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domingo, 13 de septiembre de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


Para qué necesito un rey

Arturo Pérez-Reverte
Hace tiempo que se levantó la veda, y con motivo. El rey Juan Carlos I, que pilotó la Transición y frustró el golpe de Estado que pretendía liquidarla, a quien debemos un reconocimiento político indudable, se había ido hundiendo en un cenagal paralelo de impunidad y poca vergüenza, de trinque oculto y bragueta abierta, hasta el punto de acabar convirtiéndose en principal amenaza contra su propio legado. Para quienes pretenden liquidar la monarquía, el personaje lo estaba poniendo fácil, pues los sueños húmedos de no pocos protagonistas de la actual política acarician la imagen de un monarca compareciente, no ante un juez, sino ante un parlamento, con ellos en la tribuna y señalando con el dedo. Ejerciendo de acusadores públicos en plan Fouquier-Tinville con una guillotina simbólica al fondo, mientras sus papás y familiares los ven en directo por la tele y comentan: «Hay que ver lo alto que ha llegado mi Manolín, o mi Conchita, que le ponen la cara colorada a todo un rey».
Si he de ser sincero, dudo que la joven Leonor llegue a reinar algún día. Queda feo decirlo, pero es lo que pienso. Supongo que habré dejado de fumar para entonces, así que tampoco me afecta gran cosa. Pero el presente sí me afecta. Vivo en España y espero seguir haciéndolo unos años más; por eso necesito que éste sea un lugar habitable. No digo perfecto, sino habitable. Pero cuando oigo la radio o pongo la tele y escucho a la infame chusma que desde el Gobierno o la oposición maneja los resortes de mi vida, no me gusta lo que hay, ni lo que viene. Hay muchas cosas que ignoro; pero durante un tercio de mi vida viví en lugares peligrosos, y me precio de reconocer a un hijo de puta en cuanto lo veo.
Al rey Juan Carlos I además de matar animales también le gustaban las  “coi-misiones”: Tribunal Supremo de España abre investigación | Infogate
Cuando me preguntan si soy monárquico o republicano suelo responder que lo que a mí me pone es una república romana con sus Cincinatos, sus Escipiones y sus Gracos, que tenía un nivel; o en su defecto, una república como la francesa, resultado de la que en 1789 cambió el mundo, hizo iguales a los ciudadanos, abolió privilegios gremiales, provinciales y de clase, e hizo posible que la bandera francesa ondee hoy en todas las escuelas y que, después de un atentado terrorista, en los estadios de fútbol se cante La Marsellesa. Soy republicano, en fin, de la rama dura, jacobina cuando haga falta: ciudadanos libres, pero leña al mono cuando ponen en peligro la libertad. Y lo de monarquías hereditarias, pues como que no. Cuando pienso en Fernando VII, Isabel II o Alfonso XIII, se me quitan las ganas. Pero estamos hablando de España, de ahora mismo. Y eso ya es otra cosa.
A ver si consigo explicarme. Una república necesita un presidente culto, sabio, respetado por todos. Un árbitro supremo cuya serenidad y talante lo sitúen por encima de luchas políticas, intereses y mezquindades humanas. Pero díganme ustedes un político, hombre o mujer, que en España encaje en esa descripción. Es más, ¿imaginan a ese árbitro supremo, esa autoridad absoluta, encarnados en Pedro Sánchez? ¿En Pablo Iglesias y su república plurinacional de la señorita Pepis? ¿En Mariano Rajoy y su obtusa y pasiva estupidez? ¿En ese payaso irresponsable y transatlántico llamado Rodríguez Zapatero, que desenterró una nueva guerra civil? ¿En la ridícula y embustera arrogancia de Aznar? ¿En un Felipe González al que ahora no se le cae de la boca la palabra España que mientras estuvo en el poder evitó siempre pronunciar? ¿En Rufián? ¿En Torra? ¿En Casado? ¿En Abascal? ¿En Irene Montero?
Juan Carlos I deja España: así lo hemos contado
No sé ustedes; pero yo, que me hago viejo, necesito alguien por encima de todo eso. Un cemento común, mecanismo unitario que mantenga el concierto de tierras y gentes tan complejas y peligrosas que llamamos España. Sobre todo, porque los ataques actuales a la monarquía no responden a una reflexión intelectual de pensadores serios, sino al viejo afán centrífugo de demoler un Estado a cambio de golferías particulares, chanchullos locales, demagogias idiotas y argumentos de asamblea de facultad. ¿Imaginan una Constitución redactada por Echenique, Otegui o Puigdemont?. Pendiente de liberarse de la nefasta sombra de su padre, Felipe VI es un hombre sereno y formado, irreprochable hasta hoy, mucho más Grecia que Borbón. Estoy convencido de que es una buena persona y un sujeto honrado, y nada hay hasta ahora que me induzca a pensar lo contrario. Creo que es un buen tío, como solemos decir; y nadie que haya cambiado con él dos palabras afirmará lo contrario. Ama a España y cree de verdad ser útil para preservarla en tiempos de tormenta. Hace lo que puede y lo que le dejan hacer. Y en mi opinión es el único dique que nos queda frente al disparate y el putiferio en que puede convertirse esto si nos descuidamos un poco más. Se lo dije una vez: es usted un asunto de simple utilidad pública, señor. Que no es poco, tratándose de España. La delgada línea roja. Dije eso y sonrió como suele hacerlo, bondadoso y prudente. Y todavía lo quise más por esa sonrisa.

lunes, 7 de septiembre de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


Los últimos testigos

Arturo Pérez-Reverte
Me telefonea un amigo, conversamos y dice que hace una semana murió su madre. No era, me cuenta, ni muy mayor ni demasiado joven, en esa edad en la que la vida nos sitúa ya en la franja de lo posible y lo probable. Charlamos un rato sobre eso, y al colgar el teléfono me quedo pensando en que hace sólo unos días otro querido amigo, al que conozco desde que íbamos juntos al colegio, me habló de lo mismo: también la suya acababa de morir; en este caso, felizmente centenaria. Recuerdo ahora las conversaciones y pienso en la mía, que tiene 96 años y hace tiempo se apaga como un pajarito cansado, lenta y dulcemente. Vive lejos de mí, en otra ciudad, muy bien atendida por mis hermanas. Tuvo una infancia perturbada por viajes turbulentos y por la guerra, pero después encontró el amor, la paz y la felicidad, y creo que ha tenido una vida afortunada, envidiable. Morirá pronto, supongo, de muerte natural: esa bella expresión que hemos desterrado del vocabulario, 'muerte natural', porque la estupidez creciente en que vivimos se empeña ahora en negar toda naturalidad a un hecho tan lógico, sencillo e inevitable como es la muerte.
Fui a visitar hace poco a mi madre y comprobé que la vida es generosa con ella hasta el final. Se extingue despacio y sin dolor, y la memoria también se le adormece entre las brumas del último ensueño. No reconoció al sexagenario de barba cana que sentado a su lado le apretaba una mano. Lo miraba con atención y sonreía dulcemente al escuchar sus palabras. A veces, un nombre, un lugar, una referencia, la palabra 'mamá', le hacían abrir un poco más los ojos y asentir, como si un filo de mi pasado penetrase en los restos de su memoria. Es duro para un hijo que su madre no lo reconozca, y de eso hablé con mi amigo de la infancia al telefonearnos el otro día. Cuando los padres olvidan o mueren, con ellos se borra parte de nosotros; incluso situaciones, escenas, momentos que tal vez desconocemos. Un padre, y sobre todo, una madre, poseen recuerdos que sólo ellos tienen, como un álbum de imágenes que guardan en el disco duro que les borrará la muerte: nosotros en la cuna, nuestras primeras palabras, pasos, miedos y pesadillas; nuestras primeras ilusiones o decepciones. Ellos fueron testigos únicos de aspectos de nuestra vida que tal vez nunca nos contaron. Los conservan en su recuerdo, el único lugar posible; y al morir se los llevan, perdiéndose en la nada. Con su muerte empezamos a morir nosotros; a desaparecer lentamente del mundo por el que anduvimos, como una vieja foto que pierda los contornos. A ser más lo que somos y un día no seremos, y a ser menos lo que antaño fuimos.
No solemos darnos cuenta. Sin embargo, a cada momento, alrededor, en nuestra propia familia, desaparecen testigos de nuestro mundo, el propio; y también de los mundos que no llegamos a conocer, pero de los que ellos fueron testigos. Medio siglo, un siglo de vida se esfuma llevándose con ellos el siglo anterior, el recuerdo de los padres y los abuelos que, a fin de cuentas, también es nuestro patrimonio y nuestra memoria. Dejarlos marchar sin extraerles la información es como vaciar un desván sin estudiar los objetos, no siempre viejos e inútiles, que en él se amontonan. Y no se trata de un gesto sentimental o romántico, sino de algo práctico; incluso necesario. Permitir que los últimos testigos se apaguen en silencio, dejarlos enmudecer para siempre sin sacarles antes todo el material posible para que sus recuerdos sobre el mundo en general, y sobre nosotros mismos en particular, se salven y permanezcan de algún modo es dejar morir también lo que nos explica, lo que nos narra. Lo que nos hizo y hasta aquí nos trajo. Y especialmente en tiempos confusos como éstos, resulta más peligroso que nunca resignarse a esa clase de orfandad. Permitir que un ser querido se vaya sin legarnos el tesoro de su memoria es ser doblemente huérfanos. Perderlo a él con una buena parte de nosotros mismos. Quedarnos más desorientados y más solos.
Inténtenlo, porque vale la pena. O eso creo. Ahora que aún es posible, siéntense junto a ellos y háganlos hablar, si pueden. Tengan la inteligencia, la astucia si es preciso, de que el nieto, el adolescente, la jovencita a quienes nada parece importar, se interesen por esa memoria familiar que pronto va a desvanecerse como humo en la brisa. Porque un día, tengo certeza de eso, ellos se alegrarán de haber escuchado. De conocer de dónde vienen y quiénes los hicieron posibles. De saber que los testigos de su memoria no pasaron sin dejar huella por este lugar extraño, triste, bello, peligroso, fascinante, al que llamamos vida.

