oscura del drama universitario: en las casas de estudios ha tendido a imponerse una lógica totalitaria que promueve el pensamiento único y rechaza la diversidad. Se ha naturalizado la práctica fascista de callar a las voces disidentes. Esta no es la primera vez que se impiden charlas o conferencias en recintos académicos por razones ideológicas. Hace dos años, en la UBA, habían hostigado y censurado a un referente de indiscutible tradición democrática como Ricardo López Murphy. Antes habían cancelado al exjuez brasileño Sergio Moro, por su identificación política. Detrás de esos hechos notorios late una realidad que no siempre se hace visible, pero que forma parte de la atmósfera cotidiana en muchas facultades: la expulsión de los que piensan distinto, el miedo a discrepar o discutir, el repliegue para no exponerse a la cancelación y la represalia. Cualquiera que insinúe una posición contracorriente correrá el riesgo de ser “un facho” o “un traidor”. Lo confesó esta misma semana el gobernador Kicillof en otro acto partidario en la misma Universidad de La Plata: “Los diputados que voten a favor del veto serán traidores al pueblo”. La retórica agresiva y descalificante refleja en el mismo espejo al kirchnerismo y el mileísmo.
Las ideas esenciales de pluralismo y democracia ceden, en estas concepciones, ante un pensamiento autoritario que procura ser hegemónico: “el que no vota ni piensa como nosotros es un traidor y merece ser tratado como tal”. En esa escala de valores, la violencia ejercida contra legisladores que expresan ideas minoritarias dentro del ámbito universitario, lejos de ser una vergüenza, puede ser un mérito.
Es una visión que remite además al concepto de “vanguardia iluminada” que se arroga a sí misma el patrimonio de la verdad y del pensamiento correcto. Subyace la idea de que los que votaron a esos legisladores también están equivocados. Callar a un legislador es callar a sus representados.
El vicerrector de la UBA acaba de exponer, con rampante sinceridad, hasta qué punto naturaliza el sistema universitario la idea de pensamiento único o hegemonía ideológica. Calificó de “un problema y un punto en contra” de la universidad pública que en ella se hayan formado los ministros Luis Caputo (en la UBA) y Federico Sturzenegger (en la UNLP): “Vos no podés formar a tu verdugo”, afirmó con un lenguaje oscurantista. En la cabeza del vicerrector, entonces, la universidad pública no debería formar a profesionales capaces de discutir sus propias ideas ni de discrepar con su sistema de creencias, sino garantizar la “pureza” y la uniformidad ideológica. ¿Puede concebirse un pensamiento más retrógrado y autoritario? ¿Puede haber una idea más reñida con la diversidad, la apertura y la libertad que la que califica de “verdugo” al que piensa diferente?
La franqueza del vicerrector de la UBA desnuda otra grave deformación: discutir el financiamiento, la calidad educativa y el ingreso a las facultades, así como demandar transparencia y diversidad, es “atacar” a la universidad. ¿Es una confusión o una estrategia? En otros términos: denunciar los cuestionamientos como “un ataque” ¿es solo una desviación conceptual o una táctica para encubrir irregularidades y defender privilegios? Hay que tener cuidado con los eslóganes y las banderas sagradas: ya vimos cómo se usaron las causas de los derechos humanos y del feminismo, utilizadas muchas veces como coartada y como “pantalla”. ¿Corre ese mismo riesgo la causa de la universidad pública?
La universidad parece caer en el mismo error que el Gobierno: todo lo reduce a una puja presupuestaria y “de caja”. Elude, mientras tanto, debates sobre sus graves problemas estructurales. También se resiste a una discusión de fondo sobre alternativas de financiamiento en un país dramáticamente empobrecido. ¿Es equitativo y progresista que la universidad no proponga mecanismos que contribuyan a su propio financiamiento en una Argentina en la que faltan recursos para cubrir las demandas de la primera infancia y donde la escuela secundaria sufre altísimos índices de abandono? ¿Es aceptable que la tasa de graduación universitaria de la Argentina sea de menos de la mitad de la que tienen países como Chile, Uruguay o Brasil? ¿Se puede sostener un régimen de ingreso irrestricto sin debatir incentivos para carreras estratégicas? Son apenas algunas de las cuestiones que el establishment universitario se niega a discutir.
