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viernes, 8 de junio de 2018

NUESTROS GATOS


Se han escrito suficientes páginas sobre los gatos, en mi opinión. Creo, sin embargo, que los siguientes párrafos llevarán algún alivio a muchos poseedores de estos pequeños felinos hogareños.
Me he tomado, en las líneas precedentes, un par de licencias, en nombre de la claridad. Pero nadie posee un gato. Es más bien al revés.
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Nótese, luego, que me he ahorrado el insolente adjetivo de doméstico, porque, fuera de cierta conducta cívica que los dispensa de caer en la categoría de ferales, es imposible domesticarlos del todo. Reside allí parte de su magia. Si uno mira de cerca la sombra de un gato al sol, acaso pueda vislumbrar algo de selva, de sabana, de bosque.
A propósito, son hogareños, pero no se adecúan a nuestra morada. Todo lo contrario. Los muebles de maderas algo menos duras que el roble o el anchico quedarán pronto arañados calamitosamente, como hacen sus primos mayores con los árboles, para marcar territorio. Por una política idéntica, los pequeños felinos rubricarán con particular empeño nuestro sofá favorito. Porque si es nuestro, es de ellos. A lo sumo, consienten en prestárnoslo.
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A los que amamos los gatos estos contratiempos (y otros, que me abstendré de enumerar) no son sino el pequeño costo que debemos pagar por su compañía sensual y silenciosa, por sus miradas magnéticas, y por asistir a un hecho prodigioso: parecen perfectos. Miren un gato, un barcino cualquiera, cruza de siglos y de océanos; mírenlo, y verán que no existe forma alguna de mejorarlo.
Sabemos también que se los calumnia de muchas maneras. No responderé tales falsías. Ningún gato ha solicitado jamás un abogado.
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Constituye un arte convivir con estas criaturas que, de tan individualistas, se terminan pareciendo demasiado a nosotros. El mayor desafío es que no obedecen. Punto. Ignoran con desdén olímpico cualquier forma de coerción. Se diría que hasta nos toman el pelo o que en cualquier momento se echarán a reír de nuestra ingenua y un poco vulgar pretensión de que un gato, que fue deidad en Egipto y socio satánico en la Edad Media, se digne a obedecer.
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Pero no está todo perdido. Es verdad, los gatos no se subordinan. Simplemente, no está en su ADN. Adoran los premios, pero no se dejan sobornar. Entienden muchas palabras, pero pocas les importan.
La buena noticia es que detectan patrones de comportamiento con la agudeza de los detectives legendarios. Una casi imperceptible alteración en las rutinas cotidianas, y ya saben que te vas de viaje o que están por llevarlos al veterinario. Por lo tanto, los gatos se pueden programar. Algunos preferirán la palabra persuadir. Es lo de menos. Vamos a la receta y su ingrediente secreto.
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Supongo que hay cierta variación individual, pero, en promedio, se necesitan diez días para que un minino acepte un nuevo estado de cosas. Tratará de entrar en el dormitorio hasta triturar la paciencia más inexpugnable. No hay que ceder. Pueden tomarme la palabra. Más o menos diez días después, esa habitación quedará excluida de su prolijo mapa predatorio. Todavía más interesante, perderá todo interés y se buscará otro lugar para dormir. Nadie le gana a un gato en altivez.
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¿Quiere comer a deshoras o tomar agua exclusivamente de la canilla? ¿Importuna cuando nos sentamos a almorzar o se interpone entre nosotros y la notebook? Su persistencia -lo sabemos bien- parece inquebrantable. Pero no lo es. Se requieren, es cierto, una gran voluntad y unos nervios de acero para tolerar diez días de maullidos quejumbrosos y berrinches a granel. Pero, pasado ese plazo, algo cambia en su mente insondable de cazador, y se adapta a la nueva situación.
No deben, sin embargo, esperarse milagros. Si tiene una manía o una afición (el atún, el queso blanco o considerarnos muebles de sangre caliente, como escribió, genial, Jacquelyn Mitchard), no habrá modo de disciplinarlos. Y en eso también se parecen mucho a nosotros.

