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viernes, 13 de julio de 2018

ROND POINT....NOSTALGIA, RECUERDOS Y MUCHA VIDA


Rond Point, un ícono de los 90, cerró por reformas y reabrirá con nueva propuesta
Eliminarán el restaurante, tendrá más protagonismo la cafetería y Audi ampliará su espacio; podría cambiar de nombre
Eliminarán el restaurante, tendrá más protagonismo la cafetería y Audi ampliará su espacio; podría cambiar de nombre
Por los vidrios tapados, las mesas en la vereda y obreros que entraban y salían del local, ayer por la tarde el rumor corrió y algunos vaticinaron que el fin del emblemático Rond Point había llegado. Que el bar que funciona desde hace más de 40 años en la esquina de Figueroa Alcorta y Tagle cerraba para siempre sus puertas.
Nada de eso. Ni cierre ni fin. Los que rugen son motores de cambio, de renovación, de una readecuación de la propuesta gastronómica y de una mayor participación de la firma Audi , que además del exclusivo lounge en el segundo piso, destinado a los clientes de la marca, ahora adquiere nuevos espacios en el primer piso [donde hasta ahora funcionaba el restaurante ] y un sector adicional en la planta baja.
"Pasaron ya casi 15 años de la remodelación del local y necesitábamos aggiornarnos -afirma Francisco Bazán, gerente comercial de Desarrollos Gastronómicos SA, el grupo que también gestiona las marcas Dandy y Pizzería Kentucky-. Pero no será un trabajo de la envergadura del que iniciamos en 2004. Se cambiará el mobiliario y ajustaremos la ambientación a los requerimientos actuales. Y el restaurante del primer piso dejará de funcionar para darle más protagonismo al servicio de cafetería, que es la verdadera razón por la cual hoy la gente viene al bar".
La esquina de Rond Point se convirtió en un ícono del espectáculo y la política cuando en la década de los 90 era parada obligada de artistas, deportistas y personajes de la política. Domingo Cavallo, que aún tiene su oficina muy cerca de allí, era un asiduo habitué y algunos periodistas recuerdan que cuando era difícil dar con el ministro, lo mejor era "hacer guardia" en Rond Point. Una táctica que, dicen, no solía fallar.
De chalet inglés a bar temático
La actual, en realidad, es la cuarta versión del local. La historia se remonta a 1948, con las fotos de la época que retratan el aspecto original que tenía en aquellos años, de un pequeño chalet inglés; en 1971 se expandió al anexar una propiedad contigua. También hacia arriba, ya que se agregaron dos nuevos pisos.
En 2004 empezó una nueva etapa y el bar estuvo cerrado por un año. De la mano de Pereira Aragón & Asociados -empresa con experiencia en la compraventa de fondos de comercio de gastronomía y hoteles y encargada también de la refacción de la confitería Las Violetas y el Café de los Angelitos-, la obra de remodelación fue de tal magnitud que los cambios abarcaron prácticamente los casi 1000 metros cuadrados del edificio. Entre los trabajos más importantes recuerdan la eliminación de varias columnas y el desplazamiento de la barra hacia el interior del salón.
En esta ocasión, la nueva puesta a punto demorará apenas un par de meses y Rond Point reabrirá en octubre próximo. "Había citado a unos clientes acá y me encontré con el local cerrado -confió ayer Alberto, un vecino del barrio de Palermo que suele coordinar encuentros de trabajo aquí-. Me quedé totalmente sorprendido, no sabía nada que pensaban remodelarlo. Espero que abran pronto".
Milagros también es vecina del barrio y, aunque no se reconoce entre la clientela de lugar, ayer no salía del asombro. "Es una esquina emblemática, para muchos un lugar de referencia", opinó.
Presencia dominante
La firma de autos de alta gama, Audi, pasará a tener una presencia dominante en la refundación de la confitería. Al espacio exclusivo en el segundo piso se suma el salón donde funcionaba el restaurante y un sector de la planta baja, según confirmó Bazán, que también deslizó un posible cambio en la marca.
¿Rond Point ya no será más Rond Point? No hay respuesta certera, pero una de las chances, deslizó el ejecutivo, es que la confitería pase a jugar en la liga de otras de las firmas del grupo, como podría ser Dandy. "No es seguro, pero no descartamos la opción", concluyó Bazán.