El rechazo a la autoevaluación y la autocrítica se anuda, en la universidad, con la resistencia a informar sobre negocios, convenios y contratos millonarios que se administran sin transparencia y en forma discrecional. No hay información, por ejemplo, sobre la intermediación que hace la Universidad de San Martín en un gigantesco negocio como el de las fotomultas que cobra la provincia de Buenos Aires. Tampoco hay auditorías ni rendiciones sobre la monumental recaudación que tiene la Universidad de La Plata por el cobro del estacionamiento medido en decenas de municipios del país y del exterior. Nunca fue clara, tampoco, la recaudación que tuvo esa misma casa de estudios por controlar, durante años, los tragamonedas de los bingos. Y se choca con un muro de opacidad cuando se intenta indagar en los cientos de convenios que ha firmado la UBA para “auditar” fondos públicos de distintas reparticiones. ¿No deberían discutirse el manejo y el destino de esos fondos incalculables?
La imagen de un aula cerrada con candado para impedir que dos diputados expresen sus ideas debe verse como un símbolo de algo que pasa en la universidad. Las piedras, en lugar de las palabras, son el síntoma de una tragedia. Y los silencios frente a la censura deben leerse como una verdadera derrota del espíritu universitario. Que todo eso haya ocurrido en una sede académica que lleva el nombre de Sergio Karakachoff, un dirigente radical asesinado por defender los principios del pluralismo y el reformismo universitarios, es una amarga ironía que nos retrotrae al pasado más oscuro. Discutamos el presupuesto, claro, pero discutamos también sobre los candados, las censuras y las piedras, que son las peores amenazas que enfrenta la universidad pública.
&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&
Firmenich, de ayer a hoy
Solo indignación pueden provocar los dichos de este emblema del terrorismo que tiene el descaro de presentarse como un chivo expiatorio
Ni una sola señal de arrepentimiento de parte de Firmenich
La pequeña agrupación izquierdista Encuentro Patriótico, que lidera el piquetero Fernando Esteche, brindó recientemente un curso virtual de formación de jóvenes cuadros militantes sobre la llamada “resistencia peronista” y sus orígenes. El orador convocado fue nada menos que Mario Firmenich, quien hábilmente aprovechó la juventud de los participantes para plantear, entre otras cuestiones, la necesidad de analizar si las razones para la lucha armada en la década del 70 fueron circunstanciales o si son en realidad permanentes, dando a entender que la Argentina podría volver a esa tragedia en otras circunstancias históricas. Sus afirmaciones le valieron una denuncia presentada por el abogado Francisco Oneto por los supuestos delitos de “traición a la patria” y “rebelión”.
Resulta imperioso recordar a través de sus propios dichos quién fue este personaje, que lideró por años la organización Montoneros, movimiento cuyas banderas portan hoy en marchas y concentraciones sectores próximos a La Cámpora. Aunque siempre lo negó, hay miembros de la organización –la orga, como les gustaba llamarla– que dicen que recibió entrenamiento en Cuba; él sí reconoció haber estado allí por primera vez en 1975 en relación con el dinero del secuestro de los Born.
En sus orígenes, la agrupación se integró con estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires y del Liceo Militar de Córdoba movidos por un sentimiento religioso que compartían mediante diálogos con sectores católicos progresistas, los llamados posconciliares, y con algunos curas cercanos que más tarde conformarían el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Desde Montoneros decían compartir la moral cristiana, a partir de un nacionalismo católico mixturado con la resistencia armada que proponía la revolución socialista cubana.
