viernes, 8 de julio de 2016

LA GENERACIÓN DEL 37


Generación del 37: las ideas antes que los hechos

Sarmiento, Echeverría, Alberdi y su tiempo, frente a la "anomalía" rosista
Elías J. Palti



Un viejo cuento judío narra la historia de un rabino de Cracovia que súbitamente interrumpió sus plegarias para anunciar que acababa de ver la muerte de su par de Varsovia (ciudad situada a 500 kilómetros de allí). Los judíos de Cracovia quedaron, por supuesto, conmocionados ante su poder visionario. Unos pocos días más tarde, algunos de ellos viajaron a Varsovia y vieron, para su sorpresa, al rabino de esta ciudad trabajando en su sinagoga en un estado de salud, digamos, aceptable. Al volver a Cracovia y dar noticia de lo visto, las previsibles murmuraciones contra el rabino local crecieron al punto que sus más fieles seguidores se vieron obligados a salir en su defensa. Tras admitir que había errado en cuanto a los detalles, exclamaron: "De todos modos, ¡qué visión la suya!".
Albert Hirschman, comentando esta historia, afirma que el relato "ridiculiza ostensiblemente la habilidad humana para racionalizar creencias enfrentadas ante evidencia que las contradice. Pero, a un nivel más profundo, celebra el pensamiento especulativo y visionario, no importando si se descarría". Como afirma Hirschman, esta tendencia humana a aferrarse a certidumbres que, en apariencia, se han visto desmentidas por la ocurrencia de hechos no previstos no tiene nada de irracional (lo mismo, de hecho, ha sucedido con todas las grandes teorías científicas). Los defensores del rabino del cuento bien podían aún pensar, por ejemplo, que éste efectivamente había tenido una visión, si no de lo que ocurrió, sí de lo que pronto iba a ocurrir (de hecho, en algún momento el rabino de Varsovia habría de morir), y difícilmente ningún acontecimiento todavía imprevisto podría conmover su fe en los poderes visionarios de su rabino.
Lo cierto, sin embargo, es que las teorías, en determinado momento, se ven refutadas; las creencias, abandonadas o puestas en cuestión, y los "poderes visionarios", despreciados como un simple engaño o ilusión. La trayectoria intelectual de la llamada Generación del 37 en la Argentina resulta quizás un buen ejemplo de cómo creencias profundamente enraizadas son capaces de resistir y adecuarse ante el embate de hechos imprevistos que, en un primer momento, parecen socavar sus mismas bases; pero, también, de cómo éstas se irían problematizando y contorsionando hasta ceder a la emergencia de marcos conceptuales alejados de sus premisas originales.
El ideario de la Generación del 37 -la de Alberdi, Echeverría y Sarmiento, aquella que buscó adaptar la inspiración del romanticismo europeo a la superación de las divisiones internas en el país- se concibió a sí mismo como un pensamiento esencialmente antiutópico, una rebelión contra lo que consideraban el delirio jacobino de imaginar que las sociedades pudiesen modelarse a voluntad. Su desarrollo, pensaban, obedecería a leyes históricas que no se podrían violentar impunemente. Frente al "racionalismo abstracto" de la generación precedente (que ellos atribuían al partido unitario), opondrían la idea de la Historia (con mayúscula), que se erigiría entonces como árbitro inapelable. La utopía historicista vendría a ocupar así el lugar de las utopías racionalistas del siglo XVIII. Este mismo esquema conceptual aplicó la joven generación para interpretar su realidad y su propio lugar dentro de ella. Esa confianza ciega en la marcha racional de la historia, que en 1837 los llevó a apoyar al régimen rosista, resistirá a la brutal ruptura con él producida tan sólo un año más tarde y se mantendrá indemne aun en el exilio.
"Un gigante de papel"
Según asegura entonces Alberdi, en la medida en que el poder de Rosas se había revelado como irracional, no habría de tardar en derrumbarse. El suyo era ya un poder vacío de sustento, "un gigante de papel", decía, "que no impone sino porque está pintado con sangre humana". Contrariamente a lo que afirman los historiadores de ideas, el giro a la oposición no supuso un abandono de su credo historicista, sino más bien llevó a reforzarlo. "La caída de Rosas -confiaba Alberdi- en los momentos actuales es un axioma, porque es una necesidad." Y, en efecto, la situación en esos años parecía dar sustento a esta certeza: las resistencias generalizadas a Rosas alcanzarían entonces hasta el corazón mismo de su poder, aquello que constituía su base: la campaña del sur de la provincia.
