viernes, 15 de julio de 2016

HABÍA UNA VEZ....UNA AMIGA; LA RUTINA...


La rutina tiene mala prensa. En un mundo que se aburre de todo enseguida, el cambio es una obligación. Está mal visto transitar por un camino conocido. La publicidad y los gurúes del marketing asocian el éxito con la voluntad de probar cosas nuevas, distintas, originales, y esto, en el espíritu de la época, vale tanto para la vida personal como para la corporativa. Estamos llamados a ser "creativos", un concepto que migró desde el terreno de las artes a la vida de la empresa y a los libros que se proponen ayudar a vivir. Más allá de esta apropiación, esto no está mal, siempre que reconozcamos que la creatividad y el espíritu de aventura no terminan en cambiar el color del pelo dos veces al mes o en comprar un pasaje a la isla de Bali en la misma agencia que nos vendía la semana all inclusive en las Cataratas.



Puede que el mundo sea cambio. Sin embargo, está sostenido por las rutinas. Lo sabe el músico, que durante su formación debe hacer escalas y ejercicios varias horas por día para llegar a tocar, alguna vez, el concierto para violín de Chaikovski o cualquiera de las sonatas para piano de Beethoven. En mi caso, confirmé esta presunción durante este verano, mientras, sin proponérmelo, empecé a seguir una rutina que resultó tan placentera como productiva.
A principios de febrero pasé unos días con mi familia en un apartamento en Mar de las Pampas. Simple, cómodo, bien puesto, me gustó enseguida. Era el segundo piso de un apartamento de dos, y tenía un deck que balconeaba sobre el bosque. Allí me instalé la primera mañana, bien temprano, mientras mi mujer y mis hijas dormían, a corregir una historia larga. Al día siguiente hice lo mismo: me senté ante la mesa de madera con mi carpeta y mi café, para trabajar una hora y media o dos, hasta que los demás despertaran.

 Y así seguí hasta el último día. Avanzaba con el texto que tenía entre manos, ésa era la idea, pero al mismo tiempo los beneficios de esa rutina iban más allá, al punto de que sin ella el día me habría parecido incompleto.

Trabajaba concentrado, y cada tanto alzaba la vista de la página. Desde el balcón, a medida que el sol ascendía, veía cómo la luz se iba filtrando en el bosque. No hay rutina más sostenida y predecible que la del sol. Sin embargo, cada mañana esa persistencia tomaba una forma diferente. Bastaban un par de nubes para que cambiaran la intensidad y el color de la luz entre los pinos. O bastaba que el ojo, sin intención alguna, se posara sobre un grupo cualquiera de árboles que había pasado inadvertido el día anterior. Pero la mía y la del sol no eran allí las únicas rutinas.
Cada mañana, una pareja aparecía trotando por la calle de arena. El hombre, de pantalón corto y zapatillas, llevaba la remera en la mano. La mujer vestía ropa deportiva, y su pelo largo y lacio, atado en una colita, bailaba de un lado al otro al compás del trote.

 Así la veía alejarse. Al rato, desde alguna de las casas vecinas, llegaba un hombre con un perro grande, tipo San Bernardo. Lo traía con correa hasta que, en medio de los árboles, lo liberaba. El perro corría sobre las pinochas y lo husmeaba todo. Así ocurría día tras día. Pero la rutina más misteriosa, que tampoco falló nunca, llegaba después. Por la misma calle de los corredores aparecía un viejo flaco y largo llevando una carretilla vacía. Iba vestido como un gaucho venido a menos, con bombachas oscuras, camisa blanca arremangada y boina negra. Se internaba entre los árboles e iba de aquí para allá empujando su carretilla. Cada tanto se detenía y miraba alrededor, como si estuviera buscando algo en el corazón del bosque o como si de pronto lo asaltara un pensamiento.


Pensé al principio que su trabajo era limpiar la zona de papeles y desperdicios. Pero, desde mi balcón, me pareció verlo depositar en su carretilla piñas y hasta manojos de pinochas que recogía del suelo. Cumplida su tarea con paciencia devota, más o menos a la hora desaparecía calle abajo con su carretilla cargada.
Al tercer o cuarto día mi curiosidad por el personaje era tanta que me propuse averiguar quién era. ¿En qué consistía su carga? ¿Por qué llegaba siempre a la misma hora? ¿Cuál era su propósito?
Al final me pareció que era mejor no indagar. El viejo necesitaba su rutina tanto como yo necesitaba la mía, y había que dejarlo tranquilo. Bastaba con saludar su aparición cada mañana. Acabé por convencerme de que el empeño de aquel hombre, no importa su razón, era necesario. Tan necesario como la luz y el calor que el sol llevaba cada mañana, con la misma puntualidad, a esa parte del bosque.

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