Las viejas raíces del mesianismo ruso
Desde los tiempos de los zares, los vínculos entre política y religión fundaron la creencia de tener una misión salvadora como nación
Esteban Ierardo
Hoy el mundo observa lo inaudito: la guerra injustificable, lanzada en torbellino arrasador desde Moscú, que mata a civiles inocentes y despedaza ciudades. El naufragio de la razón ante la artillería pesada.
La actitud bélica de la Rusia de Vladimir Putin no puede explicarse de todas maneras solo por un liderazgo desquiciado. Un trasfondo de ideas y creencias de raíz histórica timonea su política exterior en una misión de tintes mesiánicos. Lo que impulsa al Kremlin es atraer la atención mundial hacia Rusia como potencia de peso, y arremeter contra la temida expansión de la OTAN; y también salvaguardar un legado cultural que se cree amenazado por los valores occidentales.
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Dina Khapaeva, directora del programa de estudios del Instituto Tecnológico de Georgia, en Estados Unidos, afirma que el gran héroe de Putin es Iván el Terrible: “El gobernante ruso quiere hacer que la sociedad vuelva a un tiempo en el que la democracia no existía”. La observación de Khapaeva lleva al vínculo entre Putin y un pasado que se pretende restaurar. Ya en 2006, de hecho, bajo el mando del líder del Kremlin, se inauguró el primer monumento en Rusia a Iván el Terrible, que gobernó ese país en el siglo XVI y fue el primero en hacerse llamar zar; uno de los primeros arquitectos de esa autocracia.
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En 1833, durante el gobierno del zar Nicolás I, el político imperial Serguéi Uvárov expresó con síntesis ejemplar la esencia de la ideología conservadora rusa. Son tres principios que hoy acompañan a los misiles y amenazas de Putin: “Ortodoxia, autocracia y nacionalismo”. La ortodoxia abrigaba, según esa concepción, una creencia mesiánica tradicional: la idea de Rusia como refugio del único cristianismo verdadero, cuya misión era protegerse en aquel momento de lo musulmán otomano y del catolicismo apostólico romano. Hoy, ese lugar lo ocupa el repudiado Occidente.
Orlando Figes, profesor de historia en el Birkbeck College, en la Universidad de Londres, es autor del esencial ensayo El baile de Natacha. Una historia cultural rusa (2002). Allí señala que, según la autopercepción rusa tradicional, “el pueblo ruso era el único […] que profesa un cristianismo verdadero”, y que en función de esto “tenía una misión divina en el mundo”.
Esta pretensión mesiánica nació hace varios siglos. Primero fue la Rus de Kiev. Kiev, hoy capital de Ucrania pero cuna de la diversidad eslava, y que ya existía en el siglo V como asentamiento comercial. Luego, en 988, el príncipe de Kiev, Vladimir I, bajo la influencia de Bizancio, se bautizó. El origen del cristianismo ortodoxo ruso, con sus iglesias de cúpulas doradas, y los patriarcas, y su cisma con el catolicismo apostólico romano, en 1054.
Pero la influencia de Bizancio fue mucho más allá. Ese imperio lleno de brillo cayó en manos del Imperio turco otomano en 1453. Sofía Paleólogo, la sobrina de Constantino XI, el último emperador bizantino, se casó con Iván III, el gran príncipe de Moscovia, cuando Moscú ya había desplazado a Kiev, luego de que esta fuera destruida por los mongoles. Sofía llevó los sofisticados rituales bizantinos a la corte moscovita, e instaló en su esposo una creencia decisiva: Moscú debía proteger la herencia del cristianismo ortodoxo de todas las amenazas. Así se trazó una primera raya en la piel mesiánica de la Rusia imperial zarista: la concepción de Moscú como la Tercera Roma.
Luego de la primera ciudad, la original, a orillas del Tíber, y luego de Bizancio como segunda Roma, llegó el tiempo de Moscú como la última Roma, refugio del único cristianismo verdadero, el cristianismo ortodoxo ruso. El monje Filoféi, en 1510, confirmó y consolidó esta creencia.
