lunes, 4 de septiembre de 2017
HABÍA UNA VEZ.....DE JUAN SASTURAIN
Cuando todavía juntaba, Soler solía salir los domingos a caminar por la feria de San Telmo. Primero, durante años, caminar era sólo dar vueltas más o menos en redondo a la Plaza Dorrego y mínimos aledaños, entrar y salir de los locales de presuntas antigüedades –muebles incómodos, espejos biselados mordidos por la humedad, arañas con caireles faltantes y sobrantes de polvo– o asomarse a los puestitos que en la vereda, bajo los árboles, o sobre el piso mismo, exhibían, sin codicia ni esperanza excesivas, láminas de Molina Campos y partituras de Lomuto, libros de Tor o la Biblioteca La Nación, pavas y estampillas viejas, primus, penosos cuadros de payasos llorones, long plays de Juan Ramón o Glenn Miller, porrones de ginebra, colecciones incompletas de la revista Ecran, alguna picana artesanal, cajas de fósforos Ranchera o de los cerosos Victoria con fotitos de actrices retiradas. Soler solía comprar, poco, pero de todo.
Una vez compró –caro, inútil– un álbum de figuritas Starosta del ‘54, con Boca Campeón, al que sólo le faltaban el arquero de Lanús, Alvarez Vega, y Sansone, el wing derecho de Vélez. La contratapa tenía la marca, la huella generacional dejada por la taza de café con leche o del soluble Toddy que prometía la fortaleza de Tarzán por Radio Splendid.
Otra vez creyó reconocer, en una chapa de bronce ya sin base de madera ni puerta profesional adjunta, el nombre y apellido de la madre dentista de una novia perdida. Pero no la compró.
Pero a Soler se le murieron los dos viejos y se mudó tres veces en cinco años. El ladino cáncer y la tristeza subsecuente lo dejaron sin padres; relaciones fallidas, propietarios voraces y roturas de caños maestros lo sacaron de los sucesivos pehache que alquilaba con decreciente buena fe.
Cada vez, con los traslados propios y los vaciamientos ajenos, Soler se reducía más y más, y ya no compraba: dejó, en general, de juntar. Ahora caía por la feria a desechar cosas, a deshacerse (ésas eran las palabras con que Soler solía describir lo que hacía) de todo lo que no atinaba a retener.
Así, por golpes o secuencias de desprendimiento, un Soler menguante vio crecer a la feria por años y por cuadras, sin paradoja ni límite aparente. De aquel núcleo central de Plaza Dorrego –la fuente irrigadora–, la feria recolectora de lo desechable comenzó a desbordar, la vertiente se hizo incontrolable por Defensa hacia arriba y hacia abajo, cortó el tránsito y –desde debajo de la Autopista hasta la Plaza de Mayo– fue diseminando por el suelo y en precarios tenderetes el universo infinito de todo (pero todo) lo concebible.
Soler verificó, con módico asombro, que ante los objetos de algún modo disfuncionales por el paso del tiempo o el simple deterioro, las alternativas usuales –tirar por inútiles, guardar por afecto, vender por valiosos– se habían decantado, a contrapelo del consumismo, hacia la comercialización más salvaje.
Nadie tiraba ni guardaba nada: lo vendía. Sin ambages ni pudor, la gente –y Soler se descubrió con ella– no sólo liquidaba anónimas mesas, dedales y colecciones de estampillas, sino el boletín de sexto, la radiografía de cadera y las fotos de la luna de miel en Chapadmalal con dedicatorias y todo. Nada tenía valor pero para cualquier cosa había un precio.
Así, llevado por la tendencia, Soler no sólo vendió el Winco con tres docenas de 45 de su desalojada pieza de soltero familiar sino que hizo plata una cajita de forros Velo Rosado regalo de su tío Coco, los zapatos con sistema Elevantor seminuevos de su padre, la boleta del Frejuli del ‘73 y –entre vacilaciones– el diafragma que su penúltima mujer dejó empolvado en el ángulo más oscuro del botiquín conyugal. Cuando pasó al domingo siguiente, preguntó y le aseguraron –con morbo y para su estupor– que lo habían vendido.
