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jueves, 15 de junio de 2023

EDUARDO SACHERI


Eduardo Sacheri. El autor de “El secreto de sus ojos” vuelve a los 70: “En nombre de las mejores utopías hicimos cosas nefastas”
“La decisión ética detrás de lo que escribo es no bajar línea”, dice Eduardo Sacheri, que en esta ficción sobre Montoneros y el ERP busca contar en vez “de convertir en tabú” lo que aún duele
Diana Fernández Irusta
Eduardo Sacheri
Es la hora en que algunos andarán desperezándose de la siesta. Para quien viene de capital, el silencio de las calles de Castelar, sus árboles y edificación baja, es algo así como un bálsamo.
La Nación toca el timbre en una casa. Al instante se asoma una mujer que, sin esperar que nadie pregunte nada, sonríe e informa: “Al lado”. O es adivina o está muy acostumbrada a que cada tanto algún periodista se confunda. Porque a quien buscamos es a Eduardo Sacheri, hombre nacido y criado en la zona oeste del conurbano, probablemente uno de los vecinos más conocidos de esta cuadra.
“La gente que me importa, las situaciones que me preocupan, lo que me entusiasma… son de acá”, dirá luego el escritor desde el living de una casa que, en un rincón apartado del primer piso, cuenta con una pequeña habitación repleta de libros, ventanas amplias y un escritorio que mira hacia el jardín: el búnker ideal.
–Qué buen refugio.
El dueño de casa hace un gesto con la mano como queriendo abarcar todo el lugar, y dice:
–El secreto de sus ojos.
Sin duda, fue esa película dirigida por Juan José Campanella, ganadora del Oscar en 2010 y cuyo guion coescribió Sacheri (basado en su novela La pregunta de sus ojos), la que imprimió un salto cualitativo a la vida de este profesor de Historia al que siempre le gustó escribir. Siguieron otras colaboraciones con el mundo del cine (por ejemplo, La odisea de los giles, basada en La noche de la usina) y una productividad tan notable como su capacidad para conectar con el sentir de multitud de lectores.
Por estos días, Sacheri vive la adrenalina que siempre acompaña a una apuesta nueva. Acaba de publicar Nosotros dos en la tormenta (Alfaguara), libro que aborda un tema poco frecuentado por la ficción: la vida cotidiana, íntima, familiar, de quienes integraban organizaciones armadas como Montoneros o ERP.
Eduardo Sacher
“Un tema espinoso, delicado, conflictivo, doloroso”, enumera el autor. Sin dejar de ser crítico con aquella militancia setentista, Sacheri se esforzó en armar un relato no maniqueo, en el que se alternan diversos puntos de vista y donde el único monstruo, en todo caso, termina siendo la obstinación enceguecida, la ausencia de empatía o reflexión.
–¿Por qué volver a los años setenta? En el caso de esta novela, regresar a 1975, el año previo a la dictadura.
–Creo que hay más de un motivo. Por un lado, son los años de mi niñez. Y para mí la niñez es una etapa en la que tenés la sensibilidad absolutamente desarrollada como persona, pero todavía no tenés la intelección afinada como para analizar las cosas como lo haría un adulto. Buena parte de la vida adulta, al menos eso me pasa a mí, se trata de reinterpretar lo que sentía, veía, pasaba a mi alrededor durante la niñez. Ese sería un motivo más emocional, personal. Pero también me pasa que me interesan las cosas no tan exploradas. Los territorios muy transitados me interesan un poco menos. La dictadura, por motivos evidentes, ha sido muy visitada, y son recontra legítimas las razones de ir, volver, regresar a esa época. Pero en esos lugares tan transitados siento que no tengo casi nada para decir. Entonces ahí hay otra razón, más vinculada con qué me interesa preguntar.
"Para eso me sirve, desde lo personal , escribir un libro. Al mismo tiempo que cuento una historia o reviso un episodio del pasado de la Argentina, pienso en mi propia paternidad"
–El libro está dedicado a tu padre. El papel de los personajes que son padres, en especial uno de ellos, es muy importante. ¿Parte de las preguntas tiene que ver con el lugar de la paternidad?