martes, 1 de septiembre de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


No vimos bastantes muertos
ARTURO PÉREZ-REVERTE /
Patente de corso

Una de las lecciones que aprendí en los veintiún años que pasé pateando la geografía de las catástrofes, es que donde no hay foto, donde no hay imagen que mostrar, no hay reacción. Si no enseñas, no conmueves; y además, la gente cree que el drama no va con ella, o que ocurre demasiado lejos como para preocuparse, o que eludir la realidad la pone a salvo. Sobre eso y otras cosas relacionadas escribí hace tiempo una novela titulada El pintor de batallas, quizá la más personal y descarnada de cuantas he escrito en estos treinta años, pues tiene poco de ficción y mucho de realidad. Recuerdos, remordimientos y fantasmas personales.
Ocurrió muchas veces cuando era reportero: la lucha diaria, crónica a crónica, telediario a telediario, entre los que estábamos allí, donde fuera, queriendo mostrar el horror para sacudir conciencias y provocar reacciones, y la censura de ciertos jefes empeñados en que no fuésemos demasiado explícitos en lo que mostrábamos. Sangre, pero no demasiada. Muertos, pero pocos y de lejos. No hiramos sensibilidades, decían. No seamos morbosos, etcétera. No le estropeemos la negociación a Javier Solana, el pacificador de Europa, porque hoy le toca besarse en la boca con Radovan Karadžić. Y aquellas maneras de hace tres o cuatro décadas condujeron a hoy, cuando sale un presentador o presentadora de telediario con cara muy seria, dice gravemente «les advertimos de que van a ver imágenes muy duras», y acto seguido, en una información sobre el zambombazo de Beirut, te enseñan una manchita de sangre en el suelo, una señora llorando y un par de féretros a lo lejos. Los muy imbéciles.
Ha vuelto a ocurrir, y seguirá ocurriendo. Durante los meses de pandemia que llevamos en el currículum, el horror ha galopado a lo largo y ancho del mundo, España incluida, y supongo que seguirá haciéndolo durante un tiempo más –el día que me alcance a mí se darán cuenta, porque escribiré en Twitter Váyanse todos a la mierda–. Sin embargo, las imágenes cercanas de ese horror nos han sido cuidadosamente ahorradas por las autoridades encargadas de que durmamos bien por las noches, no nos angustiemos demasiado, no nos turben imágenes demasiado duras en los periódicos ni los telediarios, hasta el punto de que una fotografía de prensa que mostraba ataúdes fue muy criticada en las redes sociales, por desconsiderada y morbosa. Y eso ya no fue el gobierno, sino el público soberano. O sea, que no es sólo que el presidente Sánchez, el ministro de Sanidad y su fiable portavoz Simón nos hayan estado vendiendo por dosis una normalidad y una seguridad que no eran tales, sino que tenían mucha razón al hacerlo, pues lo que la peña deseaba oír era precisamente eso. Que todo estaba bajo control y que era cosa de cuatro días.
Todo lo demás se quedó fuera: fotos que no hemos visto de los ancianos que morían solos en residencias, dolor de familias enterrando a familiares de los que no podían despedirse, rostros enfermos y agonizantes, lágrimas de esa vecina mía que en dos semanas perdió a su marido, a sus padres y se vio ella misma con su hija en un hospital. Los cuerpos amontonados en las morgues, la desesperación, la angustia, la muerte de cerca y en directo. Los resultados de la vida, en fin, cuando la naturaleza, que no tiene sentimientos, se muestra despiadada y mortal. Todo eso nos lo han escamoteado, ocultado a petición propia; y en su lugar hemos tenido a docenas de políticos contándonos su puta vida en lugar de la verdad, empresarios perjudicados, médicos y enfermeras ensalzados como héroes pero al mismo tiempo amordazados para que no gritasen su horror y desesperación, viudas y huérfanos filmados de lejos para que las lágrimas no salpicasen la lente de la cámara ni se oyeran sus gritos de dolor o cólera. Hemos aplicado a todo eso los filtros sociales de rigor, con el resultado de que cientos de miles de personas han creído que esto era un pequeño inconveniente que les ocurría a otros, pasajero y relativo. Hemos olvidado, sobre todo, que el ser humano es un animal tan estúpido que ni mostrándole de cerca el horror, ni restregándole la cara por la sangre, es capaz de sentirse personalmente afectado. Hasta que le toca a él, claro. Hasta que llaman a la puerta y aparece el cobrador del frac y uno pone cara de gilipollas mientras su mundo, sus seres queridos, su vida entera, se van a tomar por saco.
No nos han enseñado suficientes muertos. Por eso todos estos meses de tragedia y dolor no han servido para un carajo. Y aquí estamos. Acabando agosto puestos de coronavirus hasta las trancas. Protestando porque no nos dejan bailar en las discotecas.

lunes, 24 de agosto de 2020

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Un barco no es una democracia

