sábado, 6 de agosto de 2016
HISTORIAS DE NUESTRA TIERRA
Color y sabor del Río de la Plata
Por Ramiro de Casasbellas
Nunca sabremos, por evidencias documentales, quién y cuándo bautizó Río de la Plata el inmenso estuario formado por la desembocadura del Paraná y el Uruguay, pero sobran testimonios -objetivos y metafóricos- acerca del color y el sabor de sus aguas.
Américo Vespucio, el descubridor del estuario, lo denominó Río Jordán (1502). Juan Díaz de Solís (1516) quiso llamarlo Río de Santa María, en tanto que sus oficiales y tripulantes se decidieron por Mar Dulce; la trágica muerte del piloto mayor aportó un nuevo nombre: Río de Solís. Fernando de Magallanes (1520) optó por designarlo Río de San Cristóbal.
Algunos historiadores se inclinan por atribuir el bautizo definitivo a Sebastián Caboto, hacia abril de 1527; otros, a Diego García de Moguer, en fecha levemente posterior, tal vez porque el veneciano Caboto y el andaluz García son los primeros en internarse en el estuario para llegar al argentífero cerro de Potosí. Sin embargo, Armando Braun Menéndez cita una declaración, hecha en julio de 1527 por un marino del fracasado viaje de Loaysa que ha vuelto a España en 1526, en la cual se menciona "el paraje del Río de Solís que dicen de la Plata".
Tiempo después, a fines de 1530, el Consejo de Indias despacha un informe en que se lee: "el Río de Solís y el de la Plata, que es una [sola] cosa". Por último, en las capitulaciones de Pedro de Mendoza (21 de mayo de 1534), se indica una y otra vez: "el Río de Solís que llaman de la Plata, donde estuvo Sebastián Caboto".
En cuanto a los mapas, salvo en dos casos sobre veinte, en que la denominación es Río de Solís, entre 1502 y 1536 sólo aparece el nombre vespuciano, Río Jordán. Pero ese mismo año de 1536 el cartógrafo veneciano Giovanni Battista Agnese marca en su planisferio: Río de la Plata, ahora para siempre, inducido sin duda por la expedición de Mendoza, que entró en el estuario a comienzos de enero de 1536.
Ni el clérigo extremeño Luis de Miranda de Villafaña, el primer poeta del Río de la Plata, ni el soldado bávaro Ulrico Schmidel, el primer cronista, informan acerca del estuario, aquél, en su Romance (¿1542-1543?); éste, en su Viaje al Río de la Plata (1567). Las versificadas descripciones de Martín del Barco Centenera, que bautiza nuestro país ( Argentina y conquista del Río de la Plata , 1602), y las que vierte en prosa el asunceño Ruy Díaz de Guzmán ( La Argentina , 1612), el primer historiador nativo de estas tierras, no se ocupan demasiado del estuario, sino más bien de los ríos y las gentes del área.
Planes de conquista
Pero en la segunda mitad del siglo XVI, el Río de la Plata deja de ser histórico y deviene en asunto cotidiano. Un testimonio interesante, aunque apenas conocido, es el de Barthélemy de Massiac, militar francés al servicio de Portugal. Massiac se ve obligado a vivir en Buenos Aires durante dos años y medio (1660-62) y, de vuelta en Europa, propone al gobierno de Francia (1664) la conquista de Buenos Aires, para llegar, por el Plata, a tomar el dominio del Potosí.
Es el primero en hablarnos del sabor del agua: en Buenos Aires, dice, "es dulce". Un siglo después, Concolorcorvo, o tal vez Alonso Carrió de la Vandera, sostiene que, "a las cuatro leguas de la salida [de Montevideo], ya las aguas del río son dulces y muy buenas" (1773).
El capitán británico Alexander Gillespie, que participa en la derrotada invasión de 1806, inicia la saga del color: la vecindad de la desembocadura del estuario "se denuncia siempre por el agua, que toma gradualmente un tinte barroso, efecto de la contienda entre el agua dulce y la salada" (1818).
Félix de Azara señala que el Paraná y el Uruguay "terminan por verse en el mar, conservando la dulzura de sus aguas hasta 25 o 30 leguas al este de Buenos Aires" (1809). Emeric Essex Vidal, al que debemos las primeras imágenes visuales de la Buenos Aires posrevolucionaria, indica que en Montevideo el agua del Plata es "salobre y maloliente", mientras que en Buenos Aires "es siempre perfectamente potable" (1820).
El agua "es dulce hasta pocas millas de Montevideo, y aun allí es a menudo potable", refiere Samuel Haigh (1831). Charles Darwin, que ha observado la lentitud con que se mezclaban las aguas del océano y las del río, expone que éstas son "cenagosas y teñidas" y que "a causa de su menor peso específico, flotan en la superficie de agua salada". Su juicio sobre el Plata es negativo: "Una anchurosa extensión de agua cenagosa no tiene ni grandiosidad ni belleza" (1839).
Esteban Echeverría, exiliado en Montevideo por su militante oposición a la dictadura de Rosas, se deja ganar por la nostalgia y la verdad poéticas para escribir que "doquiera torno/ hallo tu faz plateada" y "tus aguas espumosas" (c. 1842).
De Lugones a Le Corbusier
Xavier Marmier, novelista y viajero francés, no obstante admitir que el río es "magnífico", deplora su agua "amarillenta y cenagosa" (1851). Woodbine Parish opina: "A no ser por sus aguas dulces, difícilmente podría un extranjero dejar de creer que aún está en alta mar" en el estuario (1852).
Leopoldo Lugones metaforiza con acierto: el Plata es "el gran río color de león" (1910). Alberto Gerchunoff no le va en zaga: "Es el mar -dice del estuario-, el mar perpetuo y blando a la vez, que ha cambiado su oleaje verdiazul en gris plateado al anochecer, y de día nos muestra su infinita lámina de oro" (1918). Waldo Frank define al río también poéticamente: "esa vasta pampa líquida sin horizonte" (1929). Y Le Corbusier, desde la Costanera Sur, se entusiasma: "Allí, cielo inmenso, mar enrojecido por los barros del Paraná, color magnífico que es como una riqueza manando del cuerno de la abundancia" (1930). Rafael Alberti citará a Lugones: "Si una vez tu poeta te miró aleonado, / yo andaluz, y de Cádiz, quiero verte azulado/ y un blanco puro al centro, de bandera argentina" (1951). Otro poeta, Baldomero Fernández Moreno, retoma la imagen lugoniana en sus "òltimas décimas de la Costanera", un emotivo poema de despedida de quien espera la muerte: "¡Qué serena va la quilla/ por el río de león!", dice el poeta. Sin embargo, al caer la tarde y alejarse él de la Costanera, Fernández Moreno -como quien se aleja de la vida misma- celebra "las últimas nubes rojas,/ el río, negro del todo,/ mi bastoncillo, mi codo,/ y mis dos rodillas flojas"
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