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jueves, 15 de febrero de 2018

EL 19 CON LA GRAN MARGARITA BARRIENTOS


Así es el restaurante que abre Margarita Barrientos en un antiguo vagón de subte
El coche donado por el gobierno de la Ciudad es de 1913 y volverá a brillar cuando inaugure el lugar el 19 de febrero
La consigna es tan curiosa como atractiva: visitar el viejo vagón de subte queMargarita Barrientos convertirá, en pocos días, en un buffet abierto a todo público. Según se anticipa, el flamante restó generará empleo sostenible y la posibilidad de visibilizar aún más a la Fundación que lleva su nombre y brinda desde la alimentación diaria hasta atención médica y escolaridad a cientos de vecinos.
"Nosotros pedimos el vagón a través de notas y la ciudad lo donó. Allí prepararemos comidas para turistas y se enseñará a cocinar. Algunos chefs profesionales ya se han ofrecido para venir a dar clases. La idea es que tenga una utilidad para el barrio y que sea un emprendimiento sustentable para la misma gente que trabajará ahí", adelanta la dirigente social Margarita Barrientos en la charla telefónica previa al encuentro personal, con su habitual voz pausada que genera placidez en el interlocutor. El coche La Brugeoise, una de las famosas "Brujas" fabricadas en Bélgica, fue donado a partir de la gestión que se concretó desde el Ministerio de Desarrollo Urbano y Transporte del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con el ministro Franco Moccia al frente.
El coche de la línea A está listo para recibir comensales:
Un vagón devenido en restaurante en medio del comedor Los Piletones es una idea que, a priori, genera atracción. Si bien es sabido que buena parte del material rodante en desuso de la Línea A, la primera que circuló en Buenos Aires, y en Sudamérica, es destinada a diversos emprendimientos, la propuesta no deja de ser extravagante y merece ser testeada en persona.
Sur, paredón y después
Los rasgos de la Buenos Aires más conocida comienzan a desdibujarse. A fundirse con una geografía diferente. Atrás quedó el barrio de Flores. En pocas cuadras la foto muta en otra. Lejos de la postal. Más real. La monumental torre mirador del fallido parque de diversiones Interama se agiganta aún más con la cercanía. Estamos en el sur profundo. Y si bien es cierto que es una zona en proceso de transformación a partir de, entre otras iniciativas, la construcción de la Villa Olímpica, aún es un rincón signado por las postergaciones y las necesidades urgentes.
Algunas calles se cortan ante importantes hectáreas de tierras despobladas que se atraviesan, paradójicamente en una ciudad que cuenta con barrios con una densidad poblacional altísima. Por momentos hasta se percibe cierta idiosincrasia rural al bordear esos extensos pastizales. Pero es la misma Buenos Aires. ¿O quizás otra?

