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sábado, 13 de mayo de 2023

DIAGNÓSTICO


Medicina y política: reglas diferentes ante expresiones similares
Roberto Borrone Profesor adjunto de la cátedra de Oftalmología de la Facultad de Medicina de la UBA; doctor en Medicina (UBA)

“Sobran diagnósticos pero faltan soluciones”. Es una frase que se repite constantemente en diferentes ámbitos de esta angustiante realidad argentina. Hay un estremecedor vacío argumentativo en nuestros líderes políticos. La administración irresponsable y el marketing político sin contenido tienen atrapada como rehén a una sociedad exhausta debido el estrés crónico de vivir en una incertidumbre agobiante.
La medicina y la política tienen varios aspectos en común: deben hacer diagnósticos y aplicar “tratamientos”; saber convivir con la incertidumbre y enfrentar problemas multifactoriales. La política utiliza frecuentemente expresiones médicas, pero se rige por reglas totalmente diferentes. Las declaraciones de los líderes políticos, en todo nivel y de todo color, habitualmente son una enumeración de diagnósticos de una obviedad exasperante o, peor, respuestas “coucheadas”, prefabricadas, que solo buscan un efímero efecto mediático.
En la política, por lo general nadie explica claramente qué tratamiento propone, y si alguien lo hace (parcialmente), no explica cómo va a resolver los previsibles efectos colaterales del tratamiento que propone. En medicina, permanentemente tenemos en cuenta las contraindicaciones y/o los efectos adversos de lo que prescribimos, y ante una cirugía explicamos nuestra propuesta terapéutica, sus posibles riesgos y los tratamientos alternativos.
Otro aspecto a destacar es que prácticamente ningún político nos explica en qué país se aplicó el “tratamiento” que nos propone y, en caso de que exista ese antecedente, qué resultados se obtuvieron con ese tratamiento. Es importante considerar los resultados a corto y largo plazo. En la década del 90 se generó una verdadera revolución en la estrategia para la toma de decisiones en medicina. Ese nuevo paradigma se denominó medicina basada en la evidencia (MBE). Se trata de un término acuñado por Gordon Guyatt en 1991; se define como el uso de la mejor evidencia científica disponible para tomar decisiones sobre los pacientes. Es decir que la toma de decisiones –a diferencia de muchas decisiones de la política– en la medicina es el resultado de revisiones sistemáticas de trabajos científicos controlados y randomizados, tal como lo impulsó el epidemiólogo británico Cochrane en la Universidad de Oxford.
A su vez, las conclusiones de esos estudios se deben luego contextualizar para cada paciente en particular y cada ámbito en el que el médico se desempeña, considerando la opinión del paciente (autonomía del paciente) y sus pautas socioculturales. La equivalencia para la política sería que no todo modelo externo se puede “copiar y pegar” en nuestro contexto sociocultural.
La medicina pasó de un modelo médico paternalista, verticalista, a otro más horizontal, que respeta la autonomía del paciente. En el primer modelo se asumía que el médico actuaba “como buen padre de familia”, de acuerdo con el principio bioético de la beneficencia. El médico decidía lo que se debía hacer en virtud de su experiencia, relegando al paciente a una posición pasiva.
Siguiendo con nuestro paralelismo argumental entre política y medicina, aquel superado modelo médico paternalista se podría homologar a los sistemas políticos basados en figuras mesiánicas que actúan como “buenos padres” de la sociedad y deciden, en soledad, qué es lo mejor para sus gobernados. En esos sistemas, el pueblo (el paciente) admite en forma acrítica todo lo que el líder decide.
