martes, 3 de julio de 2018

LA OPINIÓN DE JORGE OSSONA


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JORGE OSSONA
El país necesita que las dirigencias aprendan a procesar eficazmente los conflictos y a acordar objetivos comunes de largo aliento
La crisis de la economía argentina posee raíces históricas profundas. Un repaso evolutivo somero tal vez facilite su comprensión al margen de las explicaciones ideológicas que han proliferado durante los últimos sesenta años. Y que contribuyeron a plasmar políticas que, en todos los casos, resultaron fallidas. Porque otro de los datos llamativos de nuestra historia económica contemporánea es que las distintas familias ideológicas, una tras la otra, se han terminado estrellándose: desde las dirigistas hasta las liberales así como sus matices intermedios.
Tal vez sea necesario comprender esos fracasos en el contexto más vasto del sistema político y de las modalidades de procesamiento de los conflictos de la sociedad. Así lo prueban los dos indicadores básicos de nuestra trayectoria desde, al menos, la segunda posguerra: la inestabilidad política de gobiernos y regímenes de gobierno, y una inflación crónica solo interrumpida durante breves períodos salvo en la década de 1990 que preludió, no obstante, una crisis económica, social y política sin precedentes. Procedamos, entonces, a dilucidar algunos de sus nudos gordianos básicos.
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La Argentina se insertó tardía pero eficazmente en el sistema de comercio internacional heredado del capitalismo librecambista que se consolidó hacia 1850. Durante las últimas décadas del siglo XIX, al compás de la organización de nuestro Estado y hasta la Primera Guerra Mundial, fue un caso singular de crecimiento e integración social. El primero, merced a nuestra especialización en la producción de alimentos para una Europa industrial ávida de esas materias primas. El segundo, por la movilidad social ascendente de la masa inmigratoria garantizada por la baja densidad demográfica -menos de dos millones hacia 1869, y poco más de siete en 1914- y a una sociedad receptora que reducía las situaciones establecidas solo -y aun así, bastante relativamente-a las elites.
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Ya durante la primera posguerra asomaron en el horizonte dos dificultades para la prosecución de ese sendero de desarrollo: la emergencia de los Estados Unidos como nueva potencia capitalista dominante y el declive de nuestros tradicionales socios europeos. En el primer caso, se trataba de razones geográficas: la potencia norteamericana se autoproveía de todas ellas, temía nuestra competencia en su mercado interno; y podía llegar a disputar nuestros mercados internacionales. En el segundo, porque, ya desde entonces se empezó a comprobar la predicción de Ernst Engel en 1895, ese ignoto estadístico alemán descubierto por Pablo Gerchunoff hace algunos años: conforme las potencias industriales consolidan su desarrollo, comienzan a reducir su consumo de alimentos. Supuesto que contradecía uno de los pilares más arraigados de nuestro sentido común nacional: un "destino de grandeza" que solo debía aguardar serenamente la continuidad de los procesos económicos y políticos del siglo XIX.
La Gran Depresión de 1929 reveló descarnadamente esos problemas insinuados con discreción desde la primera posguerra: el Viejo Mundo dejaba de interesarse por nuestros productos autoabasteciéndose; mientras que la nueva potencia lisa y llanamente los rechazaba condenándonos al aislamiento. Nuestra respuesta a los nuevos desafíos fue producir puertas hacia adentro aquello que ya no podíamos importar mediante una industrialización defensiva, inespecífica y protegida por el Estado. Sin embargo, aquello que aparentaba resultar de una ecuación sencilla distaba de serlo.
Con migraciones internacionales paralizadas desde 1930; y 15, 20 y 25 millones de habitantes según los censos de 1947, 1960 y 1970 respectivamente, nuestro mercado interno resultaba exiguo en comparación con los internacionales perdidos desde 1930. Los costos de una fuerza de trabajo escasa por carecer el país de un campesinado pobre equivalente a los europeos durante sus revoluciones industriales o a los de nuestros vecinos latinoamericanos impedían, a su vez, una acumulación capitalista en gran escala. Esta, en cambio, dependió del subsidio estatal crónico procedente principalmente de la reserva del mercado interno por vías fiscales o cambiarias, y de la reasignación de las divisas de nuestras exiguas exportaciones para la compra de sus requerimientos de insumos y de bienes de capital. He ahí las bases de un largo y complejo conflicto distributivo cuya víctima principal, a la larga, fue la propia administración estatal agravada por la crisis de legitimidad crónica del sistema político.
Al llegar a los años 70, la crisis política y económica local se cruzó de modo fatídico con la internacional, que se prolongó durante dos décadas. En su transcurso, la Argentina se reconfiguró. La deuda contraída por el Estado para financiar su monumental déficit procedente de sus sucesivas expansiones subsidiarias en un mercado mundial de capitales muy líquidos exigió a los gobiernos de los años 80 un tipo de cambio tendencialmente competitivo para facilitar exportaciones agrícolas e industriales desde entonces selectivas. Estas le permitieron al país sobrevivir en un mundo complejo, aunque a costa de comprometer nuestra tradición socialmente equitativa fundada en el pleno en pleno empleo y los salarios altos garantizados por nuestra demografía. Desde 1983, el nuevo capitalismo argentino se conjugó con una democracia política de frágil estabilidad por el lastre de un tercio de la población reducida a una pobreza endémica.
Este ensamble no resultó, sin embargo, de un acuerdo como aquel de cien años antes en torno del régimen político y del sistema económico. Porque la democracia argentina parida por la catástrofe del último régimen militar dista sideralmente de aquella prometida por la ley Sáenz Peña de 1912, de las del mundo desarrollado de la segunda posguerra; y también, desde hace unos 30 años -salvo algunas excepciones-, de las de la propia América Latina. La macroeconomía, asimismo, deambuló entre hiperinflaciones e hiperrecesiones -o combinaciones de ambas- en medio de crecimientos tan espectaculares como espasmódicos plasmando un déficit fiscal endémico como la inflación y un crecimiento mediocre.
Estos datos deberían marcar una agenda compartida por nuestra clase dirigente, principalmente la política, tan proclive a las exaltaciones míticas y a los juicios maniqueos entre "patriotas y cipayos" o "demagogos y eficientistas". A saber, ¿cómo definimos alguna forma de inserción en este complicado mundo posglobal que, sin embargo, ofrece nichos renovadamente generosos para nuestras exportaciones tradicionales? Un camino posible sería cubrir toda la cadena alimentaria que ha dejado de ser estrictamente primaria para ajustarse a los parámetros de la revolución tecnológica de última generación. Hay otras menos exploradas como devenir en una potencia turística y sanitaria a escala mundial o posibles microdesarrollos productivos regionales integrados.
¿Cómo reintegrar, sobre la base de ello, al 30% excluido en un país de poco más de 40 millones de habitantes? Por último, y solo para comenzar, ¿cómo perfeccionar nuestro sistema de relaciones políticas de manera de procesar eficazmente los conflictos y acordar objetivos comunes de largo aliento que trasciendan la retórica de las buenas intenciones y el cinismo constitutivo de nuestra cultura política, cuyo canibalismo genera severos interrogantes sobre la consistencia de nuestra conciencia nacional?
Interrogantes de respuestas tan indefinidas como urgentes para que las nuevas generaciones de argentinos no se hundan ni en el escepticismo ni en las tentaciones de las aventuras populistas de infame memoria.

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