A un lado, la parte más humilde de Villa Soldati. En las márgenes, las vías del Premetro, acaso la mayor expresión viva del añorado tranvía porteño; autopistas que surcan el perímetro; y construcciones en altura, similares a las que se naturalizaron en el paisaje de la zona de Retiro. En la orilla opuesta, Los Piletones, próximo a convertirse en un barrio formal que ya cuenta, en algunas manzanas, con asfalto, iluminación pública de led y denominación de calles con su correspondiente señalética. Todo huele a nuevo.
La calle Plumerillo vincula Soldati con Los Piletones. Es tan angosta que recuerda a la famosa inmortalizada por el folclore. No hay lugar para que se crucen dos automóviles. De a uno por vez. A su paso, los peatones deben esquivarlos. Acera y vía pública se amalgaman en unidad. Con solo decir su nombre, la indicación llega precisa: "Allá es, en aquel portón". Todos conocen el comedor fundado por Margarita Barrientos, orgullo del barrio. Y aunque los lugareños están acostumbrados a las visitas que se acercan a ese lugar referencial, las miradas se suceden. Somos forasteros. Como en un pueblo, los ojos siguen el paso de nuestro coche tratando de descifrar quiénes somos los que, seguramente, llegamos por primera vez.
Sobre rieles
A doscientos metros de la sede principal del comedor Los Piletones, cuyo paredón central está intervenido con la obra del artista plástico Milo Lockett, algo descoloca el paisaje. Una yuxtaposición exótica. Digno de una instalación de Ai Weiwei o una provocación surrealista de René Magritte.
En el ingreso al nuevo barrio y pegado a la huerta de hidroponía, un impecable vagón La Brugeoise descansa plácido sobre sus rieles, como recuperándose del trajín de cien años de traqueteo por debajo de la Avenida Rivadavia y preparándose para su nuevo rol: albergar el nuevo restó y buffet que inaugurará la Fundación Margarita Barrientos el próximo 19 de febrero.
El coche que, desde 1913, ha prestado servicios para la Línea A de Subterráneos de Buenos Aires, luce todo su esplendor gracias a un minucioso trabajo de restauración a cargo de Salto-Diseño en Acción, con los especialistas Gustavo Yankelevich, homónimo del consagrado productor, y Máximo Ferraro a la cabeza.
Al ver el vagón, que conserva el tradicional azul oscuro y la línea amarilla que lo rodea como un cinto, es inevitable pensar en las historias que seguramente albergó durante un siglo de idas y vueltas desde la Plaza de Mayo hacia el oeste de la ciudad, primero terminando su travesía en Plaza Miserere, luego en Primera Junta, y finalmente en Flores. Personalidades como el Dr. Arturo Illia, en ejercicio de sus funciones como presidente de la Nación, o el entonces cardenal Jorge Bergoglio, han vivenciado ese recorrido fundacional en el transporte bajo tierra de la ciudad. Por qué no fantasear con que lo hicieron en ese mismo coche que se convirtió en la nueva estrella de Los Piletones.

A Margarita Barrientos, la curiosa iniciativa le llegó de parte de Ezequiel Eguía Seguí, director ejecutivo de la Fundación y uno de sus colaboradores más estrechos, quien, además, es responsable de la huerta hidropónica La Tomasa de la Quinta que provee de productos sustentables al comedor. "A él se le ocurrió pedir el vagón para utilizar allí lo que se produce en la huerta y en nuestra cocina. Ezequiel es una personita maravillosa", explica Barrientos. La huerta hidropónica no se sostiene con tierra sino en agua y fertilizantes. Allí se produce tomate, lechuga, y acelga, entre otras verduras que llegan a la mesa del comedor sin conservantes artificiales. Esos vegetales serán los que degustarán los comensales que lleguen al restó que se llamará igual que la huerta y que ya luce su flamante nombre en uno de los laterales del vagón.
"Haremos un horno de barro y una parrilla. Y se servirán comidas calientes y auténticas de nuestras provincias, por eso vendrán chefs que capacitarán a la gente para cocinar. Pero también haremos lo que nosotros sabemos hacer: empanadas, tortillas, pan casero, humita. Acá hay mucha gente de Santiago del Estero, Catamarca y Jujuy que tiene ganas de cocinar, y muchos que quieren probar lo que se come en el Norte de nuestra patria", explica Margarita, una mujer que con su convicción convence hasta al más incrédulo. Esa fe en su propio proyecto es, indudablemente, una de las claves de la realización de sus múltiples iniciativas y de una Fundación que, como el coqueto La Brugeoise, camina sobre rieles.
El buffet estará abierto a todo público y se espera una gran concurrencia de turistas a partir de la realización de los Juegos Olímpicos de la Juventud 2018 en la vecina Villa Olímpica que se está levantando en lo que era el predio del Parque de la Ciudad, aquel ilusorio Disney porteño que jamás terminó de afianzarse y siempre estuvo signado por la corrupción, la desidia y las pérdidas millonarias. Desde Los Piletones, aún se puede observar el esqueleto de alguna montaña rusa como un fantasma del fracaso.