Las ideologías cerradas condicionan y hacen perder perspectiva al pensamiento crítico. No todo es blanco o negro, salvo ciertos valores fundamentales (libertad o ausencia de libertad, república o ausencia de república). En la vida predominan los matices. Esto también tiene su equivalencia en la medicina, en la cual debemos estar abiertos al debate de ideas y fundamentos que muchas veces nos hacen cambiar de opinión, por ejemplo, en cuanto al enfoque terapéutico de muchas enfermedades. Los médicos hemos sido entrenados para escuchar al que piensa distinto. Así lo hacemos en nuestros ateneos hospitalarios, en los congresos de cada especialidad y en nuestra práctica cotidiana. Lo que muchas veces vemos en la política es la descalificación y, si es posible, la cancelación del que opina distinto.
En medicina es de gran importancia cuidar la integridad y estabilidad de las funciones del organismo. Esto lo denominamos homeostasis (conjunto de fenómenos de autorregulación). En política hemos asistido, desde hace mucho tiempo, a una desnaturalización de los organismos de control. En medicina son múltiples los principios y debates éticos que modelan nuestra conducta. Un principio básico de la medicina es la conocida locución latina primum non nocere (lo primero es no hacer daño). Este principio debería ser considerado antes de la implementación de toda decisión política. En medicina también nos guiamos por un enunciado que debería ser un axioma en la arena política: “no todo lo que se puede hacer se debe necesariamente hacer”. En nuestras decisiones médicas consideramos múltiples factores en el análisis de la toma de decisión antes de aplicar un tratamiento. Hay resultados que se muestran como positivos en nuevas terapias pero que no resisten el análisis crítico de su significación clínica.
Esto nos remite, en el plano político, a las propuestas de “experimentos” para, por ejemplo, “dinamitar” estructuras. Se trata de iniciativas que impactan por su audacia, pero que parecen no tener el aval de un análisis exhaustivo de sus consecuencias y la forma de resolver los previsibles daños colaterales.
Otra expresión médica utilizada en política surge cuando se propone “cirugía mayor”. En medicina, toda cirugía mayor requiere, en el posoperatorio, ubicar al paciente en cuidados intensivos. Esto no siempre se contempla en política. No parece razonable hacer cirugía mayor en forma ambulatoria. Una expresión utilizada en ambos ámbitos es la “mala praxis”. Está muy claro que no genera las mismas consecuencias en política que en medicina. Las demandas por responsabilidad profesional generan, tanto por la vía penal como por la civil, consecuencias importantes a los médicos.
En política, la mala praxis no genera consecuencias. Personajes que han fracasado reiteradamente cuando les tocó gestionar alguna área se “reciclan” mágicamente y reaparecen como el ave Fénix. Ni siquiera hay una condena social. Lo mismo ocurre con el compromiso con la verdad. Con la posverdad como instrumento de comunicación política, mentir rinde rédito y no genera mayores consecuencias. Así como a la medicina se le exigen elevados estándares de calidad para seguridad de los pacientes, los ciudadanos debemos ser más exigentes con nuestros políticos para lograr, algún día, una oferta electoral de calidad. Esa exigencia cívica será el resultado de una educación pública de calidad. Sin este insumo (la educación) o con ese insumo claramente deteriorado, estaremos condenadas a un círculo vicioso crónico en el cual todo se seguirá nivelando hacia abajo, dado que nuestros políticos seguirán surgiendo de una sociedad cada vez menos exigente, y eso nos remitirá a épocas pretéritas en las que se compraban “espejitos de colores”. Félix Lonigro expresa al final de un excelente artículo
26 de abril de 2023) lo siguiente: “Se necesita imperiosamente en esta materia [la cultura cívica] que aparezca un nuevo Sarmiento”.
No se trata, el presente texto, de una proclama de la antipolítica. Todo lo contrario. Es una expresión del deseo de disponer de la mejor calidad política posible. Es expresión también de la orfandad política que sienten muchos argentinos desalentados y cansados de votar el mal menor. Está claro que el futuro de los proyectos personales y los sueños colectivos de una sociedad argentina en terapia intensiva dependerá de la calidad de las decisiones “terapéuticas” de nuestros políticos