S. V.

viernes, 25 de agosto de 2017

NOSTALGIAS DE AQUELLA MUNICH

ARTURO PÉRZ-REVERTE


Desde hace casi 30 años, la Recoleta es mi barrio cuando viajo a Buenos Aires. Y cada día, haga lo que haga, camino cinco minutos desde mi hotel hasta el lugar donde, invariablemente, desayuno tres medialunas con un vaso de leche tibia mientras hojeo los diarios o un libro junto a las sombras gratas de Borges y Bioy Casares. Ese lugar es el café La Biela, en su esquina formidable desde la que, a través de los ventanales, puedo contemplar el espectáculo diario de lo que más me alegra el corazón cuando estoy en esta ciudad: los perros de las casas vecinas a los que sus cuidadores sacan a pasear en grupos, atraillados y pacíficos, y sueltan un rato para que jueguen en el césped que hay ante los grandes magnolios. Esos perros de la Recoleta son perros felices, chuchos bien, que tuvieron la fortuna de caer en casas donde se les cuida e incluso mima, a diferencia de los otros infelices que vagan por los barrios más humildes de la ciudad, o son abandonados en cualquier sitio cuando dejan de ser graciosos cachorros. Al menos estos que veo pasar ante La Biela están a salvo, dentro de lo que cabe. Y eso alivia un poco mi tristeza cuando pienso en sus camaradas con menos suerte en el mismo Buenos Aires, en España, en tantos lugares del mundo donde la infamia del ser humano desprecia, o maltrata, su lealtad y su nobleza.


En el último viaje, sin embargo, esos ratos felices de la Recoleta se han visto empañados por una pérdida. Si es cierto que sigo desayunando en La Biela, ya no puedo ocupar mi mesa habitual en la Munich, que durante tres décadas fue el lugar al que estuve yendo a comer o cenar, solo o con mis amigos. El restaurante Munich -para los asiduos, la Munich- había nacido en 1930 en forma de lechería, que doce años después se transformó en restaurante de estilo alemán. Lo descubrí en 1982, cuando fui a cubrir la guerra de las Malvinas, y desde entonces casi no hubo día en Buenos Aires que no pasara por allí. Ahora, sin embargo, ya no existe. Lo vendieron sus dueños y, según me cuentan, proyectan construir allí un edificio de doce plantas, clavando un clavo más, uno de muchos, en el ataúd de uno de los barrios más personales y elegantes de la ciudad.


Murió la Munich, como digo. Cerró hace unos meses tras una triste agonía a la que tuve el desconsuelo de asistir. Sus dueños, pendientes de la venta que ya negociaban, la dejaban fenecer como en el tango, y así la vi en mis últimas visitas: sola, fané y descangallada. Durante el último año se había desplomado la calidad de la comida, todo era un enorme descuido, y sólo me ataba al lugar la profesionalidad perfecta de los viejos camareros de chaqueta blanca; que, aunque se les debían varios sueldos, hacían cuanto estaba en sus manos por ser fieles a lo que habían sido. Los clientes de toda la vida, familias en domingo, señores bien vestidos, señoras a las que podía uno llamar señoras sin que le diera la risa floja, seguían acudiendo al restaurante de ambiente tirolés de cabezas de ciervo, manteles blancos y manteca en platitos de aluminio. Pero ya ni el bife era el bife, ni los riñones o criadillas merecían la pena, la omelette de alcauciles estaba para devolverla a la cocina, y las espinacas a la crema brillaban por su ausencia. José Manuel, el viejo, seco y perfecto maître asturiano, jubilado justo cuando empezaba el declive, ya me lo había anunciado: "Vienen otros tiempos, don Arturo. Por suerte yo no voy a estar aquí para verlos". Al despedirnos, me regaló una taza de café con el nombre de la Munich. "A saber dónde acabarán las otras", dijo.


Ahora he vuelto a la ciudad, y al Alvear, y a La Biela, y a caminar unas cuadras hasta la librería Cúspide y las otras -cada vez menos- que aún no desaparecieron del barrio. Y al pasar ante la Munich, cerrada, me he detenido un momento, a recordar. La vieja placa de bronce sigue atornillada junto a la puerta, y por un momento lamenté no tener veinte años menos para venir de noche con un destornillador y jugármela robando esa placa que a nadie importa ya. Lo malo de vivir demasiado, o casi, es que asistes al final de muchas personas y de muchas cosas a las que da pereza sobrevivir. Tu mundo se desvanece y el paisaje se despuebla. Eso es lo que pienso, parado ante la placa que soy demasiado viejo para robar. Miro a mi alrededor, desolado, y entonces tengo la suerte de ver que un grupo de perros atraillados pasa por la vereda, moviendo el rabo. Y me consuelo pensando que al menos, en esta ciudad que tanto amo, todavía hay perros felices, hay libros en las librerías, el Puentecito permanece abierto en Barracas y Gardel sigue cantando en Buenos Aires.

miércoles, 25 de enero de 2017

NOSTALGIAS


Un ejercicio para poner en escena la nostalgia consiste en obligarse al recuerdo preciso de los cambios de una ciudad. Más que de los cambios, incluso de aquello que había en cada lugar justamente antes de los cambios.