"Inauguraremos el 19 de febrero con una merienda con la presencia del ministro del Interior, Rogelio Frigerio, quien es el padrino de la Fundación. No muchos quieren ser padrinos porque esto es muy grande y hay una gran responsabilidad detrás. Él nos ayudó mucho en varias ideas que habíamos proyectados, así que no le voy a perder la pisada", dice entre risas la mujer de Añatuya acostumbrada a golpear puertas. El vagón yace a pocos metros de las lagunas que le dieron nombre al barrio. Varios colaboradores van y vienen desafiando el sol tórrido para poner el sector a punto.
A pesar de la pesada carga de responsabilidades que le genera la Fundación, que también cuenta con una sede en Añatuya, Santiago del Estero, a Margarita Barrientos no se la percibe abrumada. "Como buena santiagueña, soy muy tranquila, pero no me gusta dormir la siesta. Solo me pongo nerviosa cuando las cosas no funcionan porque me gusta que todo funcione a la perfección. Mis hijos se enojan porque me dicen que todo tiene un tiempo de espera. Pero a mí me pone mal la espera". La instalación del antiguo coche de la Línea A demandó, desde la gestión inicial, un trabajo de seis meses que seguramente para Margarita significaron eternos.
Luego de la visita al vagón, el regreso hasta la sede del comedor implica que salude a mucha gente. Las vecinas le dan un beso, los chicos le gritan su nombre y varios colaboradores la consultan por las más diversas cuestiones.
Margarita trata de usted. Respeto y timidez al mismo tiempo. Se despide. Es hora de continuar atendiendo las demandas de su obra. Su cabeza está repartida en decenas de temas que la ocupan día a día. Trabajar es un verbo al que recurre una y otra vez. Conjugación esperanzada para alguien que luchó por romper su destino carente de todo. Y hoy lo hace para cambiarle la vida a los que la rodean. Devolverle la dignidad que comienza con un plato de comida. Pero va mucho más allá. "Me gustaría que la gente pueda elegir lo que quiera comer y no yo elegir por ellos.", dice a modo de conclusión. Su obra le genera orgullo, pero sabe que mejor sería que no fuese necesaria.
El restó montado en el vagón de la Línea A espera a unos metros la llegada de los visitantes que, en pocos días, tendrán la posibilidad de colaborar con la Fundación Margarita Barrientos y conocer de cerca lo que se hace en este sector de la ciudad tan cercano y tan alejado al mismo tiempo. Será ese vagón, metáfora de tantos viajes realizados, una excusa para acercar a los que quieran descubrir esta otra ciudad, dentro del Buenos Aires querido que, a veces, se nutre de una mirada parcial, sesgada y con injustas omisiones.
La Tomasa de la Quinta
Máximo Ferraro, Margarita Barrientos, Ezequiel Eguía Seguí y Gustavo Yankelevich 
"Con el firme objetivo transformador que el diseño sea una plataforma para mostrar diferentes realidades y asistir a las necesidades presentes de todas las personas". Casi a modo de estatuto fundacional, así se presenta Salto-diseño en acción, proyecto creado por Gustavo Yankelevich y Máximo Ferraro, responsables del Estudio Modo Casa. "La idea de Salto es transformar los espacios a través del diseño", explica Yankelevich.
A veces considerado como algo banal o exclusivo de sectores sociales acomodados, el diseño, sin embargo, es un verdadero arte que interviene lugares y le aporta un valor agregado a la identidad patrimonial. Con la colaboración de varias empresas que donaron materiales, Yakelevich y Ferraro inauguraron las tareas de Salto trabajando sobre el vagón de subte que se transformará en el coqueto buffet de Los Piletones. Fue a través de la iniciativa de Ezequiel Eguía Seguí, director ejecutivo de la Fundación Margarita Barrientos, que los diseñadores tomaron contacto con el singular espacio, y con la mediación del Grupo Mass que se encarga de la comunicación de Salto. "Buscamos que sea una experiencia transformadora al concebir el diseño no solo como un espacio de consumo. Hay que traspasar ese estadío. La idea es, también, dejar una obra de diseño que perdure. Con el vagón materializamos una idea en torno a atravesar barreras, siendo coherentes con el nombre de nuestro emprendimiento", finaliza Yankelevich.
Salto se encargó de armar la mesa central y las que se ubican entre los asientos, además de la intervención artística en el techo del coche con plantas que le dan vida a esa superficie. Por otra parte, organizó el entorno con decks que albergarán sombrillas para que la gente también pueda comer "en el andén". Los La Brugeoise son verdaderas joyas de diseño. Quienes haya viajado en la Línea A no olvidarán las tulipas de luces, los espejos y los asientos con varillas de madera. Reflejo de otros tiempos, cada coche es una verdadera exquisitez. Con aire acondicionado y una barra diseñada especialmente por Salto, el vagón cobrará una nueva vida, pero no perderá su elegancia.