Arturo Pérez-Reverte
Estoy leyendo por incontable vez en mi vida Tifón, que estimo la novela más conradiana de cuantas escribió Joseph Conrad, mientras espero con ansiedad ese momento cumbre, la culminación del relato que llega cuando, poco antes del final y refiriéndose al personaje del capitán Mac Whirr, el autor escribe: El huracán que hace enloquecer las olas, que hace naufragar los barcos y arranca los árboles, que derriba murallas y precipita a los pájaros contra el suelo, ese huracán había encontrado en el camino a este hombre taciturno, y su mayor esfuerzo no consiguió arrancarle más que unas pocas palabras. Estoy leyendo eso y no puedo evitar que se vaya mi cabeza al mar y al novelista que me enseñó a amarlo todavía un poco más.
Tifón, de Joseph Conrad - La piedra de Sísifo
 Y pienso en los Mac Whirr que conocí en mi vida, que fueron unos cuantos. Y entre ellos, por supuesto, lo recuerdo a él. Lo mencioné de refilón en La carta esférica, pero nunca hablé de él aquí, me parece. Así que voy a hacerlo hoy.
No era taciturno en absoluto, sino todo lo contrario: expansivo, jovial, arrollador. Una especie de vikingo grande, pecoso, con el pelo casi rojizo, fuerte y vital. No diré su nombre, pues era un individuo complejo y extraordinario, lo mismo cuando estaba al mando de un buque que cuando pisaba tierra. Labró la infelicidad de una esposa y una hija y acabó su vida de modo prematuro tras arrastrar un escándalo social que lo persiguió hasta el final. El cáncer le impidió terminar como una vez le oí decir que deseaba hacerlo: "Navegando por un mar gris, bajo un cielo gris, fumando una pipa gris".
Era uno de los mejores amigos de mi padre. Habían navegado juntos en petroleros a Oriente Medio y al Golfo Pérsico. Mi padre era todo lo contrario: serio, silencioso, prudente. Hacían una extraña pareja cuando estaban juntos, el marino arrollador en tierra y el técnico educado, elegante y frío que jugaba al ajedrez. Sé que el carácter expansivo y bronco de ese amigo desagradaba a mi padre; pero aquel hombre había salvado de ahogarse a una de sus hijas, mi hermana Marili, un día que la arrastró el mar, y el agradecimiento y la lealtad que por eso le profesaba no tenían límites. Estaba en casa leyendo y de pronto se abría la puerta con estrépito: "Ah del barco, Cala, acabo de desembarcar, hazme una ensalada con mucho verde, que llevo un mes comiendo congelados". Y a mi padre: "Luego, Pepín, nos vamos a tomar café a Benidorm". Y mi padre cerraba el libro, resignado, y después de que mi madre hiciera la ensalada, cogía el coche y hacía ciento cincuenta kilómetros para tomar café donde hiciera falta. Eran los años 60, y en esa época le oí decir al capitán una frase que retuve toda mi vida, porque es una de las mayores verdades que escuché jamás. Algo que hoy suena mal en tierra, pero que todo marino comprende y comparte: "Un barco no es una democracia".
Esa frase resumía bien muchas cosas y lo resumía a él. Era de la vieja escuela; de los que, como mi tío Antonio y otros capitanes amigos de mi padre, hicieron el aprendizaje náutico trepando a los palos de barcos de vela. Y era, sobre todo, un magnífico marino. En tierra firme podía llegar a ser insoportable, pero en el puente de un barco sabía enfrentarse, como pocos, a los diablos cuando bailan sobre las olas. Ejercía el mando de sus buques con ese concepto hoy arcaico del poder absoluto a bordo, comprensible cuando no existían los teléfonos móviles y un capitán era responsable de las vidas, el barco y la carga. E hizo cosas espléndidas: en una ocasión salvó su petrolero sin ayuda de nadie, ahorrando remolcadores a la empresa, tras un abordaje entre la niebla del canal de La Mancha. En otra, logró entrar en un puerto ruso con una impecable maniobra entre un espantoso temporal de nieve, con el hielo reventando las válvulas y la tripulación de un crucero soviético aplaudiendo en la borda al amarrar junto a ellos.
William Bligh - Wikipedia, la enciclopedia libre
Siempre imaginé al capitán Bligh de El motín de la Bounty con su voz y su aspecto. Era un marino de los pies a la cabeza, para lo bueno y lo malo: tozudo, autoritario y eficaz.
Descargar] El motín de la «Bounty» / Los amotinados de la «Bounty ...
 Un capitán de aquella vieja escuela que los nuevos tiempos condenaban sin remedio. "A bordo -afirmaba-, un capitán es el amo después de Dios; y a veces, cuando Dios queda demasiado lejos, simplemente el amo". Pero su frase más famosa no se la dijo a mi padre, sino al tribunal de capitanes de marina que lo juzgó por arrojar del puente a cubierta, por una escala, a un tripulante que le había discutido una orden en pleno temporal, rompiéndole al pobre hombre una pierna: "Pues que no se queje, porque ha tenido suerte. Hace un siglo lo habría colgado del palo mayor". Lo absolvieron. Eran sus iguales y eran otros tiempos, como digo. Otros capitanes y otros mares.

viernes, 14 de agosto de 2020

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‘Élite, naturalmente’
ARTURO PÉREZ-REVERTE

Las redes sociales son un lugar interesante, incluso educativo, si no las tomas demasiado en serio. Si eres capaz de entrar y salir con naturalidad, hacer incursiones rápidas y largarte sin estar mucho tiempo dentro. Es la permanencia la que pudre las cosas. Por lo demás, no encuentro mejor escaparate para acercarse fácilmente, con un par de teclazos –yo sólo lo hago a través de un ordenador–, a la no siempre simpática condición humana. A menudo, como digo, se aprende algo. Y obtienes nuevos enfoques de las cosas. Me ocurrió el otro día, tras la publicación de un artículo en defensa de la utilidad del Griego y el Latín en la enseñanza de los tiempos actuales, precisamente a causa de lo actuales que son los tiempos. Y algunas reacciones de lectores –pocas, pero algunas– me dejaron pensando. Y éstas podrían resumirse en breves palabras: usted defiende a las élites culturales. La existencia de una aristocracia humanista escolar.
Me quedé pensando, como digo –prueba de que Twitter y Facebook también hacen pensar–, y después de hacerlo concluí que sí. Que la defiendo. No, como parecen creer algunos simples, una élite de privilegiados que por familia, dinero, medios e incluso inteligencia puedan permitirse entrar en determinado club; pero sí el derecho de cualquiera, si es su interés o vocación, o deseo de los padres que su formación vigilan, a ser dotado de las herramientas culturales que podrían mejorarlo como ser humano. A que su educación no sea, como está siendo y cada vez más va a ser, un divorcio irreparable entre ciencias y letras, sino una fértil combinación de ambas. Creo que para interpretar el mundo y la vida en sus grandezas y desastres, las humanidades siguen siendo imprescindibles; y que buena parte de los males que nos aquejan, y eso incluye a la gentuza analfabeta que desde hace mucho tiempo detenta los mecanismos del poder en España y en el antes llamado Occidente, se explican por su creciente ausencia.
En cuanto a élites, permítanme contarles algo. Durante tres años de vida escolar pertenecí a una élite –tranquilícense, no fue por dinero ni privilegios–, y a eso debo una de las mayores felicidades de mi juventud; hasta el punto de que, aunque no puedo quejarme de la vida que he llevado, no me importaría en absoluto estar todavía allí, en el aula de Letras del Instituto Isaac Peral de Cartagena donde hice Quinto, Sexto y Preu después de que me expulsaran de los Maristas por calentar a un profesor que tenía la mano larga. Aquellos tres cursos finales de Bachillerato los hicimos once alumnos que habíamos elegido estudiar Griego, Latín, Literatura, Historia, Arte y Filosofía: un grupo de jovencitos inquietos, de esos que, decía Julio César, duermen mal, unidos por el ansia de estudiar humanidades; y para quienes tan importantes eran Homero, Platón, Virgilio y Dante como Newton o Darwin. Aquellos muchachos se sabían distintos, o deseaban serlo. Eso les daba orgullo de casta, reforzaba su decisión y su esfuerzo, conscientes todos de que en el mundo al que se dirigían iban a tenerlo más difícil que otros; pero también poseerían armas defensivas y ofensivas de las que otros sin su formación carecerían.
Todavía sonrío agradecido al recordar. En aquel grupo de élite conocí a algunas de las cabezas más brillantes que traté en mi vida: de origen humilde unos, más acomodado otros, eran todos chicos inteligentes, críticos, sabiamente cínicos, lo bastante lúcidos para intuir –y adiestrarse bien para ello– que los éxitos no son sino fracasos fallidos. Y por fortuna, porque hay geometrías formidables, esos once muchachos coincidimos con un grupo de jóvenes profesores de ambos sexos, apasionados de su profesión, que encontraron en tales alumnos a unos ávidos receptores de lo que con tanta excelencia ellos dominaban. Y me atrevo a decir que fueron tan felices como nosotros, pues no tuvimos sólo tres años de clases escolares, sino de conversaciones y debates, libros recomendados, reuniones en bares hasta las tantas, viajes al corazón de la antigüedad clásica, muchas copas, cigarrillos e incluso flirteos inocentes –casi inocentes– con alguna profesora de Griego o de Historia del Arte, que además eran muy guapas. Y de ese modo, esos magníficos profesores convertidos en amigos –Gloria, Amparo Ibáñez, Antonio Gil, Juan Ros– educaron con esmero a los once chicos para que hicieran suya aquella formidable cita del Retrato de Kant de Boleslaw Micinski: «Familiarízate con los secretos de las preposiciones temporales (ubi, ut, ubi primum, ut primum, simul, simulque, dum quod, antequam, priusquam, cum…) y, sobre todo, aprende la estructura de las oraciones condicionales para que no quepan en ellas el engaño, el chantaje y la mentira».
Élite, naturalmente. Y a mucha honra.

