La mayoría de las mejores decisiones de nuestras vidas no las tomamos nosotros. Las tomó otra persona. Aunque esto parezca una oda al conformismo del indeciso insoportable, hay que tener en cuenta que las circunstancias sociales, ambientales y económicas operan sobre nosotros más de lo que seríamos capaces de reconocer. Y que el hecho de desear tomar decisiones, es decir, de adoptar caminos propios sobre los aspectos cotidianos o profundos de nuestras vidas, podría definirse, desde una visión materialista, como una acción petulante, egocéntrica e incluso acomodada o burguesa. La realidad dicta en base a estadísticas obvias que muy pocas personas en el mundo toman las decisiones que afectan el devenir de sus vidas. Esto a pesar de que existe un marketing falaz para convencernos de lo contrario: la virtud de la autodeterminación.
Ocurre que los mecanismos sistémicos tienden a hacernos creer que podemos decidir, pero en realidad hay una segregación previa sobre las opciones que se nos presentan como posibles. O sea: si decidimos, lo hacemos sobre un menú o porción mínima de un todo mucho más vasto que no se nos propone como alternativa real.
El punto importante es: ¿qué hacemos? El mundo, según mi humilde opinión generada sobre la observación pasiva, termina dividiéndose entre los que prefieren adaptarse a las decisiones que toman otros por él o los que combaten las elecciones que hicieron por ellos. En general, el segundo de estos estereotipos tiene mejor prensa: esa persona que lucha para que no le "impongan" una decisión "ajena" aparece a la vista del resto como valiente, decidida y segura. Un líder.
En cambio, aquel que en lugar de patalear, discutir o confrontar elige utilizar sus energías en poder adaptarse a las nuevas "circunstancias" y, en todo caso, modificarlas ligeramente en su favor con el tiempo, termina definido como un cobarde, pusilánime o inseguro. Un subalterno.
Es raro porque, en verdad, ambos estereotipos funcionan sobre la fantasía de que somos capaces de decidir cuando, salvo en aspectos relacionados con hechos artísticos puros, el plato que comemos viene siempre cocinado. "Es cuestión de supervivencia. Prefiero adaptarme con el anhelo de que ese camino al final me llevará donde quiero. Vivo en ese anhelo, aunque nunca se cumpla", dice Fernando. "No puedo tolerarlo: peleo y trato de ser parte de la decisión. A veces creo que me hacen creer que mi opinión pesa sobre la decisión o prometen tenerla en cuenta para dejarme tranquila", confiesa Agustina. Desprenderse fácilmente del ego, la peor trampa humana y al mismo tiempo el mayor combustible de vida, no es para nada sencillo. Existe el error extendido de confundir "ego" con "orgullo". La diferencia sutil es que el "orgullo" podría definirse como el exceso de estimación propia ante una situación exógena. En cambio, el "ego" sería la sobrevaloración de uno mismo respecto de los demás, o sea que funciona como competencia. ¿Y cuántas veces el ego tracciona nuestras reacciones ante las decisiones de otros? Pero, para emparejar o equilibrar la crítica sobre estas dos actitudes ante decisiones de otros, hay que decir que aceptar cualquier determinación puede resultar peligroso. La elección incorrecta a menudo parece la más razonable. Y hay que estar despiertos.
Alguna vez, Woody Allen (que tiene frases para casi todo en la vida) dijo: "En mi casa mando yo, pero mi mujer toma las decisiones". En cambio, Theodore Roosevelt afirmó: "En cualquier momento de decisión lo mejor es hacer lo correcto, luego lo incorrecto, y lo peor es no hacer nada". "Reflexionar serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas", dicta Frank Kafka en La Metamorfosis.
El tema "decisiones" dispara muchas opiniones de grandes pensadores. Pero pocos hacen hincapié en las decisiones que toman otros por nosotros, es decir, la mayoría. A esta altura me gustaría aclarar por qué estamos hablando de "decisiones". Hace unos meses tuve que darme de baja del cable. "Decidí" dejar de mirar televisión abierta. Al menos así lo presento en sociedad cuando me preguntan. Pero, lo cierto, es que la intención inicial había sido cambiar de un proveedor de servicio caro e ineficiente (de casi 700 pesos mensuales) por uno más barato que resultó a la hora de realizar la conexión un tremendo cretino. Y así fue que quedé sin nada.
Sólo con un Wi-Fi gratuito al que accedo misteriosamente. Esa decisión adoptada por otros (sin querer, imagino) finalmente fue muy satisfactoria. Esta semana propuse una encuesta en mi cuenta en Twitter: "Toman una «decisión» por vos sin un resultado negativo o positivo evidente. ¿Qué preferís? Adaptarte o combatirla por las dudas." El 75% prefirió la primera opción y el 25%, la segunda. Saquen conclusiones.
F. V.
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