P. M. 

miércoles, 23 de agosto de 2017

MARGARITA BARRIENTOS Y NO DEJES DE LEERLO



A las 9 de la mañana, baja Margarita. Está vestida con una camisa estampada de mangas cortas y un pantalón negro. Da los buenos días, hace una recorrida por la cocina, por el jardín y esquiva los baldazos de agua que las encargadas de patio arrojan con énfasis en el piso de baldosas grises. Suele caminar pausado. Tiene el pelo negro y largo hasta mitad de la espalda, salteado con alguna cana aquí y otra allá, los cachetes regordetes y rojizos y el cuerpo robusto. Mide alrededor de 1,65 metros, sus ojos son negros, su tez morocha y su piel está reseca y es algo áspera. Sonríe a menudo, muy seguido, con una sonrisa entre pícara y dulce. Esa sonrisa es su principal arma de seducción.

Después, se sienta a tomar mate en un rincón del Comedor y comienza a dar directivas sobre la comida del almuerzo al ejército de colaboradoras que la atiende con devoción: le alcanzan el mate, el agua, la yerba y los yuyos que le trajo la Dalmira, su exconsuegra y cocinera del jardín, de su último viaje a Santiago. Agrega al mate cedrón, salvia, burrito, poleo y malva que -explica- son buenos para la diabetes y el estómago, y, entre cebada y cebada, lo va llenando de una cantidad casi inconcebible de edulcorante. Así, bien dulce y bien intenso, le gusta el mate.
Ese rincón frente a la puerta de la despensa, ese pedacito de la mesa larga y el banco sin respaldo donde se servirá el almuerzo (o, a lo sumo, alguna silla pedida para la ocasión) es, entre comidas y en los hechos, su virtual oficina. Allí, a la vista de todo el mundo, atiende a las personas que a cada rato se van acercando con timidez y que esperan su venia silenciosa para hablarle. Ella escucha sus casos, sus necesidades, y las deriva a quienes son su mano derecha: Mónica del Valle Delgado o Miriam Coronel. Pero además, está sentada -no por casualidad- justo al lado del teléfono que suena insistente cada dos por tres. La mayoría de quienes la tratan por primera vez remarcan luego lo accesible que es. Sin embargo, mantener su atención es otra cosa.
Una mujer canosa, muy flaca, y otra más joven se le arriman a pedir. Y Margarita les responde:
-¿Tiene bolsas? Tiene que traer bolsas grandes. Venga cuando necesite alguna cosa.
La mujer, dice Margarita, "tiene más problemas que yo". Vivía en Villa Cartón, a pocas cuadras, en Roca y Lacarra, hasta que el incendio del 8 de febrero de 2007, supuestamente provocado por cuestiones políticas, consumió su casa.
Al rato, se acerca una joven con un niño de aproximadamente un año de edad. Con acento boliviano y en voz muy baja, explica que no sabía que se iban a dar guardapolvos y útiles escolares, que se perdió el reparto, y pide a Margarita algunos para su hija. Margarita contesta que sólo le quedaron en color celeste. Ella dice que gracias, que volverá la próxima, y se va.
-Todo el tiempo se acerca la gente a pedir cosas, pero muchas quieren que le den todo servido -observa Margarita-. Decimos que repartimos un día o que hacemos la inscripción para el jardín un día a una hora y siempre van llegando madres que dicen que no se enteraron. El otro día, repartimos guardapolvos y había chicas que venían a cambiarlo porque decían que a sus hijos les quedaban muy grandes de largo o de mangas. ¿Por qué no le hacen ellas el dobladillo? ¡Quieren todo servido! Fijate, recién, si la chica hubiera tenido real necesidad se hubiera llevado el guardapolvo, no importa el color.
Margarita juzga y reniega sin culpas ni dilemas morales, como sólo se animan a hacerlo quienes también estuvieron en la situación de no tener casi nada.