martes, 11 de agosto de 2020

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Más latín y menos imbéciles

Arturo Pérez-Reverte
En tiempos de Franco, un ministro llamado José Solís -natural de Cabra, en Córdoba- dijo en las Cortes: "Menos latín y más deporte; porque ¿para qué sirve hoy el latín?"; a lo que el catedrático de filosofía Adolfo Muñoz Alonso respondió: "Sirve para que a ustedes, los de Cabra, los llamen egabrenses y no otra cosa". La anécdota es muy conocida; pero está de más actualidad que nunca, con la enésima ofensiva de la gentuza que gobierna o ha gobernado, que esta vez es final y de exterminio contra la enseñanza escolar de las lenguas clásicas. Nada tiene que ver con ideologías de izquierda o derecha, pues todos los gobiernos españoles desde hace sesenta años, sin excepción, han clavado a martillazos la tapa del ataúd con el que de modo tan imbécil se entierran las claves de lo que somos y podríamos ser: la civilización europea con su cultura, sus leyes, sus derechos y su libertad de pensamiento. El código que permite interpretar el mundo en que vivimos.
El último disparate mortal es el anteproyecto de la nueva ley orgánica que modificará la de Educación. Por primera vez desde 1857, desaparece cualquier referencia a las asignaturas de Latín y Griego. La materia de Cultura Clásica, que descafeína y diluye el asunto, sólo se menciona como optativa, pero acompañada de tantas otras como deseen las autoridades -importante, tratándose del multiputiferio educativo español- de las diferentes comunidades autónomas. Lo que, en la práctica, significa que verdes las van a segar. Calculen ustedes si ante el estudio del silbo gomero o la sobrasada mallorquina el Latín o el Griego van a tener alguna posibilidad; y más en esta España secular y gozosamente inculta, en la que hace casi un par de siglos aquel palurdo del artículo de Larra decía que lo dejaran de gramáticas, que le bastaba con la gramática parda.
Las razones de este disparate al que nadie pone límites no es asunto mío relatarlas, y tampoco sirve de nada hacerlo. El hecho actual es que la educación escolar en España, que en conocimiento del mundo clásico y humanidades consiste en textos cada vez más infantilizados que insultan la inteligencia de alumnos y padres, lleva décadas dirigida no por profesores, sino por sociólogos y pedagogos que enseñan a los profesores a enseñar. Y hay pedagogos excelentes, pero también otros que practican un nocivo fanatismo igualitario. Lo que tiene su intríngulis paradójico si consideramos que en la antigüedad griega, de donde procede el término, el pedagogo (paidagogos) era el esclavo encargado de llevar los niños a la escuela y el maestro (magister) quien les enseñaba.
La superstición numérica en que vivimos, que incluye separar las ciencias de las humanidades y enfrentarlas entre sí, es la carcoma que roe las bases culturales de nuestra civilización. Un alumno español puede pasar su vida académica sin saber quiénes son Homero y Virgilio -y tampoco, que ésa es otra, Noé, Judith, Moisés o Jesús-; y lo que es aún más triste, sin que le importe un carajo. Puede ser un fenómeno -palabra de origen griego- en matemáticas sin saber que esa materia se llama así porque viene del griego mathema, que significa conocimiento, como del griego vienen tecnología, física, megas o gigas. Puede ser un fan (del latín fanaticus) de El Señor de los Anillos sin saber que lo del anillo que vuelve invisible y poderoso ya lo contaban Heródoto y Platón. Puede ser un portento (latín, portentus) jugando Fortnite o sabiéndose de memoria Juego de Tronos, ignorando que fue Homero quien fijó las raíces de ese fascinante mundo.
Cualquier joven que se enfrente a la realidad de la vida en sus peores y en sus mejores aspectos, sobre todo cuando llegan tiempos duros, necesita un Newton y un Darwin; pero también un Virgilio, un Sófocles, un Ovidio, un Cervantes que lo protejan. Sin ellos será incapaz de interpretar en su totalidad el paisaje hostil por el que se mueve el ser humano. En ellos encontrará soluciones o, al menos, explicaciones y consuelo. Que no es poco. Si las Humanidades mueren, condenaremos a ese joven a verse más perdido, más indefenso y más solo en los combates que la vida le hará librar. Por eso es tan importante que pese a los políticos ruines y analfabetos, a los padres apáticos, a la sociedad estúpida que los abandona e ignora, los profesores (latín, professor), los maestros, no se rindan en sus particulares y actuales Termópilas. Que los que aún creen en la lucha heroica, aunque ésta sea oscura, incomprendida, sigan dispuestos a morir matando persas, aunque luego la fama se la lleven los 300 hoplitas espartanos, y ellos sólo sean los 700 tespios, los 400 tebanos o los centenares de ilotas que, habiendo podido huir aquel día, decidieron caer con Leónidas, y de los que nadie se acuerda.

martes, 4 de agosto de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


Los últimos testigos
ARTURO PÉREZ-REVERTE /
Patente de corso

Me telefonea un amigo, conversamos y dice que hace una semana murió su madre. No era, me cuenta, ni muy mayor ni demasiado joven, en esa edad en la que la vida nos sitúa ya en la franja de lo posible y lo probable. Charlamos un rato sobre eso, y al colgar el teléfono me quedo pensando en que hace sólo unos días otro querido amigo, al que conozco desde que íbamos juntos al colegio, me habló de lo mismo: también la suya acababa de morir; en este caso, felizmente centenaria. Recuerdo ahora las conversaciones y pienso en la mía, que tiene 96 años y hace tiempo se apaga como un pajarito cansado, lenta y dulcemente. Vive lejos de mí, en otra ciudad, muy bien atendida por mis hermanas. Tuvo una infancia perturbada por viajes turbulentos y por la guerra, pero después encontró el amor, la paz y la felicidad, y creo que ha tenido una vida afortunada, envidiable. Morirá pronto, supongo, de muerte natural: esa bella expresión que hemos desterrado del vocabulario, ‘muerte natural’, porque la estupidez creciente en que vivimos se empeña ahora en negar toda naturalidad a un hecho tan lógico, sencillo e inevitable como es la muerte.
Fui a visitar hace poco a mi madre y comprobé que la vida es generosa con ella hasta el final. Se extingue despacio y sin dolor, y la memoria también se le adormece entre las brumas del último ensueño. No reconoció al sexagenario de barba cana que sentado a su lado le apretaba una mano. Lo miraba con atención y sonreía dulcemente al escuchar sus palabras. A veces, un nombre, un lugar, una referencia, la palabra ‘mamá’, le hacían abrir un poco más los ojos y asentir, como si un filo de mi pasado penetrase en los restos de su memoria. Es duro para un hijo que su madre no lo reconozca, y de eso hablé con mi amigo de la infancia al telefonearnos el otro día. Cuando los padres olvidan o mueren, con ellos se borra parte de nosotros; incluso situaciones, escenas, momentos que tal vez desconocemos. Un padre, y sobre todo, una madre, poseen recuerdos que sólo ellos tienen, como un álbum de imágenes que guardan en el disco duro que les borrará la muerte: nosotros en la cuna, nuestras primeras palabras, pasos, miedos y pesadillas; nuestras primeras ilusiones o decepciones. Ellos fueron testigos únicos de aspectos de nuestra vida que tal vez nunca nos contaron. Los conservan en su recuerdo, el único lugar posible; y al morir se los llevan, perdiéndose en la nada. Con su muerte empezamos a morir nosotros; a desaparecer lentamente del mundo por el que anduvimos, como una vieja foto que pierda los contornos. A ser más lo que somos y un día no seremos, y a ser menos lo que antaño fuimos.
No solemos darnos cuenta. Sin embargo, a cada momento, alrededor, en nuestra propia familia, desaparecen testigos de nuestro mundo, el propio; y también de los mundos que no llegamos a conocer, pero de los que ellos fueron testigos. Medio siglo, un siglo de vida se esfuma llevándose con ellos el siglo anterior, el recuerdo de los padres y los abuelos que, a fin de cuentas, también es nuestro patrimonio y nuestra memoria. Dejarlos marchar sin extraerles la información es como vaciar un desván sin estudiar los objetos, no siempre viejos e inútiles, que en él se amontonan. Y no se trata de un gesto sentimental o romántico, sino de algo práctico; incluso necesario. Permitir que los últimos testigos se apaguen en silencio, dejarlos enmudecer para siempre sin sacarles antes todo el material posible para que sus recuerdos sobre el mundo en general, y sobre nosotros mismos en particular, se salven y permanezcan de algún modo es dejar morir también lo que nos explica, lo que nos narra. Lo que nos hizo y hasta aquí nos trajo. Y especialmente en tiempos confusos como éstos, resulta más peligroso que nunca resignarse a esa clase de orfandad. Permitir que un ser querido se vaya sin legarnos el tesoro de su memoria es ser doblemente huérfanos. Perderlo a él con una buena parte de nosotros mismos. Quedarnos más desorientados y más solos.
Inténtenlo, porque vale la pena. O eso creo. Ahora que aún es posible, siéntense junto a ellos y háganlos hablar, si pueden. Tengan la inteligencia, la astucia si es preciso, de que el nieto, el adolescente, la jovencita a quienes nada parece importar, se interesen por esa memoria familiar que pronto va a desvanecerse como humo en la brisa. Porque un día, tengo certeza de eso, ellos se alegrarán de haber escuchado. De conocer de dónde vienen y quiénes los hicieron posibles. De saber que los testigos de su memoria no pasaron sin dejar huella por este lugar extraño, triste, bello, peligroso, fascinante, al que llamamos vida.