Soler solía, cuando juntaba, ir la feria de San Telmo a comprar. Después solía –cuando dejó de juntar– ir a vender, hasta deshacerse de todo.
Quedó deshecho. Y ya no suele.
Antes, cuando era chico, Soler solía ir o lo mandaban a la farmacia del pueblo –estaba en una esquina, alta como un Banco y con un farmacéutico diplomado de delantal impecable– a comprar gomina Brancato, dentífrico en pomo de plomo, tubitos de aspirinas, Uvasal en frasco, Tosantil para la tos infantil, ocasional Cirulaxia y habituales pastillitas Ross, chiquititas pero cumplidoras. En su casa cagaban todos, seguro. Y sin receta.
En los tubitos de aspirinas vacíos no cabían las bolitas por muy poco, pero en las cajas de madera de las inyecciones de su viejo, portadoras de incomprensibles ampollas y milagrosas sierritas, se podían guardar, con el tiempo, tesoros absolutos: las estampillas de Hungría, el diente que se le había caído al perro. Las plumas cucharita quedaban mejor en la caja de lata –gris, con firuletes– de las Pastillas del Dr. Andreu.
Después, cuando era muchacho y fue a vivir solo a la ciudad, Soler solía ir a la farmacia pero poco y ya por su cuenta, sin que lo mandaran. Compraba Lord Cheseline, peines Pantera, hojas de afeitar, aspirinas ahora en caja, Curitas, el Uvasal en sobrecitos, dentífrico en pomo de plástico y –a la vuelta de la facultad, en una farmacia estrecha de horario extendido y atendida por un gordo que fumaba– los penosos Camaleón que le entorpecían el cariño y las primeras pastillas anticonceptivas –Sequens, cajita celeste– regalo de y para la novia con que debutaron.
Cuando Soler tuvo chicos con una que no se cuidaba, años después y de casado, solía ir seguido o lo mandaban a la farmacia del barrio –de nuevo en la esquina, pero ya no parecía un banco sino una ferretería más prolija– a comprar tiras de aspirinas para él y Aspirinetas para los pibes, champú y acondicionador en frascos industriales, paquetes de algodón, chupetes a cualquier hora, mamaderas de plástico que se deformaban al calentarlas en la hornalla nocturna.
El S26 y la leche Nido venían en latas que sus hijos usarían por mucho tiempo para guardar las bolitas y algunos tesoros absolutos: la colección de muñequitos Jack, los autitos Tomica.
Ahora, con los años, de nuevo solo tras deserciones elegidas y huecos inevitables, sin nadie que lo mande ni nadie a quien mandar, Soler solía ir siempre a la farmacia de la esquina –es vieja y restaurada, casi un museo con grandes mostradores de madera, frascos de vidrio azul esmerilado y empleados que lo tutean– a comprar Hepatalgina, maquinitas de afeitar desechables, las consabidas aspirinas –ahora en caja de mil blisters– y las infantiles Aspirinetas, ahora para él.
Solía también comprar el carísimo remedio para el colesterol que aumenta cada mes y le hace subir la misma presión que se toma en la trastienda, donde manos conocidas lo vacunan cada tanto, le bajan los lienzos, le pinchan la nalga flaca en retirada. Todo se lo banca, o se lo solía bancar.
Hasta que un día, no hace mucho, Soler encontró el límite. Tras un cepillo de dientes, un champú y algunas dudas pidió, por primera y penosa vez, un pomito de Corega, y notó una levísima sonrisa. Improvisó al toque:
–Envolvémelo para regalo –dijo imperturbable.
Le hicieron el paquetito diferencial y partió sin comentarios.
Desde entonces, Soler no suele frecuentar la farmacia de la esquina. Va, pero no tanto como solía. Y cuando tiene que comprar el consabido pomito fijador elige una de las tantas sucursales de esas farmacias anónimas del centro, se sirve sólo en esas góndolas de supermercado y mete todo sin culpa ni pudores en la canastita junto con pastillas y chocolates, las mismas mierdas que –dicen– le pudrieron los dientes.
Relato escrito por Juan Sasturain
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