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domingo, 27 de noviembre de 2022

DIAGNÓSTICO


Para Sachs, al país no lo condenan sus números, sino su “mala reputación”
El economista, crítico del sistema financiero global, dijo en las Jornadas del BCRA que por ese factor la Argentina corre el riesgo de recaer en una crisis “autocumplida”L
Javier BlancoFeffrey Sachs expuso en las Jornadas Monetarias y Cambiarias del Banco Central
A la Argentina, más que su compleja realidad actual, la condena la reputación que supo forjarse.
Así lo advirtió el director del Centro para el Desarrollo Sostenible de la Universidad de Columbia, Jeffrey David Sachs, al presentarse anteayer en la Jornadas Monetarias y Bancarias organizadas por el Banco Central (BCRA).
El economista estadounidense, conocido por sus trabajos sobre desarrollo sustentable y su lucha contra la pobreza, no anduvo con rodeos. Dijo que la economía argentina “no tiene pésimos fundamentos, pero no tiene la confianza de los mercados financieros”, por lo que “el problema del país es su reputación, no su realidad”.
“Si se comparan los balances fiscales de la Argentina y Estados Unidos, preferiría tener el de la Argentina, con menor deuda y déficit más bajo”, ejemplificó al respecto Sachs, para quien si a esos balances se les sacara el nombre Argentina “nadie estaría muy preocupado” por los números que hoy muestra.
Fue entonces cuando insistió en apuntar que el problema es que hoy “nadie confía en la Argentina”.
Allí fue cuando el economista explicó que la desconfianza hacia el país es tal que “incluso cuando vienen montos bajos de refinanciación de deuda se genera una crisis”, en alusión a la imposibilidad de acceder al mercado para tomar recursos.
“Al tener el país mala reputación no puede recibir un préstamo: eso empeora su situación y reputación porque no puede refinanciar sistemáticamente sus deudas. La cuestión es que así se llega a una crisis financiera autocumplida; una cuestión que el sistema financiero internacional debería abordar”, sostuvo, en el transcurso de la videoconferencia, moderada por los directores del BCRA Jorge Carrera y Pablo Carreras Mayer.
La descripción le sirvió a Sachs para volver sobre sus habituales críticas al sistema financiero global y el papel de los organismos de crédito.
Crítica al sistema global
En ese punto comenzó por calificar de “cuestionable” el rol de los Estados Unidos para sostener la salud de la macroeconomía internacional, en especial porque observa un contexto “grave, que posiblemente empeore en el corto plazo”.
Esta valoración surge de considerar el impacto global de la pandemia y los costos que agregó la guerra en Ucrania, hitos que –a su juicio– empujan al mundo “a la primera estanflación en 40 años”.
El economista habló de la posibilidad de que se llegue a un período con características similares a las crisis “de fines de los años 70 y principios de los años 80”. “No fueron años fáciles para la Argentina”, recordó, mencionando los episodios de hiperinflación, por lo que instó a la Argentina a seguir planteando esos temas en el G20, dado que juzga indispensable la “cooperación” de las economías centrales en lo que viene.
En ese punto, volvió a insistir en que “las instituciones financieras internacionales” deberían estar ya preparándose para brindar mayores préstamos a los países que realicen inversiones estructurales para ganar eficiencia. “Por ejemplo, en energía verde”, dado que no observa en los mercados de capitales “voluntad para colaborar en ese sentido”.
“El problema –dijo– son las elevadas tasas, pero me gustaría ver al BID y a la CAF multiplicar por diez su financiamiento para estas cosas. Alguien le debería decir a Estados Unidos que generó el 20% de este desastre y, por lo tanto, debe hacer algo al respecto”, sostuvo, al aludir a políticas que ayuden a moderar “el impacto del cambio climático”.
Las Jornadas Monetarias y Cambiarias del BCRA, que se completarán el próximo miércoles en el Hotel Hilton, se caracterizaron por plantear una temática de cuestiones de segundo orden cuando la Argentina no tiene resuelta siquiera algunas de las básicas.
Aún así, algunas de ellas se “colaron”. Fue en el caso del director general adjunto del Banco Internacional de Pagos de Basilea, el brasileño Luiz Pereira Da Silva, quien se había mostrado tan pesimista como lo haría luego Sachs sobre la economía mundial, al advertir que hay riesgo de entrar en una etapa “de alta inflación por tiempo prolongado”.
En función de ello, recomendó a los bancos centrales de la región ser “duros” y abordar la suba de precios con “suma determinación”, dado que “es el impuesto más injusto que afecta a los más pobres”.
“Al tener el país mala reputación, no puede recibir un préstamo y eso empeora su situación y su reputación”, dice Sachs

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viernes, 12 de agosto de 2022