jueves, 30 de julio de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


"...Quedo a la espera de una respuesta"

Arturo Pérez-Reverte
Acabo de recibir una carta que no me resisto a compartir con ustedes. La recibí por correo certificado, lleva membrete oficial y es la siguiente:
Ministerio de Igualdad
Secretaría de Estado para la Igualdad y contra la violencia de género
Instituto de la Mujer para la igualdad de oportunidades
Estimado Sr. Pérez-Reverte:
El Instituto para la Mujer e Igualdad de Oportunidades, organismo autónomo dependiente del Ministerio de Igualdad, en cumplimiento de las funciones que tiene asignadas, gestiona un Observatorio de la Imagen de las Mujeres con el fin, entre otros cometidos, de velar por un correcto tratamiento de la imagen de las mujeres en la literatura y el periodismo, de acuerdo con lo establecido en la normativa vigente.
Me pongo en contacto con usted porque he tenido conocimiento, a través de una queja recibida en dicho Observatorio, de la existencia de comentarios y comportamientos de carácter sexista, machista y racista en boca de personajes de algunas de sus novelas (se adjuntan títulos y capturas de texto).
Este tipo de textos, teniendo en cuenta sobre todo el amplio público al que pueden ir dirigidos, desde jóvenes en edad escolar como es el caso de su Capitán Alatriste (lectura recomendada por personal docente en cierto número de colegios), hasta otras clases de lectoras y lectores, contribuyen a fortalecer los estereotipos de género, en especial cuando se narran escenas de contenido sexual en algunas de las cuales, explícitamente relatadas, el varón adopta determinados y arcaicos roles dominantes.
Por ese motivo, quiero acogerme a la responsabilidad social que como escritor tiene para trasladarle estas observaciones y solicitarle que lo tenga en cuenta en sus futuras obras en general, pero sobre todo en aquellas dirigidas a lectoras y lectores jóvenes. Con ello puede contribuir a avanzar hacia una sociedad mucho más igualitaria para mujeres y hombres, lejos de roles sexistas estereotipados y discriminatorios.
Agradezco su atención y quedo a la espera de una respuesta. Un saludo.
Y, bueno. Ésa es la carta que quería mostrarles hoy. No sé en qué momento de su lectura habrán caído en la cuenta de que me la he inventado; o sea, que es más falsa que una sonrisa del papa Francisco. Pero apuesto una primera edición de El cetro de Ottokar a que la mayor parte de ustedes se la ha creído por lo menos hasta el tercer párrafo, y algunos, como tal vez habría sido mi caso, hasta el final. Lo grave, me temo, no es que la carta sea o no sea real, sino que, tal y como se ponen las cosas, podría perfectamente serlo. De hecho está copiada de una casi idéntica, remitida por el Instituto de la Mujer a una empresa de Madrid que fabrica plaquitas para dormitorios de niños rotuladas Aquí duerme un pirata, Aquí duerme una princesita y otras atrocidades así. Eso es lo que da escalofríos; o por lo menos a mí, que vivo de contar historias y expresar cosas, me los da. Estremece que esa clase de cartas puedan ser reales, cuando lo son, o que admitamos con naturalidad que puedan serlo, cuando no lo son. Y sobre todo, que el ojo censor de quienes velan por nuestra sociedad esté ahí, siempre atento a que no pisemos los límites que la nueva moralidad -la suya, con ese siniestro correcto tratamiento- establece. Terminando las advertencias con un conminatorio quedo a la espera de una respuesta que no es inventado, pues figuraba en la carta real que parodio en la mía.
Se preguntarán algunos de ustedes, si llevan poco tiempo leyéndome, por qué me meto en estos jardines. Qué necesidad tengo de añadir enemigos a los que cualquier vida más o menos larga puede acumular. La respuesta es que lo hago en defensa propia: vivo de contar historias y me gusta hacerlo en lugares donde el único límite a la libertad sea un código penal hecho por juristas sabios, no por idiotas oportunistas resueltos a controlar desde el dormitorio de un hijo hasta el pensamiento de un adulto. Estoy harto de salvadores y apóstoles que pretenden vigilarme. Quiero oír a Pablo Iglesias diciendo libremente que desea liquidar la monarquía, a Santiago Abascal afirmando que quien aborte irá al infierno, e incluso a quien diga, si lo considera oportuno, que le gustan las mujeres con tetas grandes o los hombres bien dotados de herramienta. Quiero leer y escuchar toda clase de cosas, esté de acuerdo o no, para luego, con la educación que recibí, los libros que leí y la vida que he vivido, elaborar mis propias referencias. Quiero poder escribir lo que me salga de los cojones.

sábado, 18 de julio de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


El hombre al que pude matar
Pérez-Reverte publica un libro con sus tuiteos: seleccionamos 35 ...
Arturo Pérez-Reverte
Ocurrió hace años. Estaba sentado en la terraza de un bar cuando se me acercaron dos jovencitos quinceañeros. "Tú quisiste matar a mi padre", dijo uno de ellos a quemarropa. Los miré, desconcertado. "¿Quién es vuestro padre?", pregunté. Me lo dijeron. Estuve un momento callado y luego pregunté quién les había contado eso. "Nos lo ha contado él", respondieron. Me gustó su aplomo, su decisión de críos dispuestos a ajustar cuentas. "¿Y vuestro padre me guarda rencor?", inquirí. Fue el mayor quien respondió. "No, porque dice que él habría hecho lo mismo". Entonces les pedí que se sentaran. Lo hicieron, recelosos. No quisieron tomar nada y se quedaron en el borde de la silla, muy tensos. Eran chicos duros y me gustó que lo fueran. Entonces les conté mi versión de la historia.
Ocurrió a finales de 1975 en un lugar del Sáhara llamado El Farsía; que era como estar en mitad de la nada, con la diferencia de que esa nada estaba llena de soldados marroquíes que tenían cercada a una diezmada katiba de guerrilleros saharauis. Y había un problema adicional: había allí dos periodistas españoles de veintipocos años, con la mala suerte de no estar con los marroquíes sino con los otros, los guerrilleros. Y tanto éstos como los periodistas lo estaban pasando muy mal. No había forma de salir de allí, al que se movía lo achicharraban, y para colmo no quedaba agua para beber, el sol pegaba vertical con unos 45° a la sombra -si hubiera habido sombra, que no era el caso-, y la inmovilidad, el sudor, los tiros, el tormento de las moscas, el miedo, ponían los nervios al límite de su resistencia.
Todo ser humano, por templado que sea, tiene unos límites. Son las circunstancias las que te acercan o alejan de ellos. Aquel día de tortura insoportable, los nervios de uno de los reporteros tocaron el límite antes que los del otro. Salió primero su número. Así que, tras haber aguantado durante días y sobre todo durante las últimas horas, agotado por la tensión, perdió la compostura. Hay que rendirse, dijo. Gritemos que somos periodistas, levantemos los brazos y salgamos de aquí. Su compañero, sin embargo, no lo veía así de fácil. Nadie sabía que estaban allí, opuso con cierto sentido, y a los de enfrente les daban igual dos vidas más o menos. Tampoco les iba a gustar que hubiera testigos de aquello, ni que dos reporteros fueran en plan coleguillas con sus enemigos. Y si los cogían vivos, añadió, quizá fuera peor, porque les iban a ir dando por el culo hasta Tarfaya. Esa fue exactamente la frase, concreta, inolvidable: "Nos van a ir dando por el culo hasta Tarfaya".
El plan, había dicho el jefe de los saharauis, era esperar la noche para infiltrarse entre los marroquíes y escapar. Pero para eso había que estar tranquilos y callados. Sin embargo, el otro periodista no se dejaba convencer. Empezó a ofuscarse y a gritar, todo eso tirados cuerpo a tierra, parapetados entre las piedras desnudas, roncos de sed y con el sol asesino sobre sus cabezas. Y cuando hizo ademán de levantarse para ir hacia los marroquíes, su compañero le sacó a uno de los que estaban tumbados junto a ellos una pistola que el guerrillero llevaba en una funda colgada al cinto: una vieja Astra del 9 largo. El caso es que cogió la pistola, le quitó el seguro, se la puso al colega en la cabeza y señaló a los saharauis. "Nos pones en peligro a todos -dijo con toda la firmeza de que fue capaz-. Si te pego un tiro, éstos no van a decir nada a nadie". Y los saharauis miraban, callados y aprobadores.
Esa misma noche, en absoluto silencio los guerrilleros y los periodistas consiguieron infiltrarse entre los marroquíes -todavía hoy parece un milagro al recordarlo- y escapar de allí. Excepto aquellos diez minutos de crisis, el comportamiento del periodista que había perdido un momento los nervios fue impecable. Arrastrándose en la oscuridad se condujo con un valor tranquilo, y hasta se arriesgó un par de veces para esperar y ayudar al compañero. Publicados en España, los reportajes y fotografías fueron una gran exclusiva: éxito total. Ninguno volvió a comentar el incidente hasta una semana más tarde, cuando tomaban juntos una copa con las chicas del cabaret de Pepe el Bolígrafo, en El Aaiún. En un momento determinado, de improviso, uno de ellos sonrió y le dijo al otro: "Supongo que yo habría hecho lo mismo que tú". Ésa fue su absolución de hermanos, y no hubo nada más. Después se miraron a los ojos en silencio y encargaron a Chocolate, el camarero negro, la botella de champaña que Silvia y la Franchute llevaban mucho rato pidiendo.