En una entrevista Firmenich estimó que Montoneros contó con 5000 oficiales, sin incluir simpatizantes u ocasionales participantes, en su mayoría reclutados de la Juventud Peronista. Desde un Rodolfo Walsh devenido jefe de inteligencia, pasando por Horacio Verbitsky, al que Firmenich reconoce como militante pero no ocupando el puesto de Walsh, hubo entre ellos muchas figuras que trascendieron. En 1972, tras las muertes de Fernando Abal Medina y Emilio Maza, se afianza el liderazgo de Firmenich junto a Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja.
Antes del regreso del general Perón a la Argentina en 1973, Firmenich se reunió con él dos veces, en Roma y en Madrid, sin alcanzar muchas coincidencias, según referiría. La lucha político-ideológica entre los sectores ortodoxos y los revolucionarios del peronismo ya estaba planteada. Comentó Firmenich cuán importante fue lograr la movilización masiva para la recepción que le darían en Ezeiza a su llegada, una forma de señalarle al general por dónde transitaba entonces el proceso político que lo había traído de regreso, con un recambio generacional que se alejaba de los viejos
dirigentes de la burocracia sindical. Firmenich entendió que lo ocurrido en Ezeiza constituyó una bisagra: Perón demostró que no iba a tomar el camino de la llamada Tendencia, como se conocía a la juventud peronista que viraba a la izquierda. El 1º de mayo de 1974, en la Plaza de Mayo, se escenificaría la dramática ruptura. Tras frustrarse el diálogo, con un duro discurso, Perón dejó en evidencia que no iba a producir el cambio profundo y rápido que los Montoneros buscaban y estos se retiraron masivamente de la histórica plaza.
Con absoluto desparpajo, en cada entrevista Firmenich exhibe modales sin arrepentimientos. Públicamente admitió que nunca sintió remordimiento por los miles de muertos y heridos que ocasionó el accionar de la organización que lideraba, pero que sí pidió a Dios que los tuviera en su Santa Gloria. Así como no se hizo responsable de ninguno de los hechos criminales, como los asesinatos de Mor Roig y Francisco Soldati, sí asumía la responsabilidad de la actitud política.
La liberación de los detenidos en las cárceles ordenada por Héctor J. Cámpora en 1973 fue para Firmenich un reconocimiento a la gloria de la resistencia popular que recuperó el poder y que comparó con la toma de la Bastilla en Francia. Así como le endilga a José Ignacio Rucci haber boicoteado el pacto empresarial-sindical de José Gelbard, ministro de Economía de Perón, también lo señala como uno de los responsables de la masacre de Ezeiza. El asesinato del dirigente sindical dio pie, según Firmenich, a que se desatara el terrorismo paraestatal. Cínicamente reconoce que este fue un error porque sirvió de excusa para justificar que se masacrara a activistas de izquierda.
Cuando él mismo ensaya una crítica al militarismo de su organización, lo justifica diciendo que toda la historia latinoamericana está signada por protagonismos militares y que el mismo movimiento peronista se organiza discursivamente en esos términos, pues su creador fue un militar. El militarismo montonero está unido a la realidad política del país y constituye una expresión de parte del pensamiento de la izquierda mundial de ese entonces, propio de Camilo Torres, del Che Guevara, de Perón y Evita, dirá. Admite que la organización subversiva solo fue ejecutora y no creadora de ese pensamiento.
Evita es el símbolo de la revolución inconclusa para Firmenich. No sabe cuánto había de cierto en su proyecto de crear milicias obreras, pero admite haber estado al tanto de que hubo un intento de compra de armas para entregar a la CGT. Para Montoneros, ese era el tipo de acciones necesarias a la hora de querer cambiar el esquema de poder. No por nada coreaban en sus actos “si Evita viviera, sería montonera”.
A la muerte de Perón, la organización buscaba la forma de mantenerse logísticamente. Pensaron entonces en los Born, líderes de un grupo económico paradigmático que ya se había enfrentado con Perón en los años 50. Justifica los secuestros diciendo que no solo se llevaron a cabo para obtener un millonario rescate, sino también porque siendo aquellos productores de elementos de primera necesidad, parte de las utilidades obtenidas volvían al pueblo.