***
(.) La familia de Margarita compró un terreno en Los Piletones. Hubo un tiempo de transición en el que algunos integrantes vivían en Lugano (en Villa 20) y otros cuidaban el nuevo terrenito, mientras construían algo decente donde vivir. De hecho, por un tiempo, mantuvieron las dos casas. "Tuvimos la suerte de que tiraron en la quema unos tambores de chapa de 200 litros. Como ocho o nueve. Y usamos eso para construir la casa: los abrimos al medio, los estiramos, y los usamos como pared", me dijo Oscar, el hijo de Margarita.
La primera casita era de chapa, tenía dos cuartos de dos por tres metros, un bañito y un comedor de tres por tres. Ocupaba gran parte de lo que hoy es el Jardín. También tenían un terreno más, justo al lado, para almacenar lo que juntaban en la Quema. Después, cuando vendieron la casa de Villa 20, cada tres, cuatro o cinco meses iban adquiriendo un nuevo terreno. Gran parte de lo que hoy es el centro de salud se lo compraron en 1998 a Sarita, una de las primeras colaboradoras y amiga de Margarita, por 1600 pesos.
"Mi viejo fue un adelantado. Fuimos los segundos o terceros en llegar acá. Él rellenaba la calle y todo el mundo se burlaba y le decían: ¿Qué sos, empleado municipal? Y nosotros estábamos a 30, 40 centímetros del piso y cuando había inundación, todo el mundo se inundaba menos nosotros", agregó Oscar.
¿Cómo se vive día tras día entre la miseria, la basura y sin servicios básicos?, se pregunta uno desde fuera de la villa, de esa clase social, de esa historia. A los Antunez-Barrientos para esa época les iba mejor que a sus vecinos. Quizá por eso, también Margarita se lo pudo preguntar. Porque entre tanta pobreza levantó la cabeza y decidió crear algo distinto, que iba más allá de la mera supervivencia, que la sacó de la inercia de la miseria. O quizá fue su admiración por la Madre Teresa, o quizá fue el ejemplo de la fundadora del comedor "Los Carasucias", Mónica Carranza., o quizá, todo.
También tuvieron olfato. Isidro no quería que Margarita estuviera tanto tiempo fuera, limpiando casas de familia. "Ya está grande", decía. Y además los chicos quedaban solos todo el día. Margarita había mamado el modelo de comedor en Lugano y fantaseaba con ejercer aquel rol de jefa y protectora. Como me contó una de las personas en quien se apoyaron para hacer germinar aquel sueño, la idea del microemprendimiento familiar, que les permitiera a Margarita e Isidro estar más presentes en la vida de sus hijos y a la vez autosustentarse, cerraba por todos lados.
Los comedores comunitarios no eran algo frecuente (como lo son ahora) a mediados de los 90 en la Ciudad de Buenos Aires. Su antecedente directo eran las ollas populares instaladas por madres de familia, de forma provisoria y en plena calle, para satisfacer el hambre en la época de las protestas y saqueos por la hiperinflación de 1989. Algunas pocas de esas ollas se habían reconvertido en comedores y guarderías.
En la rústica casa de los Antunez-Barrientos en Los Piletones, por el año 1996, siempre había chicos y nadie se iba sin comer. Margarita traía esa impronta de familia. Soledad recuerda que su papá, Isidro, le decía que, para estar bien, primero había que llenarse la panza.
-Nosotros empezamos dando de comer a quince niños y un abuelo. Era un galponcito así de chapa que teníamos que de noche se convertía en la pieza de nosotros y de día se transformaba en comedorcito. Yo con 10 hijos ¡Ya venía con un comedor puesto! -dice Margarita. Está sentada en la cocina del jardín esperando su almuerzo y ríe. Le gusta hablar de los orígenes de su proeza.
-Era como que a mí me gustaba, porque yo la veía a Mónica Carranza cuando salía por televisión y a mí me encantaba. "Qué fuerza la de esa persona. Qué lindo sentirse tan querida como ella lo reiteraba", pensaba. Yo decía: "Qué lindo es dar de comer y sentir un día tan satisfecho que sabés que ayudaste a miles de personas, sobre todo a las familias". Y bueno, a Mónica Carranza yo la tuve siempre como una persona que me gustaba lo que ella hacía. Y también soy muy devota, muy creyente de la Madre Teresa de Calcuta, que la tengo muy presente. Las cosas con las personas enfermas que ella se conectaba y que nunca se contagiaba de ninguna enfermedad. Es una persona realmente merecible de la palabra Virgen.
A la Madre Teresa la tiene en un cuadro en la panadería y en una foto en el comedor de su casa. Sólo le basta alzar la vista para recordarla.
Quise entrevistar a Mónica Carranza a mediados de 2009. Cuando llamé a la Fundación Los Carasucias me contestaron que estaba enferma y no daba entrevistas, que tal vez cuando se curara podría hablar conmigo. Pero murió de cáncer de útero unos meses después, el 28 de diciembre. Acompañé a Margarita a su entierro.