DIAGNÓSTICO


¿Hay país sin sacrificio?
La Argentina se ha convertido en un paciente de riesgo; ¿podremos asumir un compromiso con nosotros mismos y con nuestro futuro, o nos engañaremos con la idea de una cura milagrosa?10 de agosto de 202200:05
Luciano Román
El país y el sacrificio....Alfredo Sábat
Varias encuestas reflejan en estos días que la sociedad tiene un buen diagnóstico de la crisis argentina: una amplia mayoría ve un problema grave en el déficit fiscal, reconoce que la administración pública ha crecido de manera desorbitada, advierte que los subsidios en las tarifas de luz y gas se han desmadrado y que no es viable un Estado que gasta más de lo que recauda. Sin embargo, ¿estamos dispuestos a asumir los sacrificios que implica enfrentar esos problemas? ¿Aceptamos someternos a un tratamiento doloroso y prolongado con la esperanza de una cura? ¿O preferimos seguir como estamos, y que dure lo que tenga que durar? Son interrogantes centrales para una sociedad que decida discutir su propio futuro con una dosis de seriedad.
La Argentina se ha convertido en un paciente de riesgo, con graves problemas respiratorios, fragilidad cardíaca y sobrepeso, además de otros males ocultos. La opción es seguir fumando, con una dieta desordenada y una rutina sedentaria, o asumir el desafío –sacrificado, por cierto– de modificar drásticamente algunos hábitos alimentarios, incorporar una exigente rutina de actividad física y someterse a controles estrictos que mejoren nuestro estado general. ¿Podremos asumir un compromiso con nosotros mismos y con nuestro futuro? ¿O nos engañaremos con la idea de una cura milagrosa? ¿Pondremos en duda los daños que provoca el cigarrillo o aceptaremos que dos más dos es cuatro?
Las preguntas surgen con naturalidad cuando se observa la brecha que existe entre lo que decimos que queremos y lo que realmente estamos dispuestos a hacer para lograrlo. Cuestionamos el déficit fiscal, pero no nos hace ruido que el Estado nos financie las vacaciones a través del Previaje; creemos que hay que moderar y optimizar el gasto público, pero no nos escandaliza que la provincia de Buenos Aires les pague a los estudiantes el viaje de egresados. De ahí para abajo, nos resulta abominable la palabra “ajuste” –como si el enfermo rechazara, “por principios”, las nociones de dieta y actividad física– y esgrimimos eslóganes, ideologismos y banderas para justificar los hábitos menos saludables. Las encuestas también exhiben estas contradicciones: se reconoce la enfermedad, pero se rechaza el tratamiento.
Si alguien propone revisar, por ejemplo, el presupuesto de las universidades nacionales –que no solo se destina a enseñanza e investigación, sino también al financiamiento de grandes burocracias, de hoteles, trenes y comedores propios– será inmediatamente acusado de “privatista y ajustador”; el que se atreva a impulsar algún debate sobre financiamiento alternativo para la educación superior se convertirá automáticamente en un hereje. Quien ponga sobre la mesa una discusión inevitable sobre el régimen previsional será acusado de atentar contra los futuros jubilados, y el que sugiera una reforma para estimular la oferta de empleo será sospechado de querer “flexibilizar” y propiciar “trabajo chatarra”. Al que ponga la lupa sobre los privilegios y despilfarros en la TV Pública o en Radio Nacional le dirán que los quiere cerrar, y al que intente revisar el “chorro” de subsidios al cine militante le colgarán el mote de “enemigo de la cultura”. El que pretenda ordenar la “caja negra” de Aerolíneas Argentinas estará en contra de la “línea de bandera” y de la “soberanía aérea”, y el que intente un riguroso control para que no haya ñoquis en el Estado será un “insensible antiderechos”.
Detrás de los eslóganes y las descalificaciones suele haber más intereses que principios. Por eso es indispensable formular otras preguntas: defender los “negocios” de las universidades ¿es defender la educación pública? Defender el déficit monumental de Aerolíneas ¿es defender la aerolínea de bandera, o es más bien hundirla mientras se protegen privilegios? Defender los sueldos astronómicos y los estatutos de privilegio en la TV Pública ¿es defender a la TV Pública o encubrir sus deformaciones? Defender el festival de subsidios del Incaa y los estatutos que dan estabilidad a bailarines que no bailan y cantantes que no cantan ¿es abogar por la cultura o defender privilegios sindicales y “premios” a la militancia? Los ejemplos y los interrogantes podrían abarcar muchas otras áreas, pero todos remiten al mismo punto: ¿estamos dispuestos, como sociedad, a sincerar las cosas y sostener el sacrificio que implica sanear al Estado? ¿Estamos dispuestos a admitir que no es solo una cuestión económica, sino también de ecuanimidad, de valores y de reglas?