La mujer de Firmenich, María Elpidia Martínez Agüero, integrante de una familia tradicional y ultracatólica de Córdoba, tras participar en el atentado al comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal en su condición de oficial del ejército montonero, fue encarcelada en 1976 estando embarazada, luego legalizada y trasladada a Villa Devoto. A fines de ese año, Firmenich huyó del país. Otros líderes también; muchos trabajarían en el exterior para construir una épica que suscitara apoyos internacionales. Luego del Mundial 78, en un afán por evitar la derrota política que jaqueó por ejemplo al ERP tras la muerte de Roberto Santucho, planeó con la cúpula la llamada contraofensiva con el regreso al país de integrantes de menor jerarquía de la organización, lo que le generó muchas críticas.
El líder montonero considera que el triunfodeRaúlAlfonsínen1983fueun duro golpe. No se les permitió constituirse como agrupación política legal, y mantener la clandestinidad no era justificable en democracia. En febrero de 1984 fue extraditado desde Brasil, culpado como jefe de la organización que secuestró a los hermanos Born y ocasionó la muerte de dos personas durante ese suceso, que él mismo dio a publicidad. Fue juzgado, correspondiéndole una condena de treinta años. El 29 de diciembre de 1990 fue indultado por Carlos Menem.
Como buen defensor del régimen sandinista, Firmenich cobra por asesorar al régimen nicaragüense y pasa así buena parte del año en un lujoso barrio de Managua. El resto transcurre en Barcelona, junto a su mujer, beneficiaria de una de las tantas indemnizaciones (128.000 dólares) para quienes ejercieron la violencia y que pagamos todos los argentinos. A la fecha cobra también la pensión mensual graciable establecida por decreto ley del 27 de noviembre de 2013, durante el gobierno de Cristina Kirchner. Los hijos de Firmenich actúan en política: uno, junto a la izquierda en España, y el otro, como integrante de La Cámpora en Córdoba. A los 76 años, quien se considera a sí mismo un chivo expiatorio se enoja cuando se lo señala como el máximo exponente de la violencia de los años setenta.
Cuando la universidad pierde un punto de su presupuesto, muchos salen a la calle a protestar y reclamar. Está muy bien. ¿Pero qué pasa cuando pierde varios “puntos” de pluralismo y de tolerancia? ¿Nadie sale a defender esos valores? ¿Qué pasa cuando en una casa de estudios se impide la expresión de determinadas ideas y se ejercen la censura y la violencia con métodos patoteriles? Son preguntas que tal vez podrían formularse en términos más conceptuales y de fondo: ¿hay sectores de la universidad que consideran más importante el dinero que la democracia?, ¿qué lugar ocupan cuestiones como las de la diversidad, la transparencia, la amplitud y la convivencia en la escala de valores de grupos dominantes en el sistema de educación superior?
Hay que poner una lupa sobre lo ocurrido la semana pasada en la Universidad Nacional de La Plata para advertir que las casas de estudios están amenazadas por concepciones autoritarias y gérmenes de violencia que se han incubado en su propio seno. Las imágenes son muy elocuentes: activistas estudiantiles, convertidos en fuerzas de choque, impiden el acceso de legisladores identificados con el oficialismo nacional que iban a dar una charla para una agrupación libertaria. No discuten ideas ni argumentos; exhiben cadenas y arrojan piedras. Un profesor celebra el ataque por redes sociales: “¡Qué bien acomodado estuvo ese piedrazo!; ojalá los caguen decapitando en el patio del rectorado; no deberían poder salir a la calle”, arenga con verbo exaltado el integrante del claustro. Aunque luego se ve forzado a pedir disculpas, deja expuesto el espíritu de intolerancia, de sectarismo y de censura que anida en muchas cátedras universitarias. El rectorado sale del paso con un escueto comunicado en el que repudia la violencia y subraya su compromiso con los valores de la universidad democrática. Pero no promueve sumarios ni sanciones. Tampoco había movido un dedo para evitar un “escrache” que estaba anunciado y al que se convocaba públicamente.