"Dugin cree en la excepcionalidad rusa ante la amenaza de la globalización de Occidente"
El historiador norteamericano Marshall Poe, en Moscú, la Tercera Roma: Orígenes y transformaciones de un “momento crucial”, observa, sin embargo, que este concepto no debe ser radicalizado como única explicación del mesianismo imperial ruso porque este siempre dependió también de intereses terrenales como la búsqueda de recursos y una salida al mar. Pero el zar y su poder autócrata siempre se fundamentaron desde un designio religioso superior, como se advierte en la carta que el mencionado Filoféi le dirigió a Basilio III: “Oh piadoso Zar… tú eres el único emperador de todos los cristianos en todo el universo...”.
Ortodoxia y autocracia fundidas, como refleja la alianza entre la iglesia ortodoxa y el poder político, hoy revivida por la asociación de mutua convivencia entre Putin y el patriarca Kirill, líder de la iglesia ortodoxa rusa.
Sin embargo, la hermandad entre la iglesia ortodoxa y el Estado ruso por una misión común tuvo sus declinaciones, en el período de la Unión Soviética y, mucho antes, con Pedro el Grande, figura crucial con la que Putin se comparó recientemente. En 1703, el zar ruso fundó San Petersburgo, ciudad de la que es oriundo Putin, que exalta el papel de Pedro el Grande en la Gran Guerra del Norte contra Suecia. En la batalla de Narva de esa guerra, en 1700, según destacó Putin, Pedro estaba “redimiendo y reforzando… y parece que a nosotros nos tocó redimir y reforzar también”. El mandatario ruso se refiere a la actual guerra con Ucrania, a la que ve como una forma de salvar a la nación rusa de sus peligros, y un reforzar su imagen de poderío y grandeza.
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Pero la equiparación de Putin con Pedro I de Rusia no puede ir mucho más allá. Este zar, que en 1721 se hizo proclamar “Emperador y autócrata de todas las Rusias”, fue justamente quien intentó modernizar y occidentalizar a una Rusia todavía fuertemente medieval, atrapada entre la nobleza terrateniente de los boyardos y la Iglesia ortodoxa. En lo que se llamó “La gran embajada” (1697-1698), Pedro recorrió varios países europeos. Su máxima aspiración era acercarse a la cultura y el progreso occidental. De incógnito, aprendió el arte de la navegación, en Ámsterdam. Regresó para introducir reformas. Prohibió la barba a los boyardos; debilitó el poder de la iglesia; edificó el Peterhof, el gran palacio llamado el Versalles ruso, donde alojó su corte. En su empuje modernizador, envió a miles de rusos a estudiar en Europa. Fundó escuelas de ciencias, matemáticas, artillería, ingeniería, minería, y aspiraba a una educación de siervos y nobles.
Pedro expandió el imperio, impulso que continuó, con gran éxito, Catalina II, la Grande, cuya estatua, con un sentido simbólico, aparece detrás de Putin en uno de sus últimos mensajes a la nación rusa. Catalina es la emperatriz que sumó al imperio zarista Ucrania, Bielorrusia, Lituania; y que invadió, en el siglo XVIII, Crimea, que Putin reanexó a Rusia en 2014. Catalina llegó hasta la costa del Mar Negro; fundó Odessa, Melitópol, Mariupol, Jersón, y la llamada Nueva Rusia, en el este y sur ucraniano (origen territorial de las repúblicas autoproclamadas de Donetsk y Lugansk desde 2014 y 2015, hoy en disputa).
Catalina se hizo llamar “la filósofa en el trono”, por su simpatía con la Ilustración, movimiento filosófico racional europeo en alianza con la ciencia newtoniana y la idea de progreso. Pero a pesar de su barniz ilustrado, Catalina robusteció en realidad la autocracia.
En el siglo XIX, en Rusia dos posturas antagónicas debatieron sobre el sentido y futuro de la nación. Por un lado, los occidentalistas; por el otro, los eslavófilos y paneslavistas. Estos últimos revivieron la conexión entre ortodoxia, autocracia, nacionalismo, y la misión redentora de la Gran Rusia.
Los occidentalistas pujaban por continuar la voluntad de apertura a Occidente de Pedro el Grande y Catalina. Los oficiales del ejército zarista que derrotaron a Napoleón durante su invasión de Rusia, en 1812, ocuparon luego París. Conocieron de primera mano los ideales de la Ilustración y la Revolución Francesa. Al regresar a su patria, en la Plaza del Senado de San Petersburgo, se rebelaron con 3000 soldados contra la autocracia zarista en la Revuelta Decembrista, en diciembre de 1825. Fracasaron. Pero la intelectualidad occidentalista del círculo de Stankiévich, entre cuyos miembros sobresalió el crítico literario Visarión Belinski, no renunciaron al sueño de una Rusia integrada a Europa, y abierta a lo republicano y democrático.