A. T.

jueves, 23 de noviembre de 2017

HABÍA UNA VEZ....MIAUS Y GUAUS


Durante muchos años viví solo. Pero al llegar a casa me recibían siempre el desperezarse de varios gatos sinuosos y los ladridos eufóricos de mis fieles canes, todos ellos rescatados.
Los felinos me observaban de lejos, como amonestándome, mientras que los perros, cuando salía a la galería del viejo patio a saludarlos, saltaban intentando alcanzar mi cara con sus lengüetazos. Creemos que quieren darnos besos, pero no. Eso mismo hacen los lobeznos cuando la hembra regresa a la madriguera con una presa en la boca. Ese cariño desbordante es en realidad un milenario atavismo alimentario. Y es también cariño, pero de una clase que quizás, con nuestras conciencias tapizadas de símbolos, nunca entenderemos cabalmente.
Sé con certeza que los perros sienten emociones. En mi adolescencia adoptamos un pequinés que durante años había sufrido la agria soledad del perro que vive atado a un árbol. Su apego a las personas era proporcional a aquel aislamiento y, cuando volvíamos de vacaciones, se ponía tan contento que no le alcanzaba con saltar, ladrar y dar vueltas sobre sí. No. Lo primero que hacía era desmayarse.
Presa de una emoción abrumadora, caía patas para arriba, tieso y exánime, durante unos segundos, hasta que volvía en sí y, como si nada hubiera ocurrido, se ponía a saltar y ladrar de alegría.
Los gatos se expresan en otro idioma. Indiferentes a jerarquías y jefaturas, no vendrán cuando los llamemos, sino que se deslizarán como una brisa de vibrisas por nuestras piernas o nuestra cara, mientras intentamos leer o ver una película. Es, como el lengüetazo perruno, una forma de afecto, pero un afecto salvaje e indescifrable. Al refregarse nos marcan con sus feromonas y reclaman su potestad sobre nosotros. Así funciona con los gatos. Ellos nos adoptan, no al revés.
En nuestro incorregible egocentrismo, tendemos a la prosopopeya. 

Durante años sospeché que al irme a trabajar, mis perros y gatos pasarían horas aguardándome, expectantes, gimiendo apesadumbrados. Pero algo en esa escena no cerraba.
Perros y gatos, aunque de modos diferentes, son afilados detectores de patrones de comportamiento. Es una adaptación evolutiva. Si podés anticipar la conducta de tus presas, te resultará mucho más fácil capturarlas. Es la razón por la que todo gato sabe de antemano, incluso antes de que bajemos la valija grande del desván, que en breve saldremos de viaje. Un sinnúmero de pequeñas rutinas se alteran en los días previos y ellos lo advierten.
Se necesitan diez días para reprogramar un gato. Casi nunca tenemos tanta paciencia y el tenaz cuadrúpedo parece salirse siempre con la suya. Pero si insistimos en algo durante unos diez días -por ejemplo, en no dejarlo entrar al dormitorio-, dejará de gimotear y arañar la puerta.


En todo caso, ¿tenía sentido que, como temía, mis mascotas lloraran como si nunca fuera a volver? Estaba seguro de que hacía años que habían registrado mis rutinas de lunes a viernes. Bueno, todas ellas.
Para salir de dudas, puse un par de webcams y me fui a trabajar. Mientras me alejaba con el auto, seguí sus comportamientos por el celular. Dieron vueltas durante cinco minutos y luego se echaron a dormir. Todo el día. Los gatos ni siquiera me habían concedido una despedida; ya estaban dormidos desde antes. Al sol.
De nuevo, había proyectado mi humanidad sobre mis amigos peludos y eso me había impedido darme cuenta de una obviedad: el único que se quedaba solo al salir de casa cada mañana, aislado de la manada, era yo. Puntos de vista; ellos también los tienen.
El filósofo inglés Jeremy Bentham, pionero de la defensa de los derechos de los animales, escribió: "La pregunta no es ¿pueden razonar? ni ¿pueden hablar? La pregunta es ¿pueden sufrir?". Sí, claro que pueden, pero a menudo sus padecimientos tienen razones que la razón no entiende.