Un grupo le pone candado a una sede de la universidad y echa a piedrazos a legisladores elegidos democráticamente, pero no hay consecuencias. Un profesor reivindica la “decapitación” y los piedrazos como herramientas ideológicas, pero todo se archiva con un ligero pedido de disculpas. Los decanos no se pronuncian. Tampoco lo hacen los rectores de las otras universidades. Los profesores hacen silencio, tal vez por miedo, en muchos casos, a sufrir ellos mismos “el escrache”.
El episodio confirma la necesidad de un profundo debate sobre las universidades, en el que el financiamiento debería ser un capítulo, pero no el único. El Gobierno no ha tenido talento, pericia ni sensibilidad para promover una discusión estructural y de fondo. Ha planteado el tema en términos exclusivamente fiscalistas, con una actitud y un lenguaje de brocha gorda que han puesto a la comunidad académica a la defensiva. La posición gubernamental se ha leído como un ataque a la educación pública y no como un debate sobre las deformaciones, la opacidad y los dogmatismos que han dañado, desde adentro, a la propia universidad. En lugar de discutir un modelo, se atacó un símbolo y una institución. Al menos así se ha interpretado, y eso explica las masivas movilizaciones “en defensa de la universidad pública” sobre las que se ha montado la corporación universitaria para defender sus privilegios y ocultar sus vicios y sus desmanejos.
La falta de una reacción enérgica y contundente frente a la violencia que se desplegó en La Plata muestra una cara oscura del drama universitario: en las casas de estudios ha tendido a imponerse una lógica totalitaria que promueve el pensamiento único y rechaza la diversidad. Se ha naturalizado la práctica fascista de callar a las voces disidentes. Esta no es la primera vez que se impiden charlas o conferencias en recintos académicos por razones ideológicas. Hace dos años, en la UBA, habían hostigado y censurado a un referente de indiscutible tradición democrática como Ricardo López Murphy. Antes habían cancelado al exjuez brasileño Sergio Moro, por su identificación política. Detrás de esos hechos notorios late una realidad que no siempre se hace visible, pero que forma parte de la atmósfera cotidiana en muchas facultades: la expulsión de los que piensan distinto, el miedo a discrepar o discutir, el repliegue para no exponerse a la cancelación y la represalia. Cualquiera que insinúe una posición contracorriente correrá el riesgo de ser “un facho” o “un traidor”. Lo confesó esta misma semana el gobernador Kicillof en otro acto partidario en la misma Universidad de La Plata: “Los diputados que voten a favor del veto serán traidores al pueblo”. La retórica agresiva y descalificante refleja en el mismo espejo al kirchnerismo y el mileísmo.
Las ideas esenciales de pluralismo y democracia ceden, en estas concepciones, ante un pensamiento autoritario que procura ser hegemónico: “el que no vota ni piensa como nosotros es un traidor y merece ser tratado como tal”. En esa escala de valores, la violencia ejercida contra legisladores que expresan ideas minoritarias dentro del ámbito universitario, lejos de ser una vergüenza, puede ser un mérito.
Es una visión que remite además al concepto de “vanguardia iluminada” que se arroga a sí misma el patrimonio de la verdad y del pensamiento correcto. Subyace la idea de que los que votaron a esos legisladores también están equivocados. Callar a un legislador es callar a sus representados.