***

Primero Margarita daba sándwiches. Después sumó sopas. Hasta que, cuando empezó a preparar comida más sustanciosa, se dio cuenta de que la cosa iría creciendo y que iba a necesitar ayuda. Salió entonces a esparcir la idea, puerta por puerta, por lo que entonces eran algunas casillas sueltas en los pasillos de tierra, escombro y barro. Lanzó la convocatoria y así conoció a las que serían sus aliadas y, también, a algunas futuras enemigas. Cuando las tuvo a todas juntas, las arengó y terminó de convencerlas. Desde ese día, al Comedor lo harían entre todas. "Había muchas mujeres que se acercaron, éramos como once. Eran gente conocida. Todas vecinas", recordó Margarita. A todas las entusiasmó la idea de pertenecer a una institución. Nunca nadie les había pedido su ayuda para nada. Además Margarita, recuerdan, se mostraba absolutamente convencida de su emprendimiento.
Margarita nunca había contado en los medios acerca de sus primeras compañeras de ruta. Cuando le pregunté por primera vez quiénes eran aquellas once mujeres, me contestó:
-Isabel Vera [esposa de Marcial Ríos]; Sarita; Miriam; Petrona; Ana, una señora que ya no vive acá, se fue a vivir a otro lado; Mónica [Ruejas], que era la presidenta [de la Junta Vecinal]; Delicia; la nuera de Sarita, que se llamaba María; Estela [hija de Sarita] y Beatriz [su hija]. Y yo.
Tiempo después intenté averiguar más sobre algunas de ellas, de las que no sabía nada, y entre Margarita, Isidro, Beatriz y Miriam intentaron recordar nuevamente de quiénes se trataba aquel grupo de las once. Se confundían con algún nombre, se corregían entre ellos y volvían a arriesgar. Margarita repetía: "Sí, es cierto, yo me acuerdo que eran once mujeres", y entonces reemplazó a María por su hija Romina.
Cuantas hayan sido las mujeres que colaboraban, lo cierto es que -exceptuando sus hijas- de quienes participaron en el Comedor en un primer momento un tercio la acompañaron unos meses; otro tercio, unos años; y hoy solo Petrona, Miriam y Sarita siguen cerca de Margarita o del emprendimiento. Las mujeres tenían un promedio de 25 años. A Margarita le faltaba poco para llegar a los 36. Las más jóvenes eran sus hijas Beatriz, de 17 (que en esa época vivía con su pareja a pocas cuadras y recién había parido a su primer hijo), y Romina, de 18. La más vieja era Sarita, de 47.
-"Sí, yo me animo, yo te ayudo" -cuenta Margarita que le dijo Sarita-. Era mamá de ocho y abuela de tres. Vivía acá, donde es el centro de salud. Eso era todo el rancherío. Vivía con don Filo, el que era su marido, y ellos trabajaban todos en la ciruja. Y lo que hacían los fines de semana era con el carro traer cascotes para rellenar acá el terreno, porque todo era inundable.
Alta, flaca y huesuda, de pelo corto, crespo y entrecano, Sarita es una de sus primeras amigas del barrio. Fue su fiel compañera en los programas de televisión a los que sería convocada durante los años siguientes. Estuvo a su lado hasta que un tiempo después empezó a consumir paco, como varios de sus hijos. Se volvió aún más varonil y esquelética. Hoy come y se baña en lo de Margarita y frecuentemente se la ve sentada a su lado, en silencio, algo perdida, mientras escucha cómo el Comedor sigue andando a su alrededor.
-Ahí enfrente vivía una señora, Rosa, que tenía diez hijos y tres nietos. Ella estaba sola, no tenía marido. Habían hecho un ranchito de alfombra y había un colectivo viejo que ellos lo usaban como dormitorio. Y esos chicos, cuando lo veían venir a Isidro con el carro, salían corriendo de la casa. Porque traía pan, facturas, frutas. Y lo ayudaban a descargar el carro. Yo les hacía mate cocido y les daba. Rosa sabía salir a cirujear, a vender flores y a pedir. Iba con uno o dos de ellos y el resto se quedaba. Los hijos de Sarita y los hijos de Rosa fueron los primeros que comieron en el Comedor -contó Margarita.
Estela, la hija de Sarita, era flaca y alta como ella, participó solo unos meses y hoy vive en el Conurbano. Ana era una vecina de la cuadra, chilena, bajita y robusta, que tenía seis hijos y que al año vendió su casa y partió con paradero desconocido. Isabel Vera, la esposa del entonces futuro presidente de la Junta Vecinal Marcial Ríos, me dijo lo siguiente:
-Me enteré de que estaba por abrir un comedor y me acerqué a ayudarla. Al principio llevábamos cada una un paquete de fideos, para que alcance para todos los nenes. Me iba bien temprano y me quedaba hasta después de comer, a eso de la una, una y media, que volvíamos.
Es petisa y de pelo castaño claro. Participó en el Comedor unos cuatro años y, dice, se alejó porque ya no le alcanzaba el tiempo para cumplir con sus obligaciones de madre
Por último, Mónica Ruejas y Delicia, una mujer morruda, bajita, morocha y de rulos que aún vive en la zona, se alejaron de Margarita por el año 2000.
LUCIANA MANTERO