miércoles, 1 de julio de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


Sobre héroes y/o asesinos
La brutal respuesta de Pérez-Reverte cuando le preguntan por los ...
Arturo Pérez-Reverte
Cada vez me gusta menos cierto tipo de español que nuestra infame clase política y la gozosa incultura general están fabricando. Si fuera más joven, a lo mejor me iba a otro sitio; pero me da pereza mover la biblioteca. Además, tengo curiosidad por ver en qué termina esto: si se cumplen los viejos ciclos históricos, o si este país fascinante, tan prolífico en hijos de puta, sacará la cabeza del agujero. Lo amo por desgraciado, tal vez. O, como figura en un monumento a los marinos muertos en el desastre del 98, por lo mucho que sufre y ha llorado. Y va a llorar.
Esto viene al hilo de un cuadro de mi amigo Ferrer-Dalmau, nuestro pintor de batallas. Augusto no es hombre de izquierdas, pero sí de historia militar; y ejerciendo su oficio pintó hace días un maquis, un guerrillero comunista junto a una fogata, fumándose un cigarrillo. Lo colgué en Twitter, como suelo hacer con sus trabajos. Confieso que lo hice sin inocencia, sabiendo lo que iba a ocurrir. Y ocurrió. Aquello se convirtió de inmediato en el habitual conmigo o contra mí. Tuiteros de buena fe, la mayoría, que alababan el talento del maestro; pero también zafarrancho de partidarios, enemigos, agraviados y ofendidos. Cualquiera habría dicho que los maquis fueron hace dos días y las heridas siguen frescas: valientes, cobardes, idealistas, héroes, bandoleros, asesinos. Hasta hubo quien reprochó a Augusto pintar un maquis y no un guardia civil; cuando, entre otras muchas cosas, el gran Augusto lleva pintando guardias civiles toda su vida.
Lo grave de todo esto es que esa minoría que no sale del cliché elemental, que cuando tiene una ideología determinada es incapaz de ver nada negativo en la propia ni nada positivo en la del adversario, ya no es tanta minoría, pues crece en los últimos tiempos, contagiada del disparate que la superficialidad de las redes sociales y la televisión, la ignorancia, el sectarismo y la mala fe imponen a los jóvenes. Es en momentos como éste cuando más falta hacen personas como mi amigo y vecino Paco -olvidé su apellido, o prefiero olvidarlo hoy-. Pero Paco murió hace veinte años, y el testimonio de quienes escriben con ecuanimidad sobre él y sus antiguos enemigos resulta poco frecuentado en librerías y bibliotecas.
Paco fue mi vecino, como digo. Su casa lindaba con la mía. Un jubilado tranquilo y amable, de pelo blanco. Había sido capitán de la Guardia Civil; y al ganar confianza, supe cosas de su vida. En su juventud había estado en las contrapartidas antimaquis, combatiéndolos en las montañas. No era muy lector, aunque su mujer había sido maestra, y le regalé un libro que no conocía: La sierra en llamas, de Ruiz Ayúcar. Al final me contaba episodios interesantes de cuando él y otros guardias se disfrazaban con ropas civiles y libraban una dura guerra contra el maquis bajo el frío, la lluvia y la nieve, cazándose unos a otros como alimañas con emboscadas, golpes de mano, secuestros, asesinatos mutuos, en aquella sucia guerra rural silenciada por el franquismo. Hablaba Paco de sus enemigos de entonces con una curiosa mezcla de rencor y admiración. De sus tropelías y asesinatos, y también de su valor y entereza. «Eran hombres de verdad -me dijo una vez- que sabían vestirse por los pies. Luchaban como fieras. Y había con ellos mujeres que tenían incluso más cojones que muchos». Cuando hablaba de eso, a Paco se le enturbiaba la mirada y sonreía triste: «Era gente brava que había tenido un ideal y tuvo mala suerte. Ellos cumplieron con el que creían era su deber y nosotros con el nuestro».
Nadie me lo explicó nunca tan bien como Paco, que había sido su enemigo. Entre 1939 y 1952, los maquis asesinaron a casi un millar de campesinos, a 257 guardias civiles y a 50 militares y policías. Pagaron por ello un precio sangriento y acabaron aniquilados. Pero esos hombres acosados como alimañas, que terminaron siendo bandoleros fugitivos por los montes, habían combatido tres años en la Guerra Civil; y luego, exiliados en Francia, luchado en la Resistencia, liberado París y peleado en Alemania. Y después, creyendo que había llegado su hora, volvieron a España a hacer lucha de guerrillas contra el franquismo (cuando alguien los compara con las ratas criminales de ETA, de bomba fácil y tiro en la nuca, dan ganas de reír, o de vomitar). Los maquis españoles fracasaron, quedaron traidoramente abandonados por el Partido Comunista y acabaron librando una lucha desesperada y cruel, vagando por los montes como lobos peligrosos, cayendo uno tras otro hasta que acabó todo. Fueron heroicos y criminales, como muchos de quienes los persiguieron. Y si Paco, que era guardia civil y los mataba, hablaba de ellos con lucidez crítica y con respeto, no sé quién puede creerse con derecho a hacerlo de otra manera.

viernes, 26 de junio de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


La tercera Alejandra
ARTURO PÉREZ-REVERTE /
Patente de corso

Era la travesti –entonces se llamaban así– más guapa que vi nunca: morena, alta. Alejandra, se llamaba. Y según como la mirases podía parecerse a Candice Bergen y a Julia Roberts. Sólo cuando te fijabas mucho, sobre todo en las manos y la nuez del cuello, intuías que aquello tenía gato encerrado. Y realmente lo había; pues aunque ella ejercía la prostitución, o precisamente la ejercía por ese motivo, en realidad ahorraba para operarse lo que la naturaleza, que a veces es tan hermosa como malvada, le había puesto de sobra.
La conocí a finales de los años ochenta, haciendo unos reportajes para televisión sobre el lado más duro de las noches de Madrid. Ese mundo estaba entonces menos visto que ahora y era más noticia, pero mover una cámara en esos ambientes no era fácil. Durante un tiempo anduve entre putas, chulos de putas, drogadictos, camellos, atracadores y policías. A veces, los infiernos rondaban cerca. Era como ir en taxi a la guerra; a otra guerra no tan espectacular, pero casi tan cruda como las habituales. Me movía bien, respetaba las reglas, sabía escuchar y cómo hacer que la gente hablara. Mi oficio era hacerme aceptar, y lo conseguía con labia y pagando copas o lo que hubiera que pagar. Y fue así como me hice aceptar por Alejandra.
Decir que éramos amigos sería excesivo. Tenía información que yo necesitaba, sobre ella misma y sobre el ambiente en que vivía. Al principio la compensaba por su tiempo. Tomábamos copas en el Madrid peligroso o paseábamos conversando. Apareció en algunos reportajes de forma discreta, sin comprometerse y sin comprometerla. También fue a La ley de la calle, aquel programa de radio nocturno que tenía con mis compadres Juan el yonqui, Ruth la puta, Manolo el policía y Ángel Ejarque, ex boxeador, pícaro profesional y rey del trile callejero. Nos íbamos de copas todos juntos y Alejandra lo pasaba bien. Creo que me tenía afecto. Yo, desde luego, se lo tenía. Era buena persona. Conocí con detalle su vida desgraciada y terrible, despreciada por un mundo en el que tenía difícil encaje. Recuerdo una coletilla suya que surgía a menudo en la conversación: lo máximo a que aspiraba. Un buen hombre que me quiera, repetía. Un buen hombre que me quiera.
Lo pasábamos bien en aquellas noches de copas, cigarrillos y bares canallas. Se reía con mis chistes malos, y yo con ella. Una vez tuvimos bronca seria con mala gente de la que, en buena parte gracias a su temple, salimos bastante bien parados. A su lado aprendí la eficacia de un tacón de aguja como arma defensiva. Era ingeniosa, sarcástica, divertida y valiente, y muchas veces me pregunté cuánto de bueno podía haber habido en su vida de discurrir ésta por otros cauces. Sin este destino cabrón que tanto nos marca, nos enreda y a veces nos condena.
Dejé la radio, dejé la tele, dejé las guerras, escribí novelas y a Alejandra la perdí de vista. La encontré catorce años después, teñida de rubio, en la esquina de la calle de la Bolsa. Ya no era tan guapa. Seguía ejerciendo el oficio. Nos metimos en un bar como en los viejos tiempos y me contó aquellos años sin suerte: una operación de cambio de sexo que no salió como esperaba, un hombre no tan bueno que no la quiso tanto como soñó que la quisieran. Aun así, el viejo orgullo la mantenía erguida frente a mí, sin perder la compostura: digna como la señora que siempre fue, o siempre quiso ser. Nos despedimos tristes, y con sólo dos palabras detuvo mi ademán de sacar la cartera y dejarle algo en el bolso para ayudarla.
Transcurrieron otros doce años sin que volviese a verla. Y poco antes de la pasada Navidad la encontré en los soportales de la Plaza Mayor, donde se sitúan los vendedores de abetos. O más bien creí que era ella. Estaba sentada en una sillita ante una lona sobre la que había trozos de corcho de los que se venden para ambientar los belenes. De nuevo morena, avejentada, gorda, con arrugas en la cara y calentándose las manos en los bolsillos de un anorak sucio. Pensé que era Alejandra, y para comprobarlo me puse delante, contemplando los trozos de corcho. Pero no dio muestras de reconocerme. Me miró a los ojos y su mirada resbaló al vacío, perdiéndose en la plaza. Eso me hizo dudar, así que me agaché y cogí un trozo de corcho. «¿Qué vale?», pregunté. Me miró de nuevo como se mira a un desconocido. «Cinco euros», repuso seca. Le entregué un billete de 50 y movió la cabeza. «No tengo cambio», dijo. Respondí que daba igual, que el trozo bien podía valer esa cantidad. Sin manifestar sorpresa ni dar las gracias, se metió el billete en el bolsillo y volvió a mirar hacia la plaza. Entonces di media vuelta y me alejé con mi trozo de corcho en la mano.
Sabiendo que me había reconocido y que era ella.