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Frente a esto, los eslavófilos abrazaban la tradición que funde religión, autocracia, y el sentido mesiánico de una Rusia salvadora del cristianismo, enfrentada a Occidente, y líder de los pueblos eslavos. La narrativa eslavófila tuvo dos referentes fundadores: Alexei Jomiakov e Iván Kireyevsky. Defendían lo eslavo ante lo occidental, estaban en contra del catolicismo, el protestantismo, y lo que repudiaban como individualismo y ateísmo occidentales.
El paneslavismo era continuación de esa tendencia eslavófila. El movimiento nació después del primer Congreso eslavo en Praga, en 1848, y fue Ľudovít Štúr el que delineó su centralidad rusa. Štúr, político, poeta, creador del eslovaco moderno, afirmó que el destino de los países eslavos dependía de la colaboración y el liderazgo de Rusia, el único país eslavo soberano de entonces.
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El paneslavismo ruso se erige entonces como un paternalismo imperial, como la protección de los pueblos eslavos bajo los turcos otomanos o austríacos. Y después, en el tiempo de la Unión Soviética y Stalin, lo paneslavo continuó como la Madre Rusia redentora de los pueblos eslavos, y también de otras nacionalidades bajo el dominio soviético; todos sometidos a una intensa rusificación. La influencia de ese paneslavismo es uno de los elementos que hoy explican, en parte, la pretensión de Moscú de someter a Ucrania, el apoyo serbio a Rusia, o la negativa búlgara a enviar armas para la causa ucraniana. Desde siempre, lo eslavófilo y lo paneslavo perciben a Occidente como amenaza continua para Rusia y sus zonas de influencia.
El paneslavismo fue confirmado por Fiodor Dostoievski. En su juventud, el novelista manifestó simpatías por el liberalismo y el socialismo de origen occidental. Castigado por el zar, fue enviado a Siberia. Pero a su regreso se reconcilió con la tradición de la Rusia histórica y expresó lo que percibía como odio de Europa hacia Rusia: “Es remarcable el hecho de que en Europa no nos quisieron ni nos han querido nunca; nunca nos ha considerado uno de los suyos, como europeos, sino siempre únicamente como extranjeros molestos”. En el paneslavismo de Dostoievski, Rusia es el pueblo portador de Dios, y debe unir a todos los pueblos eslavos bajo su égida, y mirar hacia Asia y no Europa.
Esa posición es compartida por las corrientes del eurasianismo –hoy el neoeurasianismo– al que adscribe el muy promocionado filósofo Alexander Dugin. El destino imperial y cristiano ruso es proteger lo multipolar y la excepcionalidad rusa, sostiene, ante la amenaza de la globalización orquestada desde Occidente.
Putin tiene sin embargo como filósofo de cabecera a Iván Ilyín, un intelectual emigrado después de la revolución bolchevique, y que falleció en el olvido en Suiza, en 1954. En 2009, Putin encabezó la repatriación de los restos del pensador, que recibieron entierro cristiano en el Monasterio de Donskoy. Sus obras fueron reeditadas, y distribuidas entre los funcionarios para su lectura. Putin citó a Ilyín en el Mensaje anual de Estado, luego de la anexión de Crimea en 2014. Timothy Snyder, profesor de historia en la cátedra Levin en Yale, ha estudiado el pensamiento de Ilyín y su influencia en la Rusia contemporánea de Putin mediante la restauración del poder del líder autócrata con una misión divina. Desarrolla su análisis en En el camino hacia la no libertad (2018). Esa interpretación del liderazgo mesiánico ruso la suscribe también el profesor de historia rusa de la Universidad de Cambridge Dominic Lieven, en A la sombra de los dioses: el emperador en la historia mundial (2022).
El mesianismo, y su creencia en una misión salvadora, alimenta la idea de superioridad de una civilización sobre otra. Occidente no ha estado exento de esta distorsión en su historia. Y frente a la idea de un designio superior que legitima la expansión y la hegemonía sobre otros pueblos, lo opuesto es el respeto a las diversidades, y la superación racional de los conflictos. Ese camino es lo pendiente en la evolución hacia la razón, y no la violencia organizada, como constructora de la concordia entre los países, que aspiran a proteger su identidad y su libertad
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