–Indudablemente hay un plano de mis libros que tiene que ver con interrogarme sobre mis propios asuntos existenciales. Y la paternidad es un tema central no en mi literatura, sino en mi vida. Porque en la niñez perdí a mi papá. Y porque en buena medida mi vida adulta está signada por la paternidad, por mi interés en la paternidad. Mis hijos ahora tienen veintitantos años, pero desde antes de tenerlos y cuando los tuvimos, los criamos, me vivo interrogando sobre la paternidad y sobre cómo va cambiando mi papel como padre. Creo que como mis hijos son además veinteañeros…
–La edad de los protagonistas de la novela.
–Tienen la edad de esos pibes, y aunque los contenidos de mis dudas son probablemente mucho menos extremos y menos trágicos, en el fondo es esto de qué pasa con esas vidas, las de tus hijos, de las que uno se ha sentido tan a cargo como artífice, como protector, como acompañante. Entonces, qué pasa cuando esas vidas empiezan a recorrer otros caminos. Caminos propios. Y qué hace uno, porque no es que uno dice apago el switch y ya está, no me ocupo más. Lo ves desde otra distancia, te seguís haciendo las mismas preguntas, a lo mejor conservás la sensación de que son tu responsabilidad. Es decir, sentís la responsabilidad y al mismo tiempo carecés de la potestad. Por eso es que para mí los libros siempre son como un alfajor Rogel, tienen muchas cosas. Para eso me sirve, desde lo personal , escribir un libro. Al mismo tiempo que cuento una historia o reviso un episodio del pasado de la Argentina, pienso en mi propia paternidad.
– Cuando hablabas de la potestad, recordé al personaje que fantasea con atar al hijo a la silla, para que deje de poner en riesgo la vida.
–Pensar que desde el bastante pacífico 2023, en tanto padre yo me amargo como me amargo, me preocupo como me preocupo.... Vuelvo a lo de los territorios inexplorados: volver sobre esta pequeñez, este drama pequeño e íntimo, de cómo vivirían los entornos de estos jóvenes esas decisiones, esas prácticas y esos compromisos. Supongo que habría de todo. A mí me gustó ir por el lado de un padre que lo vive con esa angustia. Es el que está más presente, el que tiene voz.
–También hay una hija que asume el cuidado de su padre, amenazado de muerte por una organización armada. El hilo que los uniría sería el de querer proteger al que se quiere, y saber que no lo podrán hacer. Respecto de la tragedia de los setenta: ¿qué pensás de esta idea de lo sacrificial, de ofrendar la vida en pos de un futuro utópico?
–Lo que pasa es que no lo creían utópico. No creo que esa sea la única manera de pensar en un futuro, yo creo en las medias tintas. Para mí la vida es medias tintas, aunque los seres humanos vivamos edificándonos utopías generales, sociales, individuales. Creo que vivimos idealizando y extremando el valor de algunos sueños. No importa los que sean. Es algo muy humano. Pero en nombre de las mejores utopías hemos hecho cada cosa nefasta, a todos los niveles… Por eso, aunque parezca súper mediocre, prefiero decir “creo en las medias tintas”.
–Bueno, quizás más que mediocre sea valiente decir eso en una época de discursos tan exasperados como los actuales.
–Mi filosofía en la vida es “vamos viendo”. Vamos despacio. Nos vamos a pegar porrazos igual, pero nos van a doler menos. Esto lo digo a todos los niveles: personal, familiar, de pareja, político. O sea, a esta altura de mi vida los grandes discursos, los grandes relatos, que siempre están construidos alrededor de una utopía… Mirá, es lo que le dice el personaje del padre en un momento: el problema de ser un fanático es que hay un solo problema en la vida y una sola solución. Pero eso es mentira. Tu vida siempre va a tener quinchicientos problemas. Entonces, al enfocar todo en un solo problema y en un solo entusiasmo creo que la chingás mal. No es que de otra manera no la chingás, pero me parece que cuanto más nos hacemos cargo de nuestras debilidades e imperfecciones, menos daño hacemos. Es una de las pocas certezas que me da la vida: tratar de no hacer daño, algo muy antiutópico. Porque toda utopía implica una ruptura, y la ruptura implica destruir algo, en principio para construir algo mucho mejor. Así funcionan las utopías religiosas, políticas. En general el que está embanderado en una causa, la que sea, no es muy proclive a ver el daño que puede generar. Ahora, también es profundamente honesto con sus acciones porque está blindado a las dudas. Al no dudar, la posibilidad de que hagas daño es mayor pero, al mismo tiempo, sos irreprochable moralmente. Cuando los pongo a hablar a ellos dos, sobre todo…
"Me parece que cuanto más nos hacemos cargo de nuestras debilidades e imperfecciones, menos daño hacemos. Es una de las pocas certezas que me da la vida: tratar de no hacer daño"
–El “trosco” y el “monto”. El que nunca duda y el que no puede evitar dudar.
