miércoles, 5 de enero de 2022

EL DETERIORO DE LA JUSTICIA


La verdad, un instrumento esencial
Mario Augusto Fernández Moreno
La realidad nos muestra, con rutinaria repetición, numerosos procesos judiciales en los que jueces, fiscales y diferentes sujetos se reprochan hechos de toda índole. Desde graves delitos hasta chismeríos de poca monta, cuando no hechos falsos disfrazados de “apreciaciones personales” a través de adjetivaciones y valoraciones de todo tipo. En medio de esas encrucijadas: la verdad y la justicia. Verdad que está entre los valores centrales que forman parte de la estructura edilicia de la justicia. Tanto es así que, en el Vestíbulo Norte del Palacio de Tribunales, como indisoluble recordatorio a propios y ajenos de la importancia central que aquella tiene, puede leerse esa simbólica palabra, en un plano de igualdad, junto a Justicia, Derecho y Ley.
Esta importancia ha sido destacada inveteradamente por la Corte Suprema cuando ha afirmado –desde el caso “Yemal” de 1998, pasando por “Marcilese” de 2002, hasta el caso “Tommasi” de 2020– que la finalidad del proceso o enjuiciamiento penal es descubrir la “verdad real”, cosa que también ha señalado en los procesos civiles (caso “Corones” de 1990, por sólo citar uno). Incluso ha dicho que ni siquiera el derecho de prensa –uno de los más altamente reconocidos por la CSJN– protege la falsedad, la mentira o la inexactitud “cuando es fruto de la total y absoluta despreocupación por verificar la realidad de la información” (caso “Vago”, 1991).
Es ese, y no otro, el motivo por el que el art. 269 del Código Penal reprime con especial desprecio el prevaricato o “la mentira judicial”, que ocurre cuando un juez –juez subrogante, conjuez o juez ad hoc– de cualquier instancia –unipersonal o colegiada– cita, a sabiendas de su falsedad, en forma consciente y con malicia y mala fe, normas o hechos falsos para fundar una resolución; es decir, invoca derechos o acontecimientos que no existieron, o que tienen una significación distinta a la que se les atribuye (Arce Aggeo y ots., 2013), como argumentos decisivos para emitir un pronunciamiento en el que se subordinan los preceptos de la ley al odio, la venganza o la codicia del magistrado (Maginot, 1979). El delito se agrava en causas criminales, huelga explicar por qué.
También por eso el delito de prevaricato cometido por los fiscales y “auxiliares de la justicia” (arts. 272, Cód. Penal) recibe un especial reproche sancionatorio, pues es inviable el normal desarrollo de ningún proceso si ellos aducen razones inválidas y aparentes; especialmente si los primeros omiten actuar en el sentido que –por su función– les ha sido conferido, por ejemplo, no ejerciendo la acción penal pública, traicionando así –en forma palmaria y evidente– los intereses de la sociedad que juraron velar.
Sin verdad difícilmente pueda haber algo parecido a la justicia.
 De ahí que sea especialmente caro y grave que los jueces y los fiscales –o inclusive también las partes en cualquier proceso judicial– mientan. Si cualquiera de ellos falta a la verdad, y si sus mentiras quedan impunes, qué lamentable enseñanza para la sociedad, qué triste mensaje para la posteridad: ya no habrá esperanza para que se aplique la ley y se imponga el Derecho, no habrá posibilidad para que aflore la justicia.
El descrédito generalizado que hoy enfrentan algunos jueces y fiscales, en parte, obedece al comedido desinterés que exhiben –valga la redundancia– otros jueces y fiscales en involucrarse en el difícil camino de conocer la verdad intestina de lo que realmente sucedió en tal o cual caso, de enfrentar con sana madurez la mentira de sus pares, por más dura que ésta sea, y en el todavía más complejo camino –que también es su responsabilidad– de sancionar a los que hayan prevaricado.
La tan importante y trascendente misión de administrar justicia parece como un frágil jarrón a punto de caer al piso cuando las mentiras invaden los estrados judiciales. Si ellas vienen de afuera y encuentran eco en los despachos, no sólo no habrá Justicia, sino que –con toda certeza– habrá injusticia. Pero peor aún, si las mentiras emanan de los propios magistrados, ya no será la justicia una vasija en potencia a punto de estallar, sino que estaremos en ese caso, desde el vamos, frente un cacharro hecho añicos, imposible de reparar.
A los jueces y a los fiscales, a quienes les toca materializar la justicia, no les queda otra alternativa, con todo lo que eso significa, y cualquiera sea el escenario que los rodee, la gravedad del caso que tengan frente a sí o lo políticamente incorrecto que pueda resultar, que buscar la verdad, suprimir la mentira y sancionar a los responsables, porque –como dice Ossorio en El alma de la toga– los abogados “somos voceros de la verdad, no del engaño. Se nos confía que pongamos las cosas en orden, que procuremos dar a cada cual lo suyo, que se abra paso a la razón, que triunfe el bien.”

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