El vicerrector de la UBA acaba de exponer, con rampante sinceridad, hasta qué punto naturaliza el sistema universitario la idea de pensamiento único o hegemonía ideológica. Calificó de “un problema y un punto en contra” de la universidad pública que en ella se hayan formado los ministros Luis Caputo (en la UBA) y Federico Sturzenegger (en la UNLP): “Vos no podés formar a tu verdugo”, afirmó con un lenguaje oscurantista. En la cabeza del vicerrector, entonces, la universidad pública no debería formar a profesionales capaces de discutir sus propias ideas ni de discrepar con su sistema de creencias, sino garantizar la “pureza” y la uniformidad ideológica. ¿Puede concebirse un pensamiento más retrógrado y autoritario? ¿Puede haber una idea más reñida con la diversidad, la apertura y la libertad que la que califica de “verdugo” al que piensa diferente?
La franqueza del vicerrector de la UBA desnuda otra grave deformación: discutir el financiamiento, la calidad educativa y el ingreso a las facultades, así como demandar transparencia y diversidad, es “atacar” a la universidad. ¿Es una confusión o una estrategia? En otros términos: denunciar los cuestionamientos como “un ataque” ¿es solo una desviación conceptual o una táctica para encubrir irregularidades y defender privilegios? Hay que tener cuidado con los eslóganes y las banderas sagradas: ya vimos cómo se usaron las causas de los derechos humanos y del feminismo, utilizadas muchas veces como coartada y como “pantalla”. ¿Corre ese mismo riesgo la causa de la universidad pública?
La universidad parece caer en el mismo error que el Gobierno: todo lo reduce a una puja presupuestaria y “de caja”. Elude, mientras tanto, debates sobre sus graves problemas estructurales. También se resiste a una discusión de fondo sobre alternativas de financiamiento en un país dramáticamente empobrecido. ¿Es equitativo y progresista que la universidad no proponga mecanismos que contribuyan a su propio financiamiento en una Argentina en la que faltan recursos para cubrir las demandas de la primera infancia y donde la escuela secundaria sufre altísimos índices de abandono? ¿Es aceptable que la tasa de graduación universitaria de la Argentina sea de menos de la mitad de la que tienen países como Chile, Uruguay o Brasil? ¿Se puede sostener un régimen de ingreso irrestricto sin debatir incentivos para carreras estratégicas? Son apenas algunas de las cuestiones que el establishment universitario se niega a discutir.
El rechazo a la autoevaluación y la autocrítica se anuda, en la universidad, con la resistencia a informar sobre negocios, convenios y contratos millonarios que se administran sin transparencia y en forma discrecional. No hay información, por ejemplo, sobre la intermediación que hace la Universidad de San Martín en un gigantesco negocio como el de las fotomultas que cobra la provincia de Buenos Aires. Tampoco hay auditorías ni rendiciones sobre la monumental recaudación que tiene la Universidad de La Plata por el cobro del estacionamiento medido en decenas de municipios del país y del exterior. Nunca fue clara, tampoco, la recaudación que tuvo esa misma casa de estudios por controlar, durante años, los tragamonedas de los bingos. Y se choca con un muro de opacidad cuando se intenta indagar en los cientos de convenios que ha firmado la UBA para “auditar” fondos públicos de distintas reparticiones. ¿No deberían discutirse el manejo y el destino de esos fondos incalculables?
La imagen de un aula cerrada con candado para impedir que dos diputados expresen sus ideas debe verse como un símbolo de algo que pasa en la universidad. Las piedras, en lugar de las palabras, son el síntoma de una tragedia. Y los silencios frente a la censura deben leerse como una verdadera derrota del espíritu universitario. Que todo eso haya ocurrido en una sede académica que lleva el nombre de Sergio Karakachoff, un dirigente radical asesinado por defender los principios del pluralismo y el reformismo universitarios, es una amarga ironía que nos retrotrae al pasado más oscuro. Discutamos el presupuesto, claro, pero discutamos también sobre los candados, las censuras y las piedras, que son las peores amenazas que enfrenta la universidad pública.