–Al mismo tiempo es muy moral, el flaco. Desde mi perspectiva de lector, en algún punto es más encomiable el que duda porque está viendo cosas que los otros no ven.
–Además, sobre todo en aquel momento, estaba la épica, que siempre es un imán.
–Somos seres épicos. Nos encanta. Creo que vivir es en buena medida tomar distancia de lo que necesitamos.
–Volviendo a las “medias tintas”: ¿cómo problematizar determinados hechos históricos en una época que no es la de la tragedia, pero sí la de la grieta
–Es un riesgo evidente, con esta sociedad tan agrietada y polarizada termina pasándote algo muy raro. En tu mismo polo, en ciertos temas, termina gente que no tiene nada que ver con vos. Con esta cosa de atribuir esencias a las ideas cuando son solamente ideas. Por ejemplo, yo pienso un montón de cosas, con alguna de esas ideas vos estás de acuerdo y eso nos pone en la misma vereda, pero no nos hace iguales. Nos pone en la misma vereda para pensar esto o para no estar de acuerdo con alguna otra cosa. Ahí termina nuestro acuerdo. No somos gemelos [sonríe]. Creo que se ha perdido esta posibilidad, hemos perdido esa gimnasia de movimiento y de atribución del movimiento; en vez de esto, tendemos a etiquetarnos y a etiquetar. Creo que en nuestro presente, y acá voy más allá de la grieta argentina, hay un montón de cuestiones, de correcciones políticas, que hacen que te encuentres diciendo no, para que no me destrocen mejor me callo. Es complicadísimo, porque es entregarte atado de pies y manos a oscurantismos de los más diversos. Aunque, de nuevo, es una actitud muy humana. Evidentemente en nuestro bagaje genético está que nos cueste un montón bancarnos lo diferente. Sea lo que sea.
Eduardo Sacheri
–¿Habría alguna razón?
–Nos incomoda la incertidumbre. Pero bueno, creo que pese a todo hay épocas que se bancaron mejor la incertidumbre. Vivimos en una época en la que el deseo de lo blanco y lo negro está muy acentuado. Y ahí yo no me siento cómodo. Pienso en el tema del libro: es un tema espinoso, delicado, conflictivo, doloroso. Es así, entonces, hablemos. Sin embargo, nos acostumbramos a que lo que reúne esas condiciones sea tabú. En lugar de convocarnos a charlar, se convierte en tabú. Limitamos las cosas acerca de las que podemos pensar o hablar. Y no creo que esté bueno movernos con ese conservadurismo. Porque es un conservadurismo intelectual, emocional. ¿Cuál es la clave de decir esto no se toca? Si lo tocamos con respeto, sin caricaturizar a nadie, sin la intención de bajar línea… Yo aspiro a que leas la novela y te quedes pensando. No pretendo convencerte de nada.
–Los personajes son personas comunes, gente de barrio, ninguna figura célebre. Tampoco hay villanos, pese a que algunos terminan impulsando o haciendo cosas terribles. ¿Fue una decisión trabajarlos desde ese lugar?
–La decisión ética que hay detrás de lo que escribo es encontrar los mecanismos literarios necesarios para no bajar línea. Cada capítulo va con el punto de vista de alguno de los protagonistas. Para evitar un desbalance. Yo puedo tener mis preferencias, mis ideas, mis decisiones, mis juicios de valor. Pero son los míos, no tengo por qué estar enrostrándotelos en lo que escribo. Es literatura. Prefiero que se abran mundos.
–¿Te imaginás este libro llevado al cine?
–No, pero porque nunca me los imagino llevados al cine. Sí creo que mi manera de escribir tiene un componente visual. Pero tiene que ver con cómo yo me represento las historias. Me doy cuenta de que me las represento muy visualmente antes de plantearlas discursivamente. Mi cabeza funciona así. También es cierto que tiene mucha acción. Suena muy irreverente decir que esta novela “es una de acción”, pero sí, es una de acciones armadas.
