Son memoria, sentido, raíces y proyección
De
las muchas confusiones entre las cuales navegamos, una de las más
gruesas es aquella que convierte a la palabra mito en sinónimo de
mentira. Cada vez que se enuncian los diez mitos sobre tal o cual
cosa, tema o persona, se da por sentado que se trata de una denuncia
que dejará al desnudo una serie de falsedades.
Sin embargo, no hay nada
que contenga tanta verdad como un mito. "Los mitos son patrones
narrativos que dan significado a nuestra existencia", explica el
psicoterapeuta existencial Rollo May (1909-1994) en La necesidad del mito.
Los sabios griegos ya lo sabían en los albores de nuestra cultura y de
ahí que las fabulosas narraciones que constituyen su mitología
permanezcan vigentes y sigan vivas en el sustrato de nuestros sueños,
nuestros temores, nuestra imaginación, nuestras fantasías, nuestros
vínculos y, para decirlo de una vez, nuestra psiquis. Quien lee hoy
aquellos mitos entiende mejor el presente. Sam Keen, filósofo, poeta,
ensayista y explorador perenne de espacios emocionales y espirituales
define al mito (en Su viaje mítico, una guía para revisar nuestra
propia mitología personal), como "el software, el ADN cultural, la
información inconsciente, el metaprograma que gobierna la forma en que
vemos la realidad y la forma en que nos comportamos".
un mito recoge, concentra e integra experiencias, rituales, sueños, costumbres y los organiza en un relato que da sentido a la vida de una persona, de una familia, de un país o de la humanidad entera, según el relato del que se trate. El gran Carl Jung (1875-1961), primero discípulo de Freud y luego padre de la psicología de los arquetipos, recordaba haberse preguntado qué mito estaba viviendo. "Me di cuenta de que no lo sabía, de manera que me propuse llegar a conocerlo y consideré a ésta como la tarea de las tareas". Conocer y entender su mito era vislumbrar el sentido de su vida.
Los grandes mitos (personales o colectivos, íntimos o comunitarios) son memoria, sentido, orientación, propósito, raíces, proyección. Cuando una persona o una sociedad carecen de mitos (o los olvidan) suele ocurrir que las asalta la incertidumbre, el desasosiego, dejan de entender cuál es la totalidad de la que forman parte.
Y se aferran, en ese vacío, a creencias, fanatismos, dogmas o supercherías. Es fácil advertir cuándo esto ocurre porque se multiplican los ídolos de barro (o plástico, o silicona) de vida epidérmica y fugaz, las nuevas generaciones carecen de memoria porque no le fue transmitido nada duradero y trascendente, se impone la desesperación por lo material (que genera la falsa ilusión de duradero) y el consumo se hace adictivo porque nada satisface cuando no se entiende para qué se está, de dónde se viene y hacia dónde se va. Precisamente aquello de lo que hablan los mitos.
En esa confusión se llama mito a un futbolista o un cantante; se consideran míticos a episodios menores que pasan al olvido; se rechaza a verdaderos mitos considerándolos supersticiones y, a cambio, se crean verdaderas supersticiones. Campbell pensaba que "es posible que el hecho de que la mitología y el ritual no funcionen en nuestra civilización sea la causa de la alta incidencia de esa enfermedad que convierte a nuestro tiempo en la era de la ansiedad".
Acaso sea el momento de preguntarnos (como individuos y sociedad) qué mitos nos constituyen, cuáles nos explican. "Nuestros mitos no disipan la ignorancia, dice Keen, pero nos ayudan a encontrar un camino y un lugar en el corazón del misterio". Lo contrario es permanecer en el corazón del vacío.
S. S.
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