lunes, 2 de julio de 2018
LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Un paseo alucinante entre la crueldad y la belleza
Pasaron varias horas y seguimos en las entrañas del Museo del Louvre. No saco fotos como los demás; yo tomo nota de las obras que me sacuden. Anne Louis de Girodet (de Roussy-Triosos) pinta en 1802 un naufragio.
Pero de un modo peculiar: un hombre sostiene desesperadamente a su mujer y a sus dos hijos, que están a punto de ser devorados por el océano. La parca ahorca al hombre, que está a punto de soltar a su familia y perderla en el oleaje.
La cara del padre, alucinada por el horror, es indescriptible. Luego nos topamos con una pintura de Jacques Louis David: la coronación de Napoleón como emperador en la catedral de Notre Dame, tal y como sucedió el 2 de diciembre de 1804. Napoleón corona también a su mujer, Josefina, y el Papa sale sutilmente contrariado.
David pinta, a su vez, a Paris y a Helena, en medio de la guerra de Troya. Están en un dormitorio, y Paris empuña una lira y goza la dicha del amor, mientras Helena, más lúcida, transmite su tristeza y su mal presentimiento. Arderá Troya por su amor, y todos morirán.
La pintura fue abandonando su función de representación, sobre todo a partir de la aparición de la fotografía y del cine. Sin embargo, un pintor de talento podría resucitar esa función si nos regalara escenas de las novelas universales, que no pueden ser fotografiadas y que difícilmente sean filmables. Un pintor moderno que pintara la literatura con sutileza y buen pulso me tendría como un incondicional.
Por supuesto, aquí están los italianos: Rafael retratando a San Miguel con una lanza que atraviesa a un demonio, y más allá Caravaggio componiendo la muerte de la Virgen, rodeada de apóstoles que lloran sin consuelo.
El escultor Danielle Ricciarelli revive el combate de David contra Goliat: el primero está rematándolo con una espada, a un costado descansan la honda y la piedra. Eso sugiere que el más pequeño primero atontó con el piedrazo al gigante, y luego lo liquidó con el acero íntimo, como diría Borges.
Frente al Louvre están los jardines del Palacio Royal, que alguna vez fue residencia del cardenal Richelieu. Tomamos un poco de aire, después de ver tantas maravillas, en ese rectángulo de gramilla y rosales.
Algunas rosas tienen un color fucsia, casi violeta, y huelen de una manera gloriosa. Dios es el mejor perfumista del mundo. Hay sillas de hierro en cuyos respaldos tienen calados versos y frases de grandes escritores, y cuentan con un dispositivo para enchufar auriculares y escuchar la lectura de poemas o de párrafos filosóficos.
Passolini dice allí: “Los bienes superfluos vuelven la vida superflua”. Le responde García Lorca: “Callarse y arder por dentro es el peor de los castigos que nos podemos infligir”.
En París los niños y el sabor de las frutas y las verduras nos hacen acordar a la vieja Argentina de los años 70, cuando los tomates y las lechugas y las manzanas eran realmente deliciosas, y nosotros nos divertíamos con cosas simples, haciendo pompas de jabón o jugando carreras con monopatines.
En las galerías nos encontramos con una tienda insólita que vende vestidos usados e impecables de grandes diseñadores del siglo XX. Uno puede comprarle a su novia un vestido de fiesta o de boda firmado por una celebridad. En el escaparate hay un Dior, fechado en 1985.
Un Givenchy de 1977, un Yves Saint Laurent de 1965, y un Nina Ricci de 1948. A la vuelta, dentro de ese mismo complejo, vemos de frente la Commédie-Francaise, el gran teatro nacional: en el atardecer, dos actores caracterizados de hombres viejos e histriónicos, conversan y fuman despreocupadamente en el balcón, durante un entreacto de una obra que están actuando en esos precisos momentos.
Parecen una alucinación de la vida real. Finalmente, nos quedamos unos minutos viendo cómo una pareja baila un tango sin música. Es muy impresionante ver bailar con intensidad y pasión una melodía que nosotros no podemos oír.
Ellos la oyen porque usan auriculares y han sincronizado sus móviles para escuchar la canción y poder moverse a su ritmo. El apenas abre los ojos para guiarla, ella está entregada amorosamente; ensimismada en esa danza apretada, jamás mueve los párpados caídos.
Es un acto erótico, romántico, artístico. Los turistas pasan junto a ellos sin mirarlos, pero nosotros nos quedamos a contemplarlos un largo rato y casi al final nos retiramos por pudor, para que no se den cuenta al despertar que dos intrusos han velado su sueño.
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