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domingo, 23 de febrero de 2020

RICARDO ESTEVES, OPINIÓN,


Las dos grandes deudas de la Argentina

Ricardo Esteves
La Argentina tiene dos grandes deudas que comprometen su funcionamiento como "un país normal". Aspirar a la normalidad nos suena a "gloria". Una deuda, la primogénita, que es estructural y se gestó entre bambalinas durante el kirchnerismo -fundamentalmente, en los dos mandatos de Cristina Kirchner, cuando cundió el descontrol administrativo- y se generó a partir de los casi cuatro millones de jubilados que se incluyeron en el sistema previsional sin los aportes pertinentes, los más de 1,5 millones de funcionarios incorporados al sector público en la Nación, las provincias y los municipios (¿para qué?) y los millones de planes asistenciales que se distribuyeron, con fuerte concentración en el conurbano bonaerense, para consolidar un sistema de sustento electoral a favor del cristinismo en ese distrito vital para el control político.
Probablemente esa estrategia se haya adoptado a partir de la experiencia santacruceña de afianzar localmente el poder con los recursos que proveía un agente ajeno al sistema: la caja fiscal central del país. Ese esquema se pudo replicar una vez en control del Estado nacional sobre la base de un ingreso excepcional de recursos como fueron aquellos precios extraordinarios para los productos argentinos de exportación. Cuando los precios volvieron a su cauce normal, al país le quedó la deuda de aquel despilfarro de empleos públicos y jubilaciones que hoy no tiene cómo solventar. Y todo ese derroche en las arcas públicas no hizo más que aumentar la pobreza y no cambió el drama que debe enfrentar diariamente la gente humilde para sobrevivir.

Esta deuda presupuestaria -que es origen y causa de la segunda, la financiera- se gestó sigilosamente, sin que la sociedad tomara conciencia de que estaba asumiendo una obligación que la superaba, ya que esa pléyade de nuevos incorporados al erario se diluyó en los compromisos presupuestarios del país. La "factura" de aquel derroche se financió primero con la soja y el petróleo a 600 y 120 dólares, respectivamente (cuando el país contaba con ingentes saldos exportables de ese hidrocarburo, del cual luego se volvió absurdamente deficitario) y luego con las reservas del Banco Central y otros activos que el país logró acumular durante ese ciclo de prosperidad exportadora, el más favorable de su historia moderna.
El final de esa primera etapa de financiamiento de la carga presupuestaria coincidió con el agotamiento de las reservas del Banco Central y los otros activos del país y, paradójicamente, con el fin de 12 años del kirchnerismo en el poder. La segunda etapa se inició y finalizó con los cuatro años del macrismo: nace a partir del acuerdo con los holdouts y el acceso al crédito externo para financiar la deuda original -lo que generaría la segunda gran deuda, la financiera- y culminaría con los últimos aportes del FMI y el cierre de la asistencia crediticia a la Argentina para sostener gastos corrientes del sector público (jubilaciones, salarios y subsidios).
Con la llegada de Fernández al gobierno, comienza la tercera etapa, pero ya no solo para enfrentar la deuda original, sino para dar la cara ante las dos grandes deudas acumuladas por el país: la original, presupuestaria, y la contraída con los tenedores de bonos y demás instrumentos de crédito, para financiar la primera. La aspiración del Gobierno es conseguir una impasse durante su gestión para el pago de la deuda externa con el argumento de que para pagarla el país precisa crecer, lo cual suena lógico. La deuda financiera fue otra aberración, pero ¿qué opción tenía un gobierno que llegó políticamente raquítico a la Casa Rosada? ¿No pagar? ¿Dejar a millones en la calle?
Si Fernández consigue la impasse -ojalá, es posible-, la otra deuda, la de los millones de argentinos que se incorporaron al erario sin la contrapartida de los recursos fiscales, ¿quién la va a financiar? Sin la soja a 600 dólares ni reservas del Banco Central ni institución financiera en el mundo dispuesta a prestarnos, solo queda que deberemos asumirla entre todos. ¿Quiénes somos "todos"? En primer lugar, la otra mitad que no es parte del Estado. Si bien los sectores productivos ya habían comenzado a incrementar su "aporte solidario" en el final del macrismo, el nuevo shock impositivo aplicado por Fernández al apenas asumir es la señal de largada para esta tercera etapa. Para ello, es clave que este grado de presión fiscal no haga decrecer el nivel de la producción nacional.

El balance de cómo reaccionarán los factores productivos es una incógnita, ya que no depende de voluntarismos, sino de realidades fácticas: ¿hay o no hay rentabilidad? Invocando la solidaridad se le puede pedir a un empresario que pague la tasa impositiva más alta del mundo, pero no se le puede exigir que un bien cuya producción le cuesta 10 lo venda a 9. Y menos usando el argumento de que en otros países lo producen a 8. ¡Qué gracia!: tributan la tercera o cuarta parte de las tasas argentinas.
Ante esas instancias, no cabe otra alternativa que defenderse con barreras arancelarias de aquellos países con sistemas tributarios "desleales" respecto del régimen fiscal argentino (suele llamarse dumping a esa competencia desleal, e históricamente refirió a países con salarios de miseria). Más allá de que lo políticamente correcto sea apuntar a los empresarios, lo que realmente se está protegiendo es algo vital para el país, como es el sistema recaudatorio del Estado. Es allí, en las empresas nacionales, donde el Estado puede hincar los dientes a sus anchas, ya que están expuestas en todos los frentes: Nación, provincias, municipios, aportes patronales, cheques, etc.
También Fernández precisa que el sector de los asalariados acepte aumentos marcados por la "moderación" y renuncie a la "cláusula gatillo" de ajustes automáticos por inflación. Los jubilados no tendrán otra opción que resignarse a los aumentos que les den, ya que son el sector con menor capacidad de presión de la sociedad. Para que "alcance" y no estalle una nueva explosión hiperinflacionaria que castigue aun con mayor dureza a todos -y comprometa el mandato de Fernández-, es menester que jubilados y asalariados sacrifiquen parte de sus expectativas de ingreso para sostener a esos millones de argentinos que entraron al ámbito público "por la ventana".
A pesar de que el Estado comenzó a hacer su ajuste durante el gobierno de Macri, daría la impresión de que es allí donde hay "más tela para cortar", pero a quien tiene la tijera lo que más le cuesta es podarse a sí mismo. Fernández está haciendo equilibrios en varios frentes. De los cuatro principales desafíos que planteó (postergar la deuda externa, que el aumento impositivo no afecte el volumen de la producción, que los asalariados toleren desindexar sus sueldos y que la clase pasiva acepte con resignación su recorte), los que atañen al sector empresarial y al previsional aparecen como los frentes donde habría menor conflictividad. Ante este panorama, ¿de dónde surgirá el crecimiento que hará que la deuda externa sea sostenible algún día?

Empresario y licenciado en Ciencia Política

jueves, 15 de marzo de 2018

ECONOMÍA; DESPILFARRO....OPINA RICARDO ESTEVES


RICARDO ESTEVES
El peor problema que enfrenta el Gobierno es el déficit fiscal heredado, pero también que la sociedad no sepa por qué se llegó a esta situación
Tan preocupante como los problemas reales del país es el divorcio que existe entre la realidad y la percepción que de ella tiene la sociedad. Y más grave aún es la creencia sobre los orígenes y las causas de los males que nos aquejan. Dilucidar estas contradicciones es fundamental para evitar que vuelvan al poder aquellos que a través del despilfarro demagógico gestaron este presente explosivo. Muchos, en lugar de atribuirlo a aquel derroche irresponsable, lo asignan a las medidas que inevitablemente deben tomarse para tratar de corregir el desequilibrio heredado. Esas medidas apuntan a algo tan elemental como tratar de armonizar los gastos con los ingresos posibles, algo a lo que este gobierno no prestó la debida importancia cuando llegó al poder.
El meollo del drama argentino son siempre los excesivos gastos públicos y su consecuencia: el eterno y desproporcionado déficit fiscal. Cualquiera que intente corregir esta anomalía que le impide al país desarrollarse con el extraordinario potencial de que dispone es automáticamente tildado de "neoliberal", que viene a quitar privilegios al pueblo para favorecer a los "sectores concentrados".
La sociedad debería figurarse al kirchnerismo -y al populismo en general- como una administradora de consorcios que al hacerse cargo de un edifico, lo primero que hace es eximir a los copropietarios del pago de la luz y el gas de las unidades sin subir el importe de las expensas. Y lo financia hipotecando los espacios comunes del edificio. Cuando se van, los nuevos administradores "neoliberales" deben subir bruscamente las expensas para pagar las deudas y "restituir" a cada departamento la carga de esos servicios, ante el repudio de los consorcistas.
Los que no tengan claro el trasfondo de la trama y se guíen por los resultados concretos en sus bolsillos, añorarán seguramente a los antiguos administradores. Esa clase de riesgo acecha hoy al país en su conjunto y a quienes se postulan a gobernarlo. Más de uno soslayará la corrupción y el autoritarismo, y recordará que con otras administraciones "se vivía mejor". Sobre todo en los sectores que piensan que aquellos aspectos no los afectan en forma directa.
Este gobierno tomó erróneamente la administración del país a "tranquera cerrada" y se cargó a sus espaldas los desaguisados y la bomba atómica en gestación que dejó el kirchnerismo. Es cierto, impidió la explosión de un ajuste severo de entrada, pero eso no quiere decir que no tenga más remedio que hacer el ajuste en cuotas.
En su estructura, en la Argentina hay una mitad que produce bienes y servicios que vende casi en exclusividad al mercado interno, ya que no tiene condiciones de competitividad para venderle al resto del mundo. Esto se debe a factores estructurales, fruto de tantas décadas de populismo (tanto de gobiernos civiles como militares): brutal presión impositiva, condiciones laborales ineficientes, pobre infraestructura, tipo de cambio no competitivo, alta inflación.
La otra mitad que es el Estado (y la gente que directamente de él depende: funcionarios, jubilados, subsidiados) vive de los impuestos -con las tasas más altas del mundo- que le cobra a la mitad productiva y de la importante deuda que por ahora puede colocar en los mercados internacionales (y que fue de 40.000 millones de dólares en 2017). Siendo esta ecuación insostenible en el tiempo, el Gobierno no tiene más opción que tratar de reducir el déficit. Y la única vía posible es achicando el gasto público. Ahora, cualquier reducción en las erogaciones del Estado impacta negativamente en la mitad productiva, que no tiene otra opción de venta que no sea el mercado interno. Por esa razón, los economistas que suelen dar letra al populismo (ahora travestido como "campo nacional y popular") y todo el sector empresario que está atrapado en este modelo -no necesariamente por convicción, en muchos casos empujado por las circunstancias- rechazan esos recortes con vehemencia, y no sin su cuota de razón. Suelen acompañar la queja con la expresión "a esto ya lo vivimos". En el fondo, "todo lo hemos vivido". Y nada dio resultado porque nunca se pudo controlar el déficit fiscal.
Tal vez por esas actitudes muchos despotriquen contra los empresarios, acusándolos de prebendarios y celadores del mercado interno. Pero son los pocos que han podido sobrevivir. La Argentina supo tener el empresariado más importante de América Latina. Y lo fue destruyendo, sector por sector. Todo en aras de hacer concesiones al "pueblo", o sea, a los votantes, que son el sostén de la clase política. Esas concesiones (que ahora los neoliberales pretenden quitar con la reforma laboral y otras yerbas) fueron carcomiendo la competitividad de los distintos negocios, que desfallecieron uno a uno. Se critica que venden productos caros. No hay que olvidar que más de la mitad del precio va al Estado vía impuestos. Si se reemplazan por bienes chinos, va a quedar la pobre soja para sostener a todos. Otros apuntarán que los que sobrevivieron lo hicieron a costa de otros sectores. Si fue así, sucedió porque los intereses de esos sectores se alinearon con los de la política. Fue siempre la política (o el populismo) la que determinó el rumbo.
El Gobierno y el país están hoy embretados en una suerte de círculo vicioso con un margen ínfimo de acción en virtud de la opción por el gradualismo. Se apostó de inicio y con ilusión a un torrente de inversiones que equilibrarían las cuentas fiscales en pocos años, algo que con tan pocos alicientes en el país nunca llegó. Son los mismos "pocos alicientes" que atrofiaron la competitividad internacional del aparato productivo argentino.
Aunque no se tenga esa impresión, las empresas radicadas en el país -tanto de argentinos como extranjeras- están todas invirtiendo, pero esa inversión "no mueve el amperímetro" ya que existió siempre, hasta en los años de mayor sesgo antiempresario del kirchnerismo. No pueden dejar nunca de invertir, aunque más no sea para tratar de conservar su cuota de mercado.
Como si fuera poco, en este difícil contexto macroeconómico están los factores sociales y humanos que no se pueden desdeñar. Se hace muy difícil achicar el gasto público reduciendo personal -que es el nudo gordiano del gasto público-, ya que el que se queda sin trabajo en el Estado no tiene normalmente donde ir (sí ameritaría la prescindencia en los casos flagrantes de incumplimientos, ausentismos permanentes o equivalentes, ya que son un mensaje devastador al interior del sistema público).
Tampoco es posible no ajustar los salarios en una proporción cercana a la inflación, ya que a muchísima gente "no le alcanza" con los salarios actuales. Y si se rezagan demasiado, eso impacta en las ventas de la mitad productiva del país, y de rebote en el nivel de actividad y el empleo.
El Gobierno subestimó los problemas y cometió el craso error de no "blanquearle" a la sociedad la realidad. Por eso es tarea esencial para estos dos años de mandato que le restan, en los que deberá navegar en aguas turbulentas, explicar con nitidez y sin tapujos a la sociedad cuál es la raíz de los problemas que nos aquejan para no hacerle el juego a los irresponsables que nos metieron en este atolladero. Acorralado por una sociedad mal informada, el Gobierno procede con una entendible ambigüedad. Es por todo esto que cabe la pregunta: ¿hay margen para otra cosa que no sea el populismo en la Argentina?

El autor es empresario y licenciado en Ciencia Política

domingo, 27 de agosto de 2017

EN "EL ESPACIO MENTE ABIERTA; RICARDO ESTEVES

RICARDO ESTEVES

El país no necesita un pacto de la Moncloa, sino un plan Marshall
Una inyección de recursos detendría el estancamiento y activaría la economía en la senda del desarrollo
Federico Manuel Peralta Ramos, el irrepetible filósofo popular, solía señalar que lo importante era "darse cuenta". Esto viene a colación porque pareciera que los argentinos no nos damos cuenta de los procesos que se repiten y que le impiden al país salir adelante. Como si tropezáramos una y otra vez con la misma piedra.
Algo muy grave está sucediendo en el país y pareciera que nadie se da cuenta: se precisan entre 35.000 y 40.000 millones de dólares de préstamo cada año, no para estar bien o para encaminar el país al desarrollo, sino para evitar la implosión de la economía. Sólo para "zafar", para dejar a casi todos un poquito menos descontentos. Más allá de los aciertos y los errores de la actual gestión, es más que obvio que un agujero financiero de semejante naturaleza no puede achacárseles a sus apenas 19 meses administrando el país.
Esto es consecuencia de un proceso estructural gestado en 6 o 7 décadas, que la mala resolución de la gran crisis de 2001 no corrigió. Fue una gran oportunidad perdida. Ese proceso se profundizó y se agravó dramáticamente en los trágicos 12 años de kirchnerismo, a pesar de que buena parte de la sociedad puede haberlos percibido falazmente como un período de bonanza.
En esos años se perpetró el atrofiamiento del instrumento fundamental para llevar a cabo cualquier cambio: el Estado nacional (y en muchísimos casos, también los estados provinciales y comunales). Por medio de la incorporación masiva de personal innecesario con fines clientelísticos, la corrupción generalizada y el descontrol administrativo, el Estado perdió capacidad operativa. Hoy implementar cualquier política desde el Estado, por más insignificante que sea, puede resultar una quimera.


Un país no es como una lancha a motor, que puede cambiar de rumbo en un santiamén. Es más bien como un transatlántico, que para tomar el camino contrario requiere un sinfín de procesos y coordinaciones operativas. Necesita que todos los mandos y los instrumentos respondan a las decisiones. Y cambiar la dirección lleva sus tiempos.
El Estado heredado del kirchnerismo es hoy un mastodonte amorfo e inoperante que succiona tantos recursos de la comunidad que le impide a ésta desarrollarse. Con ese Estado resulta muy difícil implementar cambios. Para colmo, en el único reino de estabilidad laboral, el Estado, donde la obligación de todo funcionario público es ejecutar las iniciativas del Gobierno, muchos niveles medios de la administración que continúan ligados al kirchnerismo boicotean las decisiones. Lo mismo sucede con sectores de la Justicia, que a través de amparos y otras medidas bloquean la gestión.
En este contexto, y de poder continuar con el intento de tratar de impulsar un cambio, hay que ser realistas y esperar que los primeros resultados recién puedan palparse dentro de 4 o 5 años. La gran pregunta es si la sociedad argentina, habituada a la impaciencia y a gastar por encima de sus posibilidades, tendrá la comprensión necesaria para soportar las restricciones que esto implica.
Aun con todas las injusticias e imperfecciones que puedan adjudicársele, la Argentina logró a mediados del siglo pasado una posición privilegiada en el contexto mundial. Fue gracias a la acción del Estado, y sólo desde éste puede darse una recuperación. Por eso, tanto o más que las medidas de coyuntura, importan las que vayan destinadas a reconfigurar el Estado, a restituirle vitalidad y eficacia.
En estas circunstancias, muchos aspiran a soluciones mágicas. Otros insisten en acordar algo equivalente a los pactos de la Moncloa, que permitieron el espectacular despegue de España. Aquellos pactos fueron posibles porque a pesar del relajamiento de la economía en los últimos años de la dictadura -crisis petrolera de por medio-, básicamente Franco legó a España una economía estructuralmente sana y capitalizada. Con los brutales desajustes que aquejan hoy a la Argentina, es poco probable lograr acuerdos trascendentes.


¿Quién de los actores principales de un pacto de esa naturaleza -clase política, empresariado y sectores del trabajo- puede hacerse cargo de ese faltante anual de 35/40.000 millones de dólares? Mientras tanto, solo el Estado puede salvar el conjunto cargando a sus espaldas la mochila de una deuda que puede hundirnos a todos una vez más.
Hay que entender que el Gobierno debe hacer malabares para pagar sueldos, jubilaciones y subsidios. No tiene más remedio que emitir para hacerse de pesos. Pero debe hacerlo con moderación. Si se excede, la inflación puede escaparse otra vez. Debe pedir plata prestada. A razón de 40.000 millones de dólares por año. Si pidiera más, podrían cortarle el crédito y la estabilidad del país se vería amenazada. Como aun así no alcanza, debe subir las tarifas, sabiendo el daño social que provoca, su impacto en el consumo y el costo político que se autoinflige. Y si se excede, la paciencia de la sociedad estalla. Todos hablan con ligereza de bajar el gasto público, pero ¿cuál de estos rubros que son el corazón del gasto toleraría un recorte significativo: salarios, jubilaciones o subsidios personales?
Es muy poco probable que llegue inversión a un país con este escenario, estos niveles de inflación y, sobre todo, esta brutal presión impositiva (algunos analistas incluirían como imprescindibles además otros requisitos). Y sin un shock masivo de inversión no hay posibilidad de aumentar la producción y los ingresos de manera de revertir el brutal déficit estructural que padecemos y que sólo garantiza atraso y estancamiento.
En lugar de pactos de la Moncloa, lo que el país realmente necesita para destrabar el círculo vicioso en el que está atrapado es una suerte de plan Marshall. Que durante al menos por tres años la Argentina reciba un flujo anual adicional a los préstamos de 100 mil millones de dólares. Hoy parece una utopía, pero en vísperas del G-20 en la Argentina y por lo que representa esa cifra en el mundo, nada es imposible. Se usaría parte de esos fondos para reemplazar la emisión, lo que conllevaría una reducción drástica de la inflación. Se usaría otra parte como ingreso corriente del Estado que permita una disminución contundente de la carga tributaria que hoy esquilma a la sociedad. Y, finalmente, se podría destinar otra parte a un masivo plan de obras públicas, que mejorara ostensiblemente la infraestructura y a la vez estimulara la demanda y el empleo. Habiendo tanto potencial y tanto por hacer, en el contexto que se generaría con esa inyección de recursos, se estaría creando el marco propicio para que se produzca ese shock de inversiones que saque de una buena vez el país del estancamiento y lo lleve al desarrollo. Sin un plan de este tenor, el esfuerzo será titánico, traumático y muy prolongado.


Atención, que una circunstancia de esta naturaleza no será fácil de administrar, ya que gran parte de la sociedad -o casi todos los sectores- bregará desesperadamente para que esos recursos se destinen a mejorar su postergada participación en el ingreso nacional en vez de aplicarse a sentar las bases para el desarrollo. Sin un gobierno lo suficientemente fuerte, se corre el riesgo de que en lugar de atender esos fines, todo se traduzca en un nuevo boom de consumismo.
Contra ese espíritu distributista irrefrenable e irresponsable apuntan estas reflexiones. Y para pedir a la sociedad comprensión y tolerancia para con los que están intentando un nuevo rumbo. Sociedad y autoridades deberíamos empezar a darnos cuenta de dónde estamos parados.

Empresario y licenciado en Ciencia Política