–Por momentos, al escuchar cómo explicás ciertas ideas, uno escucha al docente que vive en vos. De hecho, nunca dejaste de dar clases. ¿Por qué seguir haciéndolo en un momento en que cada vez menos gente quiere ser docente?
–Porque soy profesor de Historia [risas]. En la facultad estudié eso. Lo que no estudié es esto [señala la novela, se ríe]. Quiero decir, dar clase me parece lo normal. Decí que como el trabajo con la escritura creció tanto, me puedo dar el lujo de dar clase los lunes por la mañana en una escuela, nada más. Voy con la mejor onda, con tiempo, fresquito… no me agoto, como me pasaba hace 20 años, cuando tenía tres millones de horas en la facultad, en profesorados, en secundarios. Me lo bancaba porque tenía 25 años menos. ¿Y por qué estudie Historia? Porque me parece que es una herramienta de comprensión de la realidad que está fenomenal. Y está bueno compartirla con los demás. Para ponerse a pensar, sin baja línea. Los temas que me toca dar a pibes de secundario en quinto año de la provincia de Buenos Aires, lo que era el cuarto año para nosotros, son todo lo que viene de la Segunda Guerra Mundial en adelante y, en la Argentina, del peronismo en adelante. Así que en algún momento del año la década del setenta la tengo que dar.
–¿Qué pasa cuando en el aula hablás de los setenta
–Les queda lejos. Es el mundo de sus viejos, el de sus abuelos. Es algo que cuando uno es testigo o protagonista de una época no advierte. A estos pibes les queda lejos El secreto de sus ojos. Es algo que no está ni bien ni mal. Nosotros acarreamos nuestro mundo, pero es el nuestro. Lo que me parece que está bien es que, en lugar de intentar saldar las cosas, se siga charlando. Yo prefiero irme del mundo charlando. Me molestan las posturas solemnes y las posiciones blindadas, las que sean. Me parece que lo mejor es seguir charlando.
–Hablemos de tu productividad. Una novela cada dos o tres años, cuentos, participación mediática. ¿Cómo hacés?
–Tengo la suerte de que los libros se están vendiendo. Una cosa es lo que le pasa a la mayoría de los que escriben, que lo hacen cuando pueden, robándole horas a los trabajos que dan de comer… y otra cosa es lo que puedo hacer yo en este momento: un montón de días a la semana, por la mañana me voy para arriba, a escribir; a la tarde, después de comer, siestita, y de nuevo para arriba. Es una ventaja que tengo. Además, empecé a escribir porque me hacía bien, y sigue siendo igual. Para mí es raro porque terminó convirtiéndose en una profesión que me dio un montón de cosas insospechadas. Al mismo tiempo no es una profesión, es una práctica casi terapéutica que me hace bien. Entonces lo hago todo lo que puedo. Encima, tengo tiempo. Es como un círculo que se estimula recíprocamente y funciona bien. Si el día de mañana lo que escribo le deja de gustar a los demás, lo voy a lamentar. Porque no me hago el que no me importa: me gusta gustar. Me parece que a casi todos los humanos nos pasa. A veces escuchás a gente que parece solazarse en el hermetismo; yo no lo hago. Pero si deja de pasar eso, si lo que escribo dejara de gustar, voy a seguir escribiendo igual. Mientras pueda lo haré, porque me hace bien. Creo que lo prolífico tiene que ver con eso. O con la falta de autocrítica [risas].
–En tus libros, en la manera en que escribís sobre el fútbol o sobre otros temas, ¿hay como un sensor muy fino de lo que podríamos llamar, por ponerle un nombre, la argentinidad?
–Mirá, tal vez… Vuelvo a esto de por qué me puse a escribir. Si yo te digo que es porque me hace bien, me sirve para entender mejor mi vida, para procesar mejor lo que pasa en mi vida, resulta que mi vida es acá. Está construida por gente que es de acá. Entonces, como que inevitablemente hay un aroma local que no es algo buscado, sino inevitable. Porque la gente que me importa, las situaciones que me preocupan, lo que me entusiasma, todo eso es de acá. Digamos que mi vida no se transformó tanto en ciertos aspectos. Hace cincuenta y cinco años que vivo en el mismo lugar.