***

(.) Aunque ya venían dando de comer desde antes, el día que Margarita estableció como día uno, como fecha oficial y mítica de la creación del Comedor, es el 7 de octubre de 1996: "Fue el día que nosotros empezamos. Un lunes. Legalmente el Comedor se anotó después de mucho tiempo, al año. Un día 7, porque yo soy muy creyente de San Cayetano y para mí el día 7 es muy importante. En el sentido de que San Cayetano siempre estuvo conmigo por un montón de cosas, por las ayudas que después recibí, sin ser nadie, vio", me explicó.
"De a poco armamos esto. Al principio era tan precario. Entraba lluvia por todos lados; no podíamos encender el fuego; los chicos lloraban de hambre. Hasta que el 7 de octubre de 1996 recibí a mis primeros 68 chicos. Ese día golpeaban las mesas pidiendo comida y venían en cuero. Ahora ya no; ahora ya no tienen necesidad de mendigar", recordó en 1999 en una nota para la revista Gente.
Durante unos nueve meses el Comedor se abasteció, además de con la jubilación de Isidro y el subsidio de Margarita por madre numerosa, con el aporte de las vecinas y con lo que la familia juntaba cada día cuando salía a cirujear. Isidro iba a la madrugada, volvía para las 8 y compraba los alimentos para el día. Walter y Cuqui hacían lo suyo a la tarde y lo recaudado se vendía el sábado para comprar harina, fideos y otros alimentos. Ya tenían gente que los conocía y les daba fruta y verdura que les había sobrado.
"Cocinábamos acá afuera. No teníamos cocina. Hacíamos fuego y cocinábamos en el horno de barro que Isidro había hecho. Todo el día. Terminábamos de cocinar al mediodía y ya empezábamos con el pan del otro día o a hacer torta frita si nos alcanzaba para comprar la levadura. (...)