&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&
Firmenich, de ayer a hoy
Solo indignación pueden provocar los dichos de este emblema del terrorismo que tiene el descaro de presentarse como un chivo expiatorio
La pequeña agrupación izquierdista Encuentro Patriótico, que lidera el piquetero Fernando Esteche, brindó recientemente un curso virtual de formación de jóvenes cuadros militantes sobre la llamada “resistencia peronista” y sus orígenes. El orador convocado fue nada menos que Mario Firmenich, quien hábilmente aprovechó la juventud de los participantes para plantear, entre otras cuestiones, la necesidad de analizar si las razones para la lucha armada en la década del 70 fueron circunstanciales o si son en realidad permanentes, dando a entender que la Argentina podría volver a esa tragedia en otras circunstancias históricas. Sus afirmaciones le valieron una denuncia presentada por el abogado Francisco Oneto por los supuestos delitos de “traición a la patria” y “rebelión”.
Resulta imperioso recordar a través de sus propios dichos quién fue este personaje, que lideró por años la organización Montoneros, movimiento cuyas banderas portan hoy en marchas y concentraciones sectores próximos a La Cámpora. Aunque siempre lo negó, hay miembros de la organización –la orga, como les gustaba llamarla– que dicen que recibió entrenamiento en Cuba; él sí reconoció haber estado allí por primera vez en 1975 en relación con el dinero del secuestro de los Born.
En sus orígenes, la agrupación se integró con estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires y del Liceo Militar de Córdoba movidos por un sentimiento religioso que compartían mediante diálogos con sectores católicos progresistas, los llamados posconciliares, y con algunos curas cercanos que más tarde conformarían el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Desde Montoneros decían compartir la moral cristiana, a partir de un nacionalismo católico mixturado con la resistencia armada que proponía la revolución socialista cubana.
En una entrevista Firmenich estimó que Montoneros contó con 5000 oficiales, sin incluir simpatizantes u ocasionales participantes, en su mayoría reclutados de la Juventud Peronista. Desde un Rodolfo Walsh devenido jefe de inteligencia, pasando por Horacio Verbitsky, al que Firmenich reconoce como militante pero no ocupando el puesto de Walsh, hubo entre ellos muchas figuras que trascendieron. En 1972, tras las muertes de Fernando Abal Medina y Emilio Maza, se afianza el liderazgo de Firmenich junto a Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja.
Antes del regreso del general Perón a la Argentina en 1973, Firmenich se reunió con él dos veces, en Roma y en Madrid, sin alcanzar muchas coincidencias, según referiría. La lucha político-ideológica entre los sectores ortodoxos y los revolucionarios del peronismo ya estaba planteada. Comentó Firmenich cuán importante fue lograr la movilización masiva para la recepción que le darían en Ezeiza a su llegada, una forma de señalarle al general por dónde transitaba entonces el proceso político que lo había traído de regreso, con un recambio generacional que se alejaba de los viejos
dirigentes de la burocracia sindical. Firmenich entendió que lo ocurrido en Ezeiza constituyó una bisagra: Perón demostró que no iba a tomar el camino de la llamada Tendencia, como se conocía a la juventud peronista que viraba a la izquierda. El 1º de mayo de 1974, en la Plaza de Mayo, se escenificaría la dramática ruptura. Tras frustrarse el diálogo, con un duro discurso, Perón dejó en evidencia que no iba a producir el cambio profundo y rápido que los Montoneros buscaban y estos se retiraron masivamente de la histórica plaza.
Con absoluto desparpajo, en cada entrevista Firmenich exhibe modales sin arrepentimientos. Públicamente admitió que nunca sintió remordimiento por los miles de muertos y heridos que ocasionó el accionar de la organización que lideraba, pero que sí pidió a Dios que los tuviera en su Santa Gloria. Así como no se hizo responsable de ninguno de los hechos criminales, como los asesinatos de Mor Roig y Francisco Soldati, sí asumía la responsabilidad de la actitud política.