–En la zona oeste, que a estas alturas es como otro personaje de tus libros.
–A lo mejor, si mi vida hubiera sido más variada en sus geografías o sus vínculos… Hoy tengo los mismos vínculos que tenía hace años. Son los mismos amigos, juego al fútbol con la misma gente, voy a la misma cancha. Entonces, aunque en mi vida sí hay algunas cosas totalmente nuevas, como algunas posesiones o algunos trabajos como los que hago en los medios o esto mismo que estamos haciendo, esta entrevista, por otro lado no. Tal vez ese anclaje, se me ocurre ahora, hablando con vos, mantenga cierto vínculo con esa argentinidad que yo creo existente, aún en sus dudas. A lo mejor somos una colectividad que duda y ahí reside nuestra argentinidad.
–¿Será eso lo que traducís al escribir, lo que a tus lectores les encanta encontrar?
–No me lo pregunto demasiado, para no romperlo.

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martes, 29 de agosto de 2017

HABÍA UNA VEZ....EDUARDO SACHERI


Al final le dijo que la amaba. Se lo escupió sin atenuantes, sin fijarse ya en escoger las palabras adecuadas. Se lo dijo casi con bronca, casi como si ella tuviera la culpa. Bueno, se dijo Esteban, alguna culpa le cabría por ese amor que a él hacía años le quemaba las entrañas.
Ella lo miró como incrédula. Con sus grandes ojos negros muy abiertos. Las mejillas se le encendieron en un rojo incandescente y se echó a temblar como una hoja.
Él supo que no tenía más salida que seguir hasta el final, y por eso habló hasta quedar exánime, hasta que la voz se le estranguló por la emoción y por el miedo, hasta que se cohibió en la contemplación de la metamorfosis del rostro hermoso de ella, que viró del asombro a la incredulidad, y de la incredulidad a la furia.
El cachetazo que sobrevino entonces terminó por parecerle natural, porque la cara de ella daba para eso o para cualquier otra forma de castigo.
Enseguida, como para nutrir aún más a la bestia de su desamparo, ella se acomodó la cartera y se trepó a un 93 que venía repleto. Para colmo desde el estribo dio vuelta la cara y lo miró con los ojos llenos de lágrimas. No hacía falta ser un genio para advertir que no iba a perdonarlo nunca.
Muchas veces, en las infinitas noches malgastadas en urdir el modo de decírselo, había tratado de representarse a sí mismo en el instante posterior a haberlo hecho. Casi nunca lograba hacerse la idea. Hablarle le parecía algo tan difícil, tan improbable, que el minuto siguiente a haberlo conseguido se le antojaba de otro mundo; un minuto para ser vivido en otro planeta.
Una vez que constató que seguía con vida, que no había muerto de vergüenza ni de pánico ni de desesperación en la empresa, trató de pensar de nuevo el universo en torno suyo. Alrededor todo era igual, a qué negarlo. Buenos Aires estaba por todos lados, pero casi no importaba.


El cielo estaba encapotado de nubes bajas y pesadas. Esteban casi sintió un pinchazo ligero de bronca, una sensación de injusticia por esa indiferencia rotunda para con su tormento en carne viva.

Con pasos de autómata abandonó la parada y caminó por Leandro Alem hasta la plaza. Ella seguía poblando sus pensamientos con una premura irrenunciable. Su imagen de llanto en el estribo, su rostro dolido y rabioso y desencantado se le imponían de un modo mucho mayor que el tamaño que cobraba su propia desventura.

En una de esas tardes de café que pactaban a menudo ella le había contado, con naturalidad, que se casaba en mayo. Como él sabía que tarde o temprano llegaría el día en que ella tendría que arrojarle esa montaña sobre la cabeza, consiguió que el cataclismo de su alma pasase casi inadvertido.
Armándose de valor, hasta tuvo la hombría de formular las preguntas consabidas: que cuándo, que en qué iglesia, que la fiesta dónde, que la luna de miel en qué lugar y otras por el estilo.
Las tres noches siguientes, que pasó tumbado en la cama sin pegar un ojo, trató de convencerse de que mejor, de que ya era hora, de que el tal Alejandro no era mal tipo, de que ese iba a ser tal vez el único modo de obligarse a perderla y olvidarla.