En ese local de mitad de cuadra donde funciona ahora una verdulería, ¿había antes un negocio de filatelia? ¿O era una relojería? ¿A qué reemplazó ese bar impersonal de amplias vidrieras? ¿Qué habrá sido de la fábrica de pastas a la que íbamos de chico los domingos, en esa avenida por la que ya no pasamos?
Ya no me acuerdo cómo era la ciudad, ni tampoco el barrio en el que vivo; a veces, peor, ni siquiera me acuerdo de que no me acuerdo y, por eso, ese paisaje parece ser el de siempre. En eso consiste el ilusionismo de las ciudades, en convencernos de que siempre fueron como son ahora. La ciudad se conjuga en presente.
"¡Ah! La ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un mortal", escribió el poeta Baudelaire, y esa sola frase se convierte en la divisa del melancólico urbano.


La melancolía rural se rige por los cambios de las estaciones, por lo que se va (las estaciones, las hojas de los árboles), pero retorna puntual, aunque se sabe por supuesto que volverá a irse, y que volverá de nuevo. La melancolía de ciudad tiene un signo diferente. Nada vuelve en la ciudad.
De a poco, serán cada vez menos los que recuerden, por ejemplo, qué había en la esquina de Rivadavia y Jujuy. Supermercados, torres o cadenas de farmacias irán ocultando ese bar original, ya inexistente porque cerró hace pocos días, en el que Borges, en la década de 1920, iba los sábados a la noche a conversar hasta el amanecer con Macedonio Fernández.
El presente excluye progresivamente nuestro pasado, aun ese pasado que conocemos solamente por los libros, y lo arrincona en la dimensión inmaterial del recuerdo y la evocación. Por eso el recuerdo se parece tanto a la música, porque es incorruptible.


Cuando el compositor Gerardo Gandini decidió publicar sus sonatas para piano con el título común de Anatomía de la melancolía pensaba en algo más que en su propia obra o en una de esas sonatas, cuyo procedimiento consiste en tomar 23 sonidos según las 23 letras del alfabeto que, para Robert Burton, organizan el universo. Acaso pensaba también en la melancolía inmanente de la música misma, en su condición pasajera y transitoria, destinada a realizarse mientras se consume.
Es cierto, sí, Gandini tenía razón, pero. Así como está destinada a consumirse mientras se realiza, la música, hecha solamente de tiempo, está sin embargo fuera del alcance del tiempo, que es el cambio.
En este punto, la tentativa de poner algo a salvo mediante el recuerdo (ese recuerdo espacial de calles y solares en el que me esfuerzo aun cuando sepa que finalmente morirá conmigo y cuya única justificación para eludir el absurdo será el tiempo breve que duró el recuerdo) no corre para la música.


Escribir en palabras es poner algo a salvo de la muerte. Pero no podría decirse que escribir música sea lo mismo, porque poner algo a salvo de la muerte es ponerlo a salvo del tiempo y, dado que la música está hecha de tiempo, no tendría sentido ponerla a salvo de sí misma.
La verdad no es eterna porque sea verdad; es verdad porque es eterna. Esto lo supo ya san Agustín, que no por nada le dedicó un estudio entero a la música.
Mientras, sigo esforzándome por registrar los cambios urbanos, las casas que demuelen y los negocios que cierran. De la música no me preocupo. Las músicas no necesitan nuestro recuerdo. Por eso creo cada vez más que quien compone no "hace" la música, sino que, más bien, la descubre. Todos aspiramos a la condición de música.

P. G. 

viernes, 25 de noviembre de 2016

NOSTALGIAS


La nostalgia, del griego "regreso" y "dolor", podría definirse como un sentimiento de anhelo de un momento, situación o hecho del pasado. Es una de las vibraciones psicológicas y sociales más antiguas en la historia de la humanidad. Los egipcios deben de haber sentido mucha nostalgia por el Reino Nuevo cuando vivían la Época Baja (mucho peor), 1000 años antes de Cristo. Eso de extrañar otros tiempos, muchas veces idealizados por una memoria colectiva bastante selectiva, podría interpretarse como cosa de viejos o de seres poco permeables a los cambios.