lunes, 15 de junio de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


Confinado con un sable
Pérez-Reverte publica un libro con sus tuiteos: seleccionamos 35 ...
Arturo Pérez-Reverte
Tengo en las manos un sable de caballería, de húsar francés. Procede de las guerras napoleónicas y es un modelo que la Historia conoce como An IV, fabricado entre 1795 y 1796 en la factoría de Klingenthal. Se trata de una hermosa pieza con hoja ancha ligeramente curva y empuñadura de estribo a la húngara: el arma más prestigiosa y clásica de las guerras del Consulado y el Imperio, hasta el punto de que muchos húsares veteranos se negaron a cambiarla por los nuevos modelos y llegó hasta 1815 y Waterloo.
He limpiado esa pieza como hago periódicamente con otras de mi modesta colección: paño suave y una cera que protege el metal y el cuero de la vaina. Alguno de estos días de confinamiento y calma lo he dedicado a ellos; a repasarlos uno por uno y poner sus fichas al día, averiguando más de cada ejemplar por las pistas que ofrece: punzones y marcas que indican dónde y por quién fue fabricado y utilizado, investigando en catálogos de armas, libros técnicos y de Historia que permiten reconstruir sus fascinantes biografías. Porque un sable, como todo objeto coleccionable, habla a quien lo escucha. Sobre todo, del tiempo que vió y las manos que lo empuñaron. Como sabe cualquier aficionado a coleccionar algo, un objeto no es sólo codiciable por su valor material, que puede ser escaso, sino también, o sobre todo, por su historia y la de quienes antes lo poseyeron. Es una puerta de las muchas que se abren al conocimiento y la memoria.
He pensado en eso estos días. En los coleccionistas de sellos, cromos, juguetes, relojes, libros, pastilleros, dedales de coser, automóviles, ceniceros, botellas de vino, cajas de cerillas o las innumerables variantes posibles. Creo que en estos tiempos de reclusión, que el privilegio de una buena biblioteca y lugares cómodos hacen llevaderos, pero que a otros menos afortunados condenan al aislamiento y la desesperación, los coleccionistas de algo, quienes amueblan su mundo personal con esas vías de escape que permiten ir más allá del objeto para disfrutar de cuanto suscita en la imaginación, encajarán con más sosiego lo difícil y amargo. Revisar sus colecciones, ponerlas al día, ampliar el conocimiento sobre tal o cual pieza -y más cuando se dispone de la formidable herramienta de Internet- habrá aliviado, sin duda, momentos que en otros casos habrían sido de hastío, ocio estéril o desesperación.
Pero no se trata sólo de coleccionistas. Cualquier afición, un móvil cualquiera que libere al ser humano de lo inmediato, si así lo desea, para llevarlo a otras regiones de placer y gratos ensueños, desde la simple contemplación de lo bello, útil o interesante hasta la penetración intelectual en cuanto ese objeto hace posible, ha salvado y salva, desde hace siglos, al ser humano de sus pozos oscuros y sus peores abismos. Entramos aquí en el ámbito de las aficiones, de los gustos alimentados por la iniciativa. En poseer, porque uno mismo lo construye, una tabla de salvación, un burladero confortable, una trinchera donde refugiarse -mirando al exterior o negándose a hacerlo, ya es cosa de cada cual- para abrigarse del frío que a veces hace ahí afuera. Del mismo modo que, cuando en otra etapa de mi vida, el regreso con malas imágenes en la retina a un hotel de paredes agujereadas y ventanas rotas me sumergía en un libro en cuyas páginas encontraba evasión, pero también explicaciones y consuelo, tengo la certeza de que quienes tienen una retaguardia amueblada con objetos que aman por su belleza o utilidad, gozan de más herramientas para que su cabeza, y como consecuencia su cuerpo, sobrevivan a los tiempos duros.
Por eso hace un rato, cuando limpiaba el sable de húsar antes de devolverlo a su vaina, pensaba con una pequeña sonrisa cómplice en todos ellos. En los hermanos de la costa a los que nos une, no la misma afición ni los mismos gustos, pero sí algo común y por encima de eso: la conciencia, o la intuición, o la experiencia, de que hay actividades, mundos propios que nos salvan; que alivian esas soledades que todos tenemos, incluso, o tal vez precisamente por ello, encerrados en un piso de 60 metros con niños, marido, esposa y suegra, o suegro. En quien con minuciosa paciencia construye barcos de madera para navegar con la imaginación, pinta soldados de plomo, recupera películas amadas de la videoteca, alinea vitolas de puros en un álbum, mata marcianos en la videoconsola, acaricia un libro como si fuera la piel de un amante o un amigo. Dichoso es, por tanto, quien tiene un sable en casa. No como arma, que eso es lo de menos, sino como compañía, evasión y consuelo.

jueves, 4 de junio de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,


El hombre al que mató el miedo
Arturo Pérez-Reverte: "Todos debemos ser militantes de algo. Y eso ...
Arturo Pérez-Reverte
Era un judío austríaco, culto, rico, elegante y cobarde, y se había suicidado en Brasil veinticuatro años atrás. Todo eso lo ignoraba yo cuando lo descubrí en la biblioteca de mi abuela María Cristina. Mi abuela y mi tía Pura eran muy aficionadas a la literatura contemporánea, y Stefan Zweig era de su agrado. Carta de una desconocida , Veinticuatro horas de la vida de una mujer y la biografía María Antonieta me gustaron mucho; pero yo leía de todo, compulsivamente, y ese autor quedó atrás, como quedan tantos libros y autores cuando un joven lector piensa más en engullir con voracidad que en digerir despacio.
Lo redescubrí más tarde, cuando José Ramón Zabala, un amigo al que debí importantes hallazgos literarios, me aconsejó Novela de ajedrez . Con ella, Zweig volvió a mi vida. Adquirí sus obras completas en editorial Juventud y luego en La Pléiade, y me lo zampé varias veces. Sus extraordinarias biografías -ese magistral Fouché-, con las de Ludwig y Maurois, amueblan buena parte de mi percepción del mundo. También me fascinó su inteligente forma de penetrar en personajes femeninos. Por eso me sorprendía que los críticos literarios españoles catalogaran a Zweig como simple autor de novelas de éxito, cuando a mí me parecía un escritor inmenso, a la altura de mis adorados Mann, Stendhal y, sobre todo, Conrad, también despreciado entonces por nuestros mandarines de la literatura. Pero en los años 80, debido a su reconocimiento intelectual en Francia, aquellos idiotas dejaron de enarcar la ceja, pasaron al aplauso, y hoy nadie discute lo indiscutible.