Se vieron varias veces desde entonces. Habría sido sospechoso que él evitara sus encuentros. ¿No le decía ella, siempre, que él era su mejor amigo? ¿No se habían burlado juntos, cien veces, de los que negaban la posibilidad de la amistad entre el hombre y la mujer? ¿No se habían reído siempre en sus encuentros de los chimentos que los unían en romances de todo tipo?
Para Esteban esos fueron cuatro meses macabros, pero los soportó a pie firme. Se encontraban en el café de siempre, en el Bajo, y la dejaba hablar de la modista, del ramo de novia, del buffet froid, del costo por cubierto, de las rencillas surgidas en torno a la lista de invitados.
Él se asombró, en ese lapso, de cuántas cosas era capaz de soportar sin gritarle que se callara, que lo dejara en paz, que dejara de martirizarlo con esos punzones afilados que le desgarraban las entrañas.
Pero el lunes, cuando ella llamó para citarlo para la antevíspera del civil, sintió que era demasiado. Trató de decirle que no, que no podía de ninguna manera, que mejor se veían directamente el día de la iglesia, porque al civil también iba a serle imposible acudir.
Pero ella, como siempre, se las ingenió para desbaratarle las intenciones y vencerle las resistencias, y al final se escuchó a sí mismo pactando otro de esos encuentros del demonio en el café de Leandro Alem para el miércoles a la tarde.
Ella llegó con su impuntualidad de siempre, declamando que debía partir en diez minutos al encuentro de la modista, pero se pasó la siguiente hora y media atorada en su monólogo florido. Igual estaba rara. Esteban supuso que era natural y que todas las mujeres se ponían así en los días previos a casarse.
Intentó escucharla con la buena disposición de siempre. Pero por más que trataba, lo corroía la idea de que desde la mañana del viernes siguiente ella iba a serle fatal y perpetua y definitivamente ajena, sin que él fuese capaz de enarbolar gesto alguno capaz de evitarlo. Porque era evidente, se decía, que jamás conseguiría vencer su propia cobardía.
¿Para qué traerle un problema, una desilusión? ¿Para qué ofenderla, inmiscuirse de contrabando en su existencia, traicionar la linda amistad que los unía, obligarla a rechazarlo, a decirle lo lamento, yo no sabía, jamás me hubiese imaginado? ¿Para qué forzarla a poner cara de compasión, cara de te entiendo pobrecito Esteban, cómo puedo ayudarte a que te olvides?
Atragantado de dolor y de rabia consigo mismo, casi le agradeció en voz alta cuando ella por fin hizo silencio, después de narrarle un principio de conflicto felizmente resuelto entre sus testigos de la iglesia y del civil, zanjado por la angelical intervención de Margarita.
Esteban tiró el último pedacito del sobre de azúcar en la borra del pocillo, mientras ella miraba el reloj sobre la barra. Llamó al mozo, pagó y salieron a la calle. Como siempre, se ofreció a acompañarla hasta el colectivo, y ella accedió sonriendo. Sin embargo, su locuacidad parecía haberse evaporado.
Esteban empezó a sentirse mal del estómago. Había confiado en que los últimos minutos de ese tormento asirio pasaran en el torbellino de su charla infatigable. Pero en lugar de eso, ambos caminaban silenciosos por el Bajo, ella mirándose los pies, y él con la vista clavada en el vacío, buscando en su interior algún postrer despojo de resignación o de valentía.
“Ya llegamos”, dijo ella. En el refugio esperaba solamente una señora gorda. Él, automáticamente, bajó el cordón y se paró en la orilla de la calle. Era algo que siempre hacía. Por empezar, era bastante más alto que ella, y al descender esos centímetros sus ojos podían encontrar muy cerca los de ella.
Y además, cuando algún auto pasaba cerca de la vereda, Agustina instintivamente, aunque siguieran la conversación sin inmutarse, estiraba el brazo y le capturaba el suyo, atrayéndolo sin violencia hacia un lugar más seguro; y ese gesto de cuidado e intimidad a él le entibiaba las angustias.
Pero hoy ni siquiera esos ritos antediluvianos surtían sus efectos analgésicos. Ella tenía la vista suspendida adelante, tratando de adivinar, en su miopía, el colectivo viniendo del lado del Correo.
Esteban, por su lado, trataba de detener el terremoto de sus tripas, concentrándose en que ya era miércoles a la nochecita, y que el asunto era permanecer con vida hasta el domingo. Porque abrigaba la ilusión grisácea de que, desde entonces, su amor desventurado se iría asfixiando en el tiempo y en la distancia, ahogado en el veneno de lo irrevocable.
No obstante, no se sintió aliviado cuando por fin el 93 se asomó por el lado de Corrientes, y ella lo miró con una sonrisa rara y de labios apretados, y le dijo “ahí viene” como si él fuese tonto, como si fuese ciego, como si fuese incapaz de ver el enorme cacharro amarillento de sus desventuras acercándose inexorable, zigzagueando del carril lento al rápido y viceversa para consumar la catástrofe de su alma, para tragarse al amor de su vida y arrancárselo para siempre.
Fue entonces, cuando ella lo miró con su cara de enigma de toda la tarde y le dijo chau, cuando él inhaló de nuevo el olor inconfundible de ella, cuando sintió el roce de sus dedos contra los suyos, cuando se supo incapaz de sobrevivir al cataclismo de perderla, que él sintió, junto a un dolor súbito en la boca del estómago, la certeza de que iba a decírselo, de que las cosas habían dejado de importar, de que ya no podía contener el océano volcánico de su amor secreto, de que si se callaba moriría en el incendio de sus entrañas.
La tomó del brazo y le dijo que no subiera, que lo dejara pasar, que tomara el siguiente porque necesitaba decirle algo. Ella se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos, tal vez intuyendo que Esteban iba a lanzarse por la pendiente sin retorno de las verdades tardías.
Y él, turbado por la vergüenza pero inmune ya a los trastornos de la cobardía, la miró al centro de los ojos y le dijo que la amaba. Y se lo escupió sin atenuantes y sin demorarse en escoger las palabras adecuadas.
Le dijo que se había enamorado de ella sin límites ni miramientos la primera vez que la vio entrar en la oficina, con su trajecito azul, y su pelo negro y lacio peinado con esmero, mientras ella tartamudeaba presentaciones y se enredaba los tacos en la alfombra burda del quinto piso.
Le dijo que la había adorado desde el mismo instante en que había llegado al escritorio de atrás, y él la había visto de cerca por primera vez, maravillado en el mar oscuro de sus ojos sin fondo, enternecido en su mano helada de dedos largos y finitos.
Le contó sobre el calvario paciente de sus cartas de amor, contrabandeadas a sus insomnios, atesoradas en el fondo del segundo cajón de su mesa de luz hasta el insólito número de doscientas cuarenta y cuatro, hasta la saturación de imágenes y de metáforas, hasta la sorda convicción de que jamás sería capaz de hacerle llegar una sola de ellas.
Le habló de la tortura dulce de los cinco años malgastados en esos ejercicios inútiles, de que al final había encontrado un espejismo de paz en la certeza de que su silencio lo pondría a salvo de su sorpresa y su rechazo, de su adiós irreversible, y de que había preferido indigestarse con sus frases de amor que someterse al suplicio de su adiós definitivo.
En el vértigo de la verdad, y temiendo la proximidad de un final de catástrofe, comenzó a ametrallarla con los dardos flamígeros de sus sentimientos desnudos.
Intuyó, al calor de su corazón desbocado, que las palabras corrientes, esas que se usan todos los días, no eran adecuadas para describir un amor como el suyo, y desplegó temerario una verborragia indómita que mezclaba improvisaciones geniales con pedazos arrancados al azar a los doscientos cuarenta y cuatro borradores de sus cartas de amor empedernido.
Viéndola parada frente a el, rígida, incrédula, le dijo también que se hiciera cargo de ese amor, aunque no hiciese otra cosa más que eso. Que al menos para abofetearlo, insultarlo, escupirlo, tomara partido, hiciera algo, le diera a entender que, aun para despreciarlo, ella también estaba ahora sumergida en el pantano de su amor y su desconsuelo.
Que al fin y al cabo era ella, a su modo y sin quererlo, la única responsable de su agonía perpetua.
Hizo un instante de silencio, como si las fuerzas descomunales que lo habían conducido hasta allí estuviesen a punto de abandonarlo.
Resopló varias veces y con lo último de su empuje le pidió disculpas, le dijo que hasta último momento tenía decidido callarse, que había decidido no hablar por respeto, por no arruinar esa amistad que tenían, por no ponerla a ella en el disgusto de despreciar su amor, por evitarle la incomodidad de herirlo, por ponerla a salvo de perder la naturalidad de sus voces y de sus diálogos.
Pero que al verla ahí, apunto de tomar el 93, había entendido que no podría dejarla ir, que no sería capaz de perderla para siempre, de perdurar el resto de su vida en la decrepitud de carecer de ella, ajeno a sus humores y a sus detalles, ajeno a sus tareas cotidianas, ajeno a sus embarazos y a sus hijos y a sus reuniones de padres, ajeno a sus Navidades y a sus vacaciones en Córdoba, ajeno a sus cambios de peinado y a sus compras de ropa, ajeno a su cuerpo de piel y junco yaciendo en la oscuridad de cada noche.
Después, agotado, terminó por callarse. Fue cuando ella se lanzó a temblar como una hoja, y le hizo estallar la cachetada en pleno rostro, y se colgó del 93 que venía repleto, y lo condenó con los ojos por su estúpido modo de arruinarle la antevíspera de su casamiento.
Esteban se derrumbó en un banco de plaza y dejó caer la cabeza entre las manos, mientras la fatiga inconmensurable de los nervios acumulados le disolvía las articulaciones. El alma se le anegó de angustia y de desamparo. Se vio al fin como tanto había temido verse: solo en el universo, privado para siempre de ella y de la mera posibilidad de ella alguna vez.
Y aunque no se arrepintió de haber hablado como acababa de hacerlo, cayó en la cuenta de que la tranquilidad de conciencia tenía muy poco que ver con la paz de espíritu. Entonces la congoja le subió por fin hasta los ojos, y la plaza y Buenos Aires se le nublaron de lágrimas tibias y saladas.
Trató de contenerse primero. Pero cuando en su alma fue tomando por fin cuerpo el tamaño de abismo de su soledad, el horizonte inabarcable de su desolación, se desbarrancó en un llanto desesperado, que habría hasta el fondo las esclusas de su rencor y su desconsuelo.
Empezó a llover. Primero tímidamente, con unos gotones grandes y dispersos, que golpeaban con fuerza las hojas de los árboles y los pétalos de los flores en los canteros. Después con más ahínco, aunque sin llegar al aguacero.
En cuanto fue capaz de percibir la mojadura, Esteban levantó la cabeza y miró en torno. La gente se había ido, como siempre se va del Bajo cuando anochece. Dejó de llorar. Se restregó con las mangas los ojos enrojecidos.
No tenía la menor idea de adónde ir. Entendió, apesadumbrado, que la vida le arrancaba de nuevo de cero, y que iba a tener que coleccionar un sinnúmero de cosas y de gentes como para ocupar el agujero descomunal que acababa de abrírsele en el lugar donde había estado ella.
Caminó de espaldas a la avenida, hacia el lado del río. A los pocos pasos se detuvo, se asustó, y casi se enojó consigo mismo, cuando por encima del rumor de la lluvia y de los autos creyó escuchar un grito que traía su nombre. Era posible, por supuesto, que estuviesen llamando a otro Esteban.
Era posible que aunque la voz fuese de mujer, y aunque se pareciese terriblemente a la voz de Agustina, la nostalgia y la desesperación le estuviesen haciendo pasar un mal rato. Era posible que el sonido rumoroso sobre las piedras anaranjadas del caminito fuera otra cosa que los zapatos de taco de ella tragándose la distancia que los separaba.
Era posible que estuviese alucinando, y que no valiese la pena volverse para verla a ella indiscutible y real y tangible, a ella corriendo por la plaza gritando su nombre, a ella despedazando el futuro escrito en letras definitivas, a ella también empapada del agua de otro banco de otra plaza, a ella saltándole al cuello en un abrazo risueño y bañado de su propio llanto, a ella incinerándolo para siempre en el fuego de sus labios contra los suyos, a ella abrigándolo en sus primeras palabras de amor, susurradas trémulas contra su oído.

Cuento de Eduardo Sacheri extraído del libro «Te conozco, Mendizábal y otros cuentos», publicado por Galerna.