La liberación de los detenidos en las cárceles ordenada por Héctor J. Cámpora en 1973 fue para Firmenich un reconocimiento a la gloria de la resistencia popular que recuperó el poder y que comparó con la toma de la Bastilla en Francia. Así como le endilga a José Ignacio Rucci haber boicoteado el pacto empresarial-sindical de José Gelbard, ministro de Economía de Perón, también lo señala como uno de los responsables de la masacre de Ezeiza. El asesinato del dirigente sindical dio pie, según Firmenich, a que se desatara el terrorismo paraestatal. Cínicamente reconoce que este fue un error porque sirvió de excusa para justificar que se masacrara a activistas de izquierda.
Cuando él mismo ensaya una crítica al militarismo de su organización, lo justifica diciendo que toda la historia latinoamericana está signada por protagonismos militares y que el mismo movimiento peronista se organiza discursivamente en esos términos, pues su creador fue un militar. El militarismo montonero está unido a la realidad política del país y constituye una expresión de parte del pensamiento de la izquierda mundial de ese entonces, propio de Camilo Torres, del Che Guevara, de Perón y Evita, dirá. Admite que la organización subversiva solo fue ejecutora y no creadora de ese pensamiento.
Evita es el símbolo de la revolución inconclusa para Firmenich. No sabe cuánto había de cierto en su proyecto de crear milicias obreras, pero admite haber estado al tanto de que hubo un intento de compra de armas para entregar a la CGT. Para Montoneros, ese era el tipo de acciones necesarias a la hora de querer cambiar el esquema de poder. No por nada coreaban en sus actos “si Evita viviera, sería montonera”.
A la muerte de Perón, la organización buscaba la forma de mantenerse logísticamente. Pensaron entonces en los Born, líderes de un grupo económico paradigmático que ya se había enfrentado con Perón en los años 50. Justifica los secuestros diciendo que no solo se llevaron a cabo para obtener un millonario rescate, sino también porque siendo aquellos productores de elementos de primera necesidad, parte de las utilidades obtenidas volvían al pueblo.
La mujer de Firmenich, María Elpidia Martínez Agüero, integrante de una familia tradicional y ultracatólica de Córdoba, tras participar en el atentado al comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal en su condición de oficial del ejército montonero, fue encarcelada en 1976 estando embarazada, luego legalizada y trasladada a Villa Devoto. A fines de ese año, Firmenich huyó del país. Otros líderes también; muchos trabajarían en el exterior para construir una épica que suscitara apoyos internacionales. Luego del Mundial 78, en un afán por evitar la derrota política que jaqueó por ejemplo al ERP tras la muerte de Roberto Santucho, planeó con la cúpula la llamada contraofensiva con el regreso al país de integrantes de menor jerarquía de la organización, lo que le generó muchas críticas.
El líder montonero considera que el triunfodeRaúlAlfonsínen1983fueun duro golpe. No se les permitió constituirse como agrupación política legal, y mantener la clandestinidad no era justificable en democracia. En febrero de 1984 fue extraditado desde Brasil, culpado como jefe de la organización que secuestró a los hermanos Born y ocasionó la muerte de dos personas durante ese suceso, que él mismo dio a publicidad. Fue juzgado, correspondiéndole una condena de treinta años. El 29 de diciembre de 1990 fue indultado por Carlos Menem.
Como buen defensor del régimen sandinista, Firmenich cobra por asesorar al régimen nicaragüense y pasa así buena parte del año en un lujoso barrio de Managua. El resto transcurre en Barcelona, junto a su mujer, beneficiaria de una de las tantas indemnizaciones (128.000 dólares) para quienes ejercieron la violencia y que pagamos todos los argentinos. A la fecha cobra también la pensión mensual graciable establecida por decreto ley del 27 de noviembre de 2013, durante el gobierno de Cristina Kirchner. Los hijos de Firmenich actúan en política: uno, junto a la izquierda en España, y el otro, como integrante de La Cámpora en Córdoba. A los 76 años, quien se considera a sí mismo un chivo expiatorio se enoja cuando se lo señala como el máximo exponente de la violencia de los años setenta.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.