Nunca he olvidado a Stefan Zweig -releo algo suyo de vez en cuando-, pero lo recuerdo mucho en estos días difíciles para Europa y el mundo: famoso, rico, la llegada de los nazis lo empujó al exilio haciéndole perder patria, casa, biblioteca, idioma, amigos y esperanzas. También las ganas de vivir. A diferencia de otros intelectuales de habla alemana como los Mann o Joseph Roth -autor de la extraordinaria La marcha Radetzky-, Zweig quiso mantenerse al margen. Creyó al principio que la tormenta totalitaria sobre Europa era pasajera y que pronto volvería todo a la normalidad. A su normalidad cómoda, educada y elegante. Por eso eludía comprometerse. La polémica no es la forma de expresar mis convicciones, escribió. Su voz ni siquiera se alzó para denunciar los crímenes nazis ni defender a los otros judíos que iban a los campos de exterminio. 

Stefan Zweig - Wikiquote
Se quitó de en medio, huyó a Inglaterra, de donde también puso pies en polvorosa cuando la guerra llegó allí. Y mientras otros escribían artículos o daban conferencias denunciando el horror en el que Europa se sumía, él pretendió mirar desde lejos, creyendo que el dandi mundano que había sido sobreviviría, mano sobre mano, a la tragedia en marcha.
Esa irrealidad de emboscado, de pacifista naif, le duró poco. La entrada de Estados Unidos en guerra, la caída de Singapur en manos japonesas, le hicieron comprender que en ningún lugar estaría a salvo. Y ya era tarde para unirse a los intelectuales antinazis que llevaban tiempo batallando en el exilio. Sus libros estaban prohibidos en la Europa ocupada, su paraíso confortable no existía, y creyó que un futuro mejor, si llegaba, tardaría en manifestarse. Lo dijo en una carta a sus amigos: Cuanto hice se reduce a la nada. Europa, nuestra patria, está devastada para un tiempo que se extenderá más allá de nuestras vidas. Así que en 1942, junto a su joven esposa, tomó una sobredosis de Veronal y salió de escena para siempre. Fue Thomas Mann, el autor de La montaña mágica, quien le dedicó este duro epitafio: No tenía conciencia de su deber hacia sus compañeros de infortunio en el mundo entero, para quienes el exilio fue mucho más duro que para él, famoso, adulado y libre de toda preocupación material.


Nos quedan sus libros, por fortuna. Uno de ellos, el último, es el extraordinario El mundo de ayer, adiós melancólico a una Europa deshecha ante sus ojos asustados e impotentes. Y es de aconsejable lectura por muchas razones: una es la gran calidad literaria; otra, su dolorido adiós a una geografía histórica y cultural, vieja república de las artes y las letras, humanidad kantiana reconciliada en el amor de lo bello y lo justo. El testamento de un hombre de extraordinario talento derrotado por sí mismo, para quien la vida fue un privilegio; y ese mismo privilegio, unido a un carácter débil, lo incapacitó para gritar y luchar. Por eso El mundo de ayer de Stefan Zweig no es realmente el final de un mundo. Es el final de su mundo. El testamento conmovedor, pese a todo, de un hombre que murió sin pelear mientras otros sí lo hacían.

jueves, 21 de mayo de 2020

LA PÁGINA DE ARTURO PÉREZ - REVERTE,

El bar de Zenda
El abuelo de la mochila
ARTURO PÉREZ-REVERTE /
Patente de corso

Me he acordado de él, y no hace falta que explique por qué. También recuerdo el lugar como si aún estuviera allí: avenida Marsala Tito, cerca del puente donde Gavrilo Princip mató al archiduque Fernando y a su esposa. Y como tomé notas en un cuaderno que conservo, recuerdo también la fecha: 11 de agosto de 1993. Era la época dura en Sarajevo, y lo contábamos en los telediarios. Una directora de Informativos fanática y sectaria, como nunca tuve otra, exigía que no mandásemos tanta carne sangrante, porque el mostrador chorreaba y a Javier Solana, jefe de la diplomacia europea, que se besaba en la boca con los carniceros serbios diciendo que así los aplacaba, nuestras crónicas le estropeaban la sonrisa. Pero a nosotros nos importaba eso un cojón de pato, y gracias a Miguel Ángel Sacaluga, nuestro jefe inmediato, que era mi amigo y nos cubría las espaldas, contábamos lo que nos parecía oportuno. Ahí tienen ustedes el archivo de la tele, como prueba.
El caso es que estábamos en aquella esquina junto al río, haciendo shopping. Llamábamos así a salir cada día de caza con los chalecos, los cascos y toda la parafernalia, apalancarnos donde ese día cayeran más bombas, y en cuanto pegaba un cebollazo cerca, correr a grabar en caliente el asunto y sus consecuencias. Pero también había francotiradores, y eso complicaba las cosas: si asomabas mucho la gaita o te descuidabas al cruzar, te la endiñaban. Estábamos, por eso, pegados a una esquina el arriba firmante, Paco Custodio, que era el cámara, Miguel de la Fuente, segundo cámara y ayudante de sonido, y Slobodanka, nuestra intérprete bosnia. Sentados los cuatro en el suelo y con la espalda contra la pared. Había una mujer muerta acera arriba, lo cual era recomendación suficiente para no pasar de allí, o hacerlo con cuidado. Por eso, cuando llegó el vejete flaco de la mochila y la garrafa de plástico y quiso cruzar, le dijimos que no se la jugara. Pazi Snaiperisti, abuelo. Te van a pegar un tiro. Entonces nos pidió un cigarrillo y se quedó a fumárselo con nosotros. Y mientras lo hacía, nos contó su vida.
La guerra, o las desgracias de la humanidad, tienen muchas formas; y por ese tiempo yo conocía varias. Pero aquélla me pareció especialmente triste. El anciano, leo en mis notas, tenía setenta y nueve años y se llamaba Stefan Bozuri –creo que es una zeta, pero no estoy seguro–. No tenía otra familia que una esposa también anciana, inválida, con la que vivía en un edificio batido por las bombas y los disparos. Habían pasado el invierno sin luz ni calefacción; y ahora, en verano, el agua había que ir a buscarla a unas cañerías rotas donde la gente hacía cola y donde, a veces, un bombazo hacía una escabechina. Stefan, antiguo funcionario del Estado, nos contó que durante un tiempo él y su mujer habían podido vivir de algunos ahorros, pagando a una joven que los atendía. Pero los ahorros se terminaron y además el dinero dejó de valer, y la joven no volvió; así que se desprendieron poco a poco de cuanto de valor tenían, libros incluidos. Al final se quedaron sin nada, y como la mujer no podía moverse de la cama, era él quien salía cada día a la calle desafiando los cañonazos y a los francotiradores, con su mochila vacía y su garrafa de plástico, a buscar agua y a ver si encontraba algo de comida. Siempre había quien se apiadaba de él, nos dijo: los cascos azules, algún conocido, alguna buena mujer que guisaba algo en un improvisado fogón en la calle.
Nos sorprendió su entereza. La naturalidad con que narraba la historia de dos pobres vidas solitarias abandonadas por todos, y la diaria odisea de un anciano que corría con pasitos cortos por las calles desiertas de Sarajevo, con su mochila y su garrafa, buscando algo para llevar a su mujer. Una historia entre miles, gota perdida en el océano de las tragedias del mundo, que su protagonista nos contaba sin dramatismos, con la estoica sencillez de quien asume, por edad y experiencia, que las reglas de la vida deben encajarse igual cuando ganas que cuando pierdes, cuando empiezas o cuando terminas. «Solo me niego a aceptar –fue su única queja– que puedan matarme y ella se quede allí sola, esperando».
Le dimos lo que teníamos: un paquete de Camel, aspirinas, una tableta de chocolate, medio frasco de Multidermol y las últimas barritas energéticas que le quedaban a Custodio. Después cayó una bomba cerca y nos fuimos corriendo a grabarlo todo, a ver si llegábamos a tiempo al telediario. Y lo último que recuerdo de Stefan Bozuri es la lágrima que le cayó al mencionar a su mujer sola y abandonada: una gota solitaria, sólo una, que le corrió por la mejilla y quedó suspendida en el mentón, en los pelillos blancos del rostro sin afeitar del abuelo.