jueves, 14 de julio de 2016

HABÍA UNA VEZ...UN LIBERO BADII


Cierta noche, Picasso va a comer a una fonda con amigos. En el transcurso de la cena el maestro esboza un dibujo de líneas muy sencillas sobre el mantel de papel madera. Al cabo de la opípara comida quiere pagarla, pero el mozo le dice con una reverencia que es una invitación de la casa; con una sonrisa ligera, añade que estaría encantado si el pintor tuviese la amabilidad de firmar ese boceto. Picasso alza la vista y le devuelve la sonrisa: "Señor -dice-, quería pagar la comida, no comprar el restaurante".



Giancarlo Puppo (Roma, 1938) se ríe de su cuento en medio del taller donde pinta y proyecta obras arquitectónicas con la juventud de un septuagenario. Nos encontramos una mañana soleada de otoño para evocar a Libero Badii, el fantástico artista plástico de cuyo nacimiento se cumplieron cien años el último 2 de febrero. Cree que ese centenario del creador del arte siniestro pasó un tanto desapercibido en un país -una sociedad- demasiado abandonada a su desmemoria. Se conocieron en el 63, quizá un poco antes, presentados por Clorindo Testa o Samuel Paz, cuando Badii exponía en la galería Van Riel. 

En años sucesivos labraron una relación de amistad y admiración mutua, muchas veces en compañía de Aldo Paparella. Buenos Aires tenía entonces una actividad cultural volcánica. Entre esas efervescencias tenía luz propia la obra de Badii, que había nacido en Arezzo y crecido en una familia de marmoleros. Cuando sus piezas empezaron a merecer la consideración de los críticos, Badii hizo su declaración de principios y se erigió como el sumo sacerdote del arte siniestro.

-Tenía un sistema de imágenes propio -dice Giancarlo con voz serena mientras el sol que se filtra por los ventanales del estudio baña las máscaras, los muebles y la infinidad de pequeños objetos de arte que en el transcurso del tiempo fue recogiendo con la fe de un coleccionista; desde luego, sus cuadros-. Era, además, técnicamente impecable, y sobre todo tenía algo que decir.



Giancarlo me pone en las manos una serie de libritos en papel de cartulina en los que Badii publicó series de dibujos y esbozos junto con sus célebres frases espontáneas. Junto a esas deliciosas miniaturas de arte gráfico está Arte siniestro, un libro que resume buena parte de su obra y su pensamiento crítico. En las primeras páginas de ese volumen se observa un díptico con dos fotografías: la primera es una vista aérea de Machu Picchu, en Cuzco, Perú; la segunda, la Acrópolis, en Atenas. En esa tensión se asienta la obra monumental de Badii, que confrontó al arte apolíneo -el triunfo de la lógica y la matemática, del equilibrio y el sentido de la proporción- con piezas enigmáticas en las que asoman con inusitada potencia lo desconocido y lo insólito, lo equívoco e inquietante, lo lúgubre y extraño, lo clandestino y espectral.

 Schelling, el gran filósofo alemán, lo puso en estos términos: "Lo siniestro (das Unheimliche) nombra todo aquello que debió haber permanecido en secreto, escondido, y sin embargo ha salido a la luz".

En esa obra -La madre, Los muñecos, El beso, Los fetiches, Amanecer siniestro; en sus caras y perfiles en bronce y madera policromada, y en sus dibujos- irrumpen desde el fondo de los tiempos, con incontenible vigor, las culturas antiguas, sobre todo la latinoamericana.
Quiero saber cómo era Badii. Giancarlo entrecierra los ojos.

 Le digo que en las fotografías el rostro del fenomenal escultor se me asemeja al de Federico Fellini. El recuerdo es a la vez preciso y vago, llega desde una niebla espesa. Le viene a la mente un encuentro en la víspera de una Navidad en el que compartieron una copa y una rodaja de pan dulce junto a sus mujeres. Era muy generoso, apegado a la familia, por momentos ligeramente ingenuo y por eso un blanco inmejorable para el humor que solía desplegar Paparella, un napolitano muy ácido con quien compartieron muchas horas. Tomamos un café en su casa, abarrotada de más muebles, objetos y libros que ha acumulado de manera aluvional, y nos despedimos.



A la mañana siguiente de ese encuentro, Giancarlo me llama por teléfono. Quiere darme una precisión en caso de que me resulte útil. En aquel encuentro previo a la Navidad estaban también Hermenegildo Sábat y su esposa. Quizá había alguien más. El recuerdo de ese tiempo es de una emoción contenida, el eco de una emoción que ha sido atemperada con los años. Se ha quedado ronroneando toda la noche, en busca de Libero y ese entrañable pasado que se ha ido para siempre.

V. H. G.

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