A. T.

martes, 29 de agosto de 2017

CONMIGO NO; SOY GATO



¿Qué más decir, si tanto maestro escribió sobre ellos (por no hablar de la dupla más fotogénica: el escritor y su minino)? ¿Qué aportar sobre sus gestos, posturas y mañas, cuando Internet es un hervidero de imágenes y videos de gatos? Para qué seguir hablando de esos eternos señores de la casa, me digo, mientras mi gata, indudable emperatriz de departamento, se acomoda sobre la página del diario que estoy leyendo. Así ocurre y así se repite una y otra vez: vuelvo a caer -¿boba de mí?- bajo su displicente hechizo.
Llegó a nosotros como suelen llegar las mascotas a las familias. Un niño pequeño y padres en conciliábulo: qué hacer, si quiere llevarse a casa cada animalito que se le cruza en la calle; un perro, imposible; un gato, podría verse...
La encontramos gracias a las buenas artes de una colega especialista en estas cuestiones. Para mi hijo, bautizarla no representó ningún problema: "Se llama Linda", dijo, con la certeza de quien señala lo evidente. Y así pasó a llamarse nomás.



Todavía era muy chiquita y adaptarse no le fue fácil. Se la pasaba buscando rincones más o menos ocultos donde esconderse, y yo temía que los movimientos bruscos del niño de cinco años que no paraba de buscarla la terminaran de aterrorizar. Como suele ocurrir con tantas cosas, la clave estuvo en tomarse un tiempo.
Un día en que estábamos solas las dos me acerqué con cuidado al recoveco oscuro donde se había metido. Suavemente, casi con timidez, impulsé una pelotita hacia allí. Uno, dos, tres segundos. Del cono de sombra emergió la pelotita, esta vez en dirección a mí. Bingo.



Estuvimos un rato así, a distancia prudencial, pelota va, pelota viene. Hasta que, de a poco, Linda fue haciéndose ver. Aproveché y le ofrecí alimento. Se acercó, olfateó, comió de mi mano. Era el comienzo de una hermosa amistad.
Hoy por hoy, y en especial en el vínculo con mi hijo, Linda es lo más parecido a un perro que un gato podría llegar a ser. Juega, salta, lo persigue, a veces se deja perseguir. Pero es gata. Y se ocupa de que todos lo recordemos.
Porque finalmente es eso, el resto de selva que persiste en su mirada, lo que los vuelve -a ella y a todos los de su especie- irresistibles.
Por estos días la miro y pienso en las noticias que en las últimas semanas sacudieron los principales sitios del mundo: la sexta extinción masiva ya habría comenzado, y a los seres humanos nos estaría tocando el triste papel de aquel célebre asteroide que terminó con los dinosaurios. La frenética expansión sobre el planeta, la voracidad consumista, la contaminación y el cambio climático estarían poniendo contra las cuerdas -esta vez, definitivamente- la diversidad biológica del planeta. Nada estrictamente nuevo, salvo en la velocidad con que estarían comenzando a producirse los hechos.


Las admoniciones son de todo tipo. Las hay éticas (¿realmente queremos cargar con la responsabilidad de arrasar con buena parte de la vida del único planeta habitado a la vista?); las hay pragmáticas (difícil que semejante hecatombe no tenga impacto en la existencia humana). Pero Linda ronronea y, más que en advertencias, pienso en la tristeza y la aridez de un mundo donde todos sus habitantes, gloriosos y patéticos conquistadores del resto, fueran más o menos iguales a sí mismos. El horror -o la somnolencia- de un planeta completamente domesticado. Qué será de nosotros el día en que, más allá de las ciudades, lejos de rutas, teclados y bien habido confort, no lata el misterio de lo atávico, eso que se sabe abismalmente diferente y que por esa razón se teme, se respeta, se mantiene a raya de ser necesario. Pero nunca se aniquila.

En semejante mundo reluciría, y con qué fuerza, la ferocidad secreta, ese modo inabordable que tienen los gatos de decirnos que con ellos no, que ni lo soñemos: con ellos no pudimos ni vamos a poder.

D. F. I.