La distancia entre lo que queremos y lo que estamos dispuestos a hacer se extiende a los más diversos ámbitos. Las encuestas reflejan un altísimo rechazo a la corrupción y la evasión, pero ¿cuánto ha crecido la economía en negro? ¿Cuánto funcionan los atajos, los favores y las “puertas traseras” en el funcionamiento cotidiano de la sociedad? No todo es lo mismo, por supuesto. No puede equipararse a Lázaro Báez con un comerciante que subfactura una mercadería. Las desproporciones son enormes, pero justifican de nuevo el interrogante: ¿estamos a la altura de nuestras propias exigencias?
Los estudios de opinión pública también reflejan un alto consenso en que queremos una educación de excelencia, ¿pero apoyamos que a nuestros hijos les exijan mucho y les demanden esfuerzos cada vez mayores? ¿O preferimos consentir el simulacro mientras pasen de año y reciban el título? Decimos que queremos un Estado eficiente y competitivo, ¿pero aceptamos que en todos sus estamentos haya evaluaciones por desempeño, concursos rigurosos para ingresar o ascender y estímulos por resultados? Decimos que valoramos el espacio público y la convivencia en las ciudades, ¿pero estamos dispuestos a ser puntillosos en el cumplimiento de las normas de tránsito, en las restricciones al uso de las veredas y en el cuidado del patrimonio urbano? Decimos que valoramos la ley, pero en los operativos de desalojo de las organizaciones de venta clandestina, ¿cuántos ciudadanos se ponen del lado de la policía y cuántos de los manteros, que son –por supuesto– los eslabones más débiles, pero integran cadenas de comercio ilegal?
La Argentina ha llegado a un extremo de deterioro que obliga a examinar nuestros propios rasgos culturales. El populismo, después de todo, ha germinado con fuerza porque encontró un campo fértil. El Previaje es “un éxito” porque la sociedad se ha preguntado poco y nada de dónde sale la plata, qué impacto tiene en la emisión descontrolada y en qué medida alimenta la hoguera de la inflación, el endeudamiento y el déficit.
La cuestión adquiere matices complejos, porque en un sistema que no ofrece garantías y ha extraviado las nociones básicas de ecuanimidad, la distancia entre lo que queremos y lo que estamos dispuestos a hacer se explica, muchas veces, con argumentos atendibles en favor de esa asimetría. Muchos ciudadanos dicen: “Sé que los subsidios, el Previaje y el regalo a los egresados son políticas populistas con altísimo costo, pero, si existen, ¿por qué las voy a desaprovechar si, aunque no lo use, lo que me ofrecen por acá me lo sacan por otro lado?”.
“Sé que la subfacturación y el comercio en negro son vicios graves, pero ¿cómo sobrevivo en un país que te ahoga con una voracidad impositiva que cada vez es mayor para financiar un Estado elefantiásico y un sistema de subsidios sin control ni contraprestaciones? ¿Cómo contrato a un ayudante en blanco en un país que desalienta la generación de empleo y te multiplica el costo laboral?”
Sin caer en el cinismo, y aun desde la buena fe, tenemos coartadas que muchas veces suenan lógicas; algo de razón nos asiste en la queja: ya hemos sufrido bastante en este país, ya se ha fundido nuestro negocio o se han licuado nuestros ingresos, ya nos hemos quedado sin empleo o se ha pauperizado nuestro salario, ya hemos perdido con el corralito y las devaluaciones, ya hemos pagado impuestos en exceso (y los seguimos pagando) a un Estado que dilapida y administra mal. Ya hemos confiado y nos han defraudado, ya hemos arriesgado y hemos perdido. Por otra parte, la que pide “sacrificios” cuando el agua llega al cuello es una dirigencia que nunca está dispuesta a dar el ejemplo, y que suele cortar el hilo por lo más delgado. Para exigir “sangre, sudor y lágrimas” hay que inspirar confianza y ejercer un liderazgo ético. ¿Está nuestra dirigencia a la altura de ese desafío? El Estado ha dejado de ser un administrador responsable para convertirse en un barril sin fondo. ¿Cómo no entender que el cumplidor se sienta burlado, desalentado e incluso empujado muchas veces a hacer lo que no quisiera?
Mientras tratamos por todos los medios de eludir la dieta y postergar las cirugías, para no sumar dolor, nos vamos hundiendo cada día un poco más. ¿Hasta cuándo? La Argentina está en una encrucijada: o se encomienda a un curandero, y que sea lo que Dios quiera, o apela a un médico serio y empieza un duro y sacrificado camino para intentar curar sus males. Será un esfuerzo por las próximas generaciones. Puede sonar dramático, pero ¿estamos dispuestos a dejarles un país a nuestros hijos? Quizá sea hora de que nos hagamos esa pregunta.

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