La nostalgia suena muy contraria al mensaje cifrado que trae cada avance tecnológico adoptado por la sociedad occidental de manera irrefutable y acrítica. Que te digan "nostálgico" es casi un sinónimo de "reaccionario". Sin embargo, está ocurriendo algo extraño, distinto. Tal vez las ciencias sociales aún no lo hayan detectado, pero existe una prematura sensación de nostalgia por objetos de consumo cultural y hábitos que estaban de moda hace muy poco tiempo.
Antes, la nostalgia empezaba a sentirse por asuntos que habían ocurrido al menos dos o tres décadas atrás; la ropa y las películas de los 80, por mencionar un cliché. Ahora, muchas personas extrañan el contexto o lo que sucedió apenas cinco años atrás, o menos.


La "nostalgia geek" es fuerte entre los treintañeros. En una entrevista, el cantante de rock Santiago Motorizado, ícono de los sub 35, arriesgó que siente nostalgia incluso por aquello que aún no terminó. O sea: el paroxismo de la nostalgia.
Hace algunas semanas, una usuaria de Twitter despotricaba contra el servicio de música streaming Spotify: pedía a gritos en 140 caracteres que le devolvieran sus recuerdos y las playlists que había elaborado en la plataforma Grooveshark. Ese servicio cerró sus puertas... ¡el año pasado! Aunque no lo hacía explícito, la atribulada tuitera, una "joven" o millennial, ya sentía nostalgia por una aplicación que desapareció hace apenas 12 meses.


Con las series de televisión resulta bastante sintomático: los clubes de fans comienzan a organizar eventos y encuentros atiborrados de empalagosa nostalgia unos días después de finalizado el último capítulo. La añoranza infatigable de los groupies de Lost, por ejemplo, es reveladora. Y eso que la serie terminó el 23 de mayo de 2010.
Ni hablar de Pokémon Go. Muchos ya nos habíamos olvidado saludablemente de los monstruitos de este videojuego de mediados de los noventa devenido en animé y serie de televisión. Al parecer, para los desarrolladores, menos de 20 años eran más que suficientes para desempolvarlo y lanzar la aplicación de cacería virtual con un éxito planetario. Quienes vivimos la época de los primeros Pokémon con mucho escepticismo quedamos absortos con la operación "renacimiento".
La nostalgia no es lo mismo que la melancolía. El melancólico siente una tristeza permanente por una pérdida irrecuperable.
Grandes creadores de la literatura y la música abrevaron creativamente en los pantanos de la melancolía. En cambio, la nostalgia tiene algo de banal y caprichoso, porque quien goza de ella busca no poder conservar algo que se poseía.


Quizá los brasileños y los portugueses hayan sintetizado mejor que nadie esa sensación de desasosiego por el paso del tiempo en un solo vocablo: "saudade". Saudade, una palabra que no existe en otro idioma, sería algo así como la nostalgia y la melancolía combinadas: un cóctel intenso.
¿Vivimos frenéticamente esperando el futuro, pensando que todo tiempo pasado (y cercano) fue mejor? Puede ser.
Una buena manera de cerrar estos devaneos mentales, aunque algo inquietante, es recordar aquella frase de Fernando Pessoa, el gran poeta portugués: "No hay nostalgia más dolorosa que añorar lo que nunca jamás sucedió".


Nostalgias
Tango 1936
Música: Juan Carlos Cobián
Letra: Enrique Cadícamo
Quiero emborrachar mi corazón
para apagar un loco amor
que más que amor es un sufrir...
Y aquí vengo para eso,
a borrar antiguos besos
en los besos de otras bocas...
Si su amor fue "flor de un día"
¿porqué causa es siempre mía
esa cruel preocupación?
Quiero por los dos mi copa alzar
para olvidar mi obstinación
y más la vuelvo a recordar.

Nostalgias
de escuchar su risa loca
y sentir junto a mi boca
como un fuego su respiración.
Angustia
de sentirme abandonado
y pensar que otro a su lado
pronto... pronto le hablará de amor...
¡Hermano!
Yo no quiero rebajarme,
ni pedirle, ni llorarle,
ni decirle que no puedo más vivir...
Desde mi triste soledad veré caer
las rosas muertas de mi juventud.

Gime, bandoneón, tu tango gris,
quizá a ti te hiera igual
algún amor sentimental...
Llora mi alma de fantoche
sola y triste en esta noche,
noche negra y sin estrellas...
Si las copas traen consuelo
aquí estoy con mi desvelo
para ahogarlos de una vez...
Quiero emborrachar mi corazón
para después poder brindar
"por los fracasos del amor"...
F. V.