El 12 de marzo de 1839, una manifestación reunida con motivo de la declaración de guerra a Rosas lanzada por Fructuoso Rivera (jefe del gobierno uruguayo) celebró anticipadamente su caída. No obstante, como pronto podrían comprobar, esto no habría de ocurrir. Alberdi aún pensaba que los triunfos de Rosas en el interior no podían torcer la marcha fatal de la revolución iniciada; ésta, decía, "podrá experimentar resistencia de detalle, una resistencia capital es imposible. Pensar lo contrario es no ver nada, no conocer nada". Todas sus expectativas estaban puestas en Lavalle; pero pronto también sus fuerzas comenzaron a debilitarse, hasta ser finalmente derrotadas. Según parecía, la legitimidad del régimen de Rosas se había confirmado en los hechos, los únicos que, en definitiva, contaban: ante la contundencia de sus argumentos no tenía sentido ya, pensaban, pretender refutarlos mediante razonamientos, como querían, según ironiza Mármol en Amalia, Florencio Varela y los unitarios. Entonces sí, aunque sólo entonces, se tornaría inevitable la revisión de algunos de los supuestos fundamentales del credo evolucionista-historicista que había orientado hasta ese momento a la Generación del 37.
La afirmación del régimen rosista los confrontaba a un dilema que resultaba indescifrable en los marcos de su pensamiento y no les dejaba demasiadas alternativas teóricas. Siguiendo su propio concepto histórico, sólo cabría aceptar la racionalidad de ese proceso, conclusión que resultaba inadmisible para ellos. "Hace días que, sin saber por qué -se lamentaba Alberdi- me fastidia más de lo natural la idea de que los triunfos crueles de Rosas puedan llegar a ser nacionales. No; no creo, no consiento en este absurdo." Y, no obstante, se les tornaría inevitable.
Fundamentalmente, porque afirmar lo contrario implicaba admitir que las supuestas leyes de la historia no eran tales. El punto es que tanto en uno como en otro caso la revisión de lo que ellos consideraban como el orden de valores y principios que articulaba el mundo social y le confería un sentido aparecía como insoslayable. Y ello necesariamente abriría para ellos, tras la crisis política, una crisis de inteligibilidad, los situaría frente al espectro de esa "nada" ("cuando en su mente ¡ay! todo concentra/ y a nadie y nada su memoria encuentra", según dice Mármol en sus Cantos del peregrino), inmensa como el desierto de las pampas retratado por Sarmiento en Facundo.
Se abriría de ese modo una profunda grieta en la historia intelectual argentina de la que emergerían las obras más importantes escritas en nuestro país durante el siglo XIX (y, en gran medida, en toda América Latina). Esto que, desde el punto de vista político, aparecía como una terrible derrota, se revelaría, en cambio, como una enorme fuente de creatividad literaria. La lucha conceptual por intentar dar cuenta de esa anomalía que se habría producido en el desenvolvimiento histórico nacional, el desgarramiento que ello produjo en su pensamiento, daría lugar a una producción sumamente notable en el contexto latinoamericano.
La caída de Rosas permitiría finalmente quebrar esa imposibilidad histórica y superar la impotencia política a la que se habían visto condenados hasta ese momento. Las cosas habrían vuelto a su quicio. El orden de la Historia se habría restituido y las leyes que guían su curso habrían probado finalmente su eficacia. La utopía historicista parecía así confirmar su efectividad. No había ya nada anómalo que comprender o explicar. Los miembros de la Generación del 37 podrían después de todo decir, como el rabino del cuento, "¡qué visión la suya!".
Entonces se alterará también la posición en que ellos mismos se situarán. Desde ese momento dejarán de hablar desde el exilio para comenzar a hablar desde el poder. Pero de este modo se disolverá lo que había servido como la fuente última de su creatividad literaria. Tras la caída de Rosas perderían aquello que motivó su producción intelectual. Llegados a este punto, carecerían ya de un tema ("para mí -aseguraba entonces Sarmiento- no hay más que una época histórica que me conmueva, afecte e interese, y es la de Rosas"). Así, junto con el capítulo rosista, se cerraría también el ciclo brillante de grandes obras del pensamiento romántico argentino.
El autor es historiador, profesor de la UNQ y la UBA e investigador del Conicet

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