El duro y revelador retrato de una mujer
En La llamada, Leila Guerriero propone un personaje marcado por la épocaPor Diana Fernández Irusta
En las primeras páginas de La llamada, Leila Guerriero (Junín, 1967) escribe: “Este libro es el retrato de una mujer. Un intento”. La mujer en cuestión es Silvia Labayru y el retrato, una crónica poderosa, imposible de soltar una vez que se inició la lectura; un libro cuyo enorme trabajo de construcción se siente en cada línea y cuyo eje, radiante en el pleno sentido de la palabra, es Labayru, un personaje real con la sustancia de las más ambiciosas ficciones.
Nacida en el seno de una familia de militares, Labayru ingresó a la agrupación Montoneros en la adolescencia, mientras estudiaba en el Colegio Nacional Buenos Aires. Ascendió en la organización y, luego del golpe de Estado de 1976 –embarazada de cinco meses–, fue secuestrada y trasladada a la ESMA. Allí, a los 19 años, será torturada, dará a luz a su hija y, en parte por azar y en parte por su belleza, clase y brillo intelectual, terminará incorporada a un particular experimento: el proyecto de “recuperar” a cierta élite montonera.
La “recuperación” era un pasaporte a la supervivencia y, cuadro al fin, Silvia decide jugar el juego: logra que su hija sea entregada a los abuelos, hace los trabajos (traducciones, escritos) que le piden sus captores, sostiene diálogos con ellos sin que se le mueva un músculo al escuchar los alaridos de los torturados, acepta convertirse en la amante de un oficial. Con feroz autocontrol, Labayru ejercita la doble faz: hacia afuera, gestos de “recuperada” que sonríe mientras arrastra los grilletes; hacia adentro, un disciplinado aferrarse a sí misma.
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En más de una ocasión, la canadiense Margaret Atwood mencionó el robo de bebés durante la dictadura argentina como uno de los elementos inspiradores de El cuento de la criada. Podríamos preguntarnos si, además, algún relato de “recuperadas” no habrá hecho eco en los obsesivos monólogos donde el personaje de Offred se recuerda a sí misma que sigue siendo June. O la violencia sexual –a veces– atemperada por las formas: a las criadas los amos de la puritana Gilead cada tanto “invitaban” a citas clandestinas. En la Argentina –nos cuenta La llamada–, Silvia participaba, junto a un represor, de encuentros de té en casas de señoras elegantes, y hubo prisioneras de la ESMA a las que los marinos llevaban, vestidas para la ocasión, a tomar algo en la boîte Mau Mau. Una perturbadora zona de encuentro entre verdugos y víctimas que ya había sido mencionada, entre otros, en libros como Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso, El fin de la historia, de Liliana Heker, o en el documental Montoneros, una historia, de Andrés Di Tella.
El fotógrafo Dani Yako publicó hace dos años exilio 1976-1983, libro donde compila imágenes de la pequeña comunidad que él y algunos amigos (todos exestudiantes del CNBA) crearon en España. En ese libro hay fotos de Silvia Labayru recién llegada de la Argentina. Hay también un texto donde ella se refiere a sus “tres exilios”. Uno, escribe, fue el que aceptó con la militancia, el exilio de “la voluntad”. Otro, el de la ESMA, donde permaneció secuestrada 18 meses y al que llama “el exilio del no-ser”. Y finalmente España, país al que llega “con la cabeza alta y a un tiempo herida”.
En un pasaje de La llamada, Leila Guerriero se detiene en una de las fotos de exilio. Allí están Silvia, su primer marido, Alberto Lennie, y Vera, la niña nacida en cautiverio. Nadie sonríe, señala Guerriero. “Yo era una apestada”, le dirá Labayru, en relación a su llegada a Madrid y la reacción del exilio argentino y los organismos de derechos humanos. Para todos ellos, quienes habían sobrevivido a los centros de detención eran sospechosos de traición. Sobre los hombros de Silvia pesaba una carga adicional: Alfredo Astiz la había llevado con él cuando se infiltró en el grupo de familiares de desaparecidos que se reunía en la iglesia Santa Cruz, operativo que en 1977 terminó con la desaparición de 12 personas, entre ellas las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon.
En España, donde la “pendulación entre lo monstruoso y lo trivial” seguiría marcando su vida, Silvia descubrió que los únicos que le abrían los brazos eran sus viejos compañeros del Colegio; una marca institucional devenida en lengua común, lazo, familia.
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“Me revienta que estén sacándote fotos y viendo si se te cae la lagrimita. Y no, no se me cae la lagrimita”, suelta, lejos de aquellos tiempos y muy en presente, tras asistir a un acto en la exESMA.
Labayru, mujer templada al acero. Guerriero, periodista conocida por la dureza frente a sus entrevistados. No obstante, Leila se pregunta, luego de cada encuentro con Silvia, cómo habrá quedado esa persona a la que sometió, el escalpelo a fondo, a preguntas ciertamente difíciles.
Durante casi dos años, la periodista habló con Labayru, con sus amigos del CNBA, compañeros de militancia, parejas anteriores, el novio actual, el padre. Los testimonios se entretejen con la abundante literatura que sostiene esta investigación: textos sobre los años setenta de Vera Carnevale, Pilar Calveiro, Ana Longoni. Declaraciones testimoniales en juicios de lesa humanidad.
Labayru impulsó la noción de “delito sexual” como una figura específica que, hasta hace muy poco, se difuminaba entre otros tormentos. Con un carácter que Guerriero describe como “sin remilgos, ole y al toro”, Silvia fascina e incomoda. Puede decir: “En medio de esa noche oscura, donde estabas solo como un perro, que un tipo, aunque sea un represor, te hiciera una caricia y te tratara humanamente, bueno, chica, no deja de ser una violación, pero por lo menos en ese mínimo momento evades”. Templada al acero: saber que el término “consentimiento” no tenía razón de ser en un lugar como la ESMA. Y también saber que se habita un cuerpo sexuado, hambriento de vida.
Llevó a su violador a juicio. Cuestiona las acciones de Montoneros. Acepta eso que todos dicen de ella: que siempre fue una máquina de romper corazones masculinos. Filosa, la parte de la vulnerabilidad se la reserva: “Me hicieron un daño tremendo. Ellos, y mi afición a esta forma de política en la que creé las condiciones para acabar en ese puto sótano”.
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