viernes, 8 de septiembre de 2017

HABÍA UNA VEZ...

Milos me hace escuchar un viejo disco de Goran Bregovic. Son la hondura de su lamento funerario y el estrépito de su vehemencia gitana los que me devuelven a una mañana de sábado del invierno de 1996. Hay un hombre acongojado junto al foso donde otro hombre reposará para siempre. Es un hombre despidiendo a su padre, en silencio. El silencio es profundo y también la tristeza, pero no hay gravedad en los rostros, apenas la fatiga y el desconsuelo que provocan las primeras señales del adiós inminente. En los semblantes demacrados por la luz de la mañana y el insomnio, junto al dolor se insinúa un destello de la dicha, la serenidad que provoca saber que el hombre que ha partido no ha dejado casi sueños sin cumplir.
Miro la escena con el placer secreto que desde mi niñez me producen los cementerios. Ese hechizo ocurrió por primera vez cuando tenía unos 9 años. Todavía recuerdo la fuerte impresión que en ese entonces provocó en mí la descripción que hace Charles Dickens en Oliver Twist. El disfrute se mezcla siempre con una dosis de inquietud y un dejo de melancolía. En los días de la infancia, esa fascinación era consecuencia apenas del miedo que traía la vívida descripción de ese ambiente tenebroso; con el paso de los años, ese escalofrío fue transformándose en sensaciones más sutiles y trayendo aquellas preguntas que vienen perturbando el ánimo de los hombres desde que éstos se interrogan sobre la soledad, la memoria y el olvido, el sentido de la vida y el de la muerte.
Unos metros más allá, dos mujeres de gesto apesadumbrado y anteojos oscuros aprietan en sus puños un manojo de flores y las cuentas de un rosario antiquísimo. Murmuran oraciones al cielo para que alguien se apiade de sus difuntos y resguarde sus almas. Camino entre dos hileras de tumbas grises sin flores y, entrecerrando los ojos, con el oficio de un actor que fragua la biografía de una criatura cuya existencia montará luego sobre un escenario, sueño un pasado para cada uno de esos nombres extraños que nada me dicen, invento vidas imaginarias a esos muertos ajenos mientras observo en la piedra funeraria las fotografías ovaladas carcomidas por el sol.
En la quietud del camposanto, sobre el rumor de la escarcha matutina deshaciéndose bajo las suelas de los zapatos, se escuchan de pronto un crujido de cristales y el ruido seco que produce una botella que acaba de ser descorchada. Milos eleva su copa a un cielo de nubes espesas, se une en un brindis con sus familiares cercanos, murmura unas palabras que no alcanzo a comprender, pero creo saber que son de gratitud al hombre que le enseñó los secretos de una vida de aventuras, las delicias de la buena mesa y el humor exuberante de los Balcanes, cuyas desmesuras resuenan en el cine de Emir Kusturica y en la música de Goran Bregovic con su alegría delirante y su atmósfera litúrgica, con la agitación de sus cuerdas y la exaltación de la fanfarria gitana.
Música de bodas y funerales, música hecha de restos y memorias de un tiempo muy antiguo, trágica y a la vez rebosante de vida, en cuya portentosa vitalidad encuentran sosiego los soldados que fatigan sus almas (y dejan sus vidas) en las trincheras. En medio de las sombras de la noche, cuando acaba el estruendo de los bombardeos y se disipan las estelas de los cohetes dejando ver un cielo estrellado, soldados de rostros ennegrecidos y desarrapados rememoran su infancia mientras fuman un cigarro a la luz de la luna: mecidos por el sonido familiar de viejas canciones, añoran el abrigo que solían brindarles sus madres o sus novias o el abrazo de sus padres, y encuentran en esos sonidos una alegría que enmascara los dolores de la guerra y el sosiego que mitiga la incertidumbre y el temor que despierta en ellos el futuro.
Milos empina su copa y, luego de vaciarla de un trago, la hace estallar sobre el féretro en que yace su padre muerto. El gesto es repetido por todos los demás. Entre los amigos que nos agrupamos a un costado del sepulcro nos preguntamos cuál será el origen de ese rito. Sobre un fondo de cristales rotos, viene a develarnos la escena con su humor desproporcionado, que tantas veces ha mitigado las penas de sus amigos agradecidos y muchas otras nos ha hecho romper en carcajadas interminables.
-Ningún rito -dice. Escuchamos con cejas de asombro-. Era un viejo borrachín, se merecía esta despedida -dice, y se